sábado, 2 de abril de 2016

La veta mineral y adentro la gema suculenta y virgen, sin tasar

Bárbara Belloc
(Buenos Aires, Argentina, 1968)
Tomada de lamacchinasognante.com


Como el perro que persigue su cola antes de echarse,
lamiéndose, rascándose el lomo con los dientes mientras
gira, girando como la falda de un derviche. Como el perro
que persigue su cola y sin voluntad repite la figura del
ouroboros mítico, ignorante de la leyenda del retorno de Ra
y del significado de lo que hace porque la pureza es un
mito.(1)


Como todos los perros que hemos visto y conocido.
Como una nube con dientes que se come el cielo visible
desde aquí, desde cualquier punto. Como un punto gris que
es el símbolo del caos como no-concepto.
Como el ojo de la tormenta cuando se abre y
permanece momentáneamente en su esplendor, que es tal
vez el de la devastación próxima o remota.
Como el palo que se frota en círculos, rápido, para
provocar el fuego y cuya huella será ceniza en la ceniza, un
anillo dentro de otro anillo y así sucesivamente. Como un
recuerdo fundido en la materia de un objeto.
Como un objeto perdido en la memoria.

(1) Hélio Oiticica, “Penetrable PN2” (1967).
***
3

Fogatas para combatir el frío y la intemperie, cocinar, festejar el
lugar recuperado y vuelto a poblar; fuegos que señalan dónde
se ha perdido la batalla y quedan cuerpos dando coletazos
como peces fuera del agua, como poemas que fueron escritos
y destruidos, quemados, un día inhóspito o dichoso ¿qué
sabemos? ¿Qué sabemos de esa quema, que fue copiosa
y dio luz y calor suficiente hasta que se encendiera el nuevo
amanecer, que en comparación se veía anémico?
Poemas como cometas con su cabellera desplegada aun si
su núcleo está extinto, porque así son los poemas, que rasgan
el cielo y las vidas en dos. Luces sin sombra en la tierra. Un
esqueleto expuesto a los elementos. Océano sólido. Sin brillo.
La veta mineral y adentro la gema suculenta y virgen, sin tasar,
guardada en su capuchón de berilo y cromo por miles y miles
de años, como la nuez antes de nacer, la que no es para comer.
En carne viva, en silencio.
En el más absoluto silencio, poemas: los peligros del bosque.
Y lianas, donde no hay palabras, como fogatas, fuegos. Como
la rosa de los vientos fraguada en plata con forma de Cruz del
Sur, llamada de Agadez, que los padres tuareg dan a sus hijos
“porque no se sabe adonde iremos a morir”, antes de salir al
desierto a seguir las rutas como los perros el rastro, a lomo de
camello. Porque el fuego devora la vida del aire y el aire vive del
cuerpo vivo que lo devora.
***
9

Nacida para morir
(no por decir, porque es un hecho)
siento tu cuerpo
la vara del helecho que se abre
la Vía Láctea

De Canódromo,  Zindo & Gafuri Ediciones, 2015
***

Fogatas para combatir el frío y la intemperie, cocinar, festejar, señalar el lugar recuperado y vuelto a poblar, o donde se ha perdido la batalla y quedan algunos dando coletazos como peces fuera del agua, como poemas que fueron escritos y destruidos, quemados por el fuego una larga noche inhóspita o dichosa, ¿qué sabemos? (Jamás olvidaremos esa quema, que fue copiosa y dio luz y calor suficiente hasta que se encendiera el amanecer que en comparación se veía anémico.) Poemas como cometas con su cabellera desplegada aun cuando su núcleo está muerto, porque así son los poemas. Luces que rasgan el cielo y las vidas en dos. Luces sin sombra en la tierra. Sin brillo, la veta mineral, la gema incrustada en su capuchón hermético de cromo y berilo por miles y miles y miles de años; como la nuez antes de nacer. Y la nuez cascada, rota y opaca en carne viva, en silencio. En el más absoluto silencio, poemas. Los peligros del bosque. Lianas, donde no hay palabras, como fogatas. O la rosa de los vientos en forma de Cruz del Sur fraguada en plata, llamada de Agadez, que dan los padres de la tribu Tuareg a sus hijos “porque no se sabe dónde iremos a morir”. Porque el fuego devora la vida del aire, y el aire vive del cuerpo vivo que lo devora. Lianas porque no hay palabras porque hay poemas.

De Anubis.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char