domingo, 24 de abril de 2011

El resplandor de dos soles

STANISLAV LEM
(Polonia, 1921-2006)

Solaris
(Fragmentos)

He estado hablando de Solaris, sólo de Solaris, y de ninguna otra cosa. Si la realidad te hace daño, no tengo la culpa. Por otra parte, después de lo que has pasado, ¡puedes escucharme hasta el fin! Nos internamos en el cosmos preparados para todo, es decir para la soledad, la lucha, la fatiga y la muerte. Evitamos decirlo, por pudor, pero en algunos momentos pensamos muy bien de nosotros mismos. Y sin embargo, bien mirado, nuestro fervor es puro camelo. No queremos conquistar el cosmos, sólo queremos extender la Tierra hasta los lindes del cosmos. Para nosotros, tal planeta es árido como el Sahara, tal otro glacial como el Polo Norte, un tercero lujurioso como la Amazonia. Somos humanitarios y caballerescos, no queremos someter a otras razas, queremos simplemente transmitirles nuestros valores y apoderarnos en cambio de un patrimonio ajeno. Nos consideramos los caballeros del Santo Contacto. Es otra mentira. No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta, pero no nos gusta como es. Buscamos una imagen ideal de nuestro propio mundo; partimos en busca de un planeta, de una civilización superior a la nuestra, pero desarrollada de acuerdo con un prototipo: nuestro pasado primitivo. Por otra parte, hay en nosotros algo que rechazamos; nos defendemos contra eso, y sin embargo subsiste, pues no dejamos la Tierra en un estado de prístina inocencia, no es sólo una estatua del Hombre-Héroe la que parte en vuelo. Nos posamos aquí tal como somos en realidad, y cuando la página se vuelve y nos revela otra realidad, esa parte que preferimos pasar en silencio, ya no estamos de acuerdo.
***

“Me ahogaré entre los hombres, me dije. Seré taciturno y atento, un compañero apreciado. Tendré muchos amigos, hombres y mujeres, y tal vez incluso una mujer. Durante un tiempo tendré que esforzarme en sonreír, saludar con una pequeña inclinación, enderezarme, ejecutar los miles de pequeños gestos que componen la vida en la Tierra, hasta el día en que esos gestos vuelvan a convertirse en hábitos. Encontraré nuevos intereses y ocupaciones a los que no me daré por entero. No, nunca más me daré por entero a nada ni a nadie. Y quizá de noche miraré allá arriba la nebulosa oscura, cortina negra que vela el resplandor de dos soles. Y recordaré todo, hasta lo que pienso en este momento; con una sonrisa pesarosa, rememoraré mis locuras y mis esperanzas. Y nadie se atreverá a juzgarme.”
***
Los Solaristas


El corredor estaba desierto. Me detuve un instante, detrás de la puerta cerrada. El gemido del viento envolvía el pasadizo tubular. Sobre el panel de la puerta, pegado de través, al descuido, había un cuadrado de esparadrapo con una inscripción en lápiz: "Hombre". Miré la palabra, garabateada con trazos borrosos, y pensé en volver a la cabina de Snaut; me eché atrás.

Las advertencias dementes de Snaut me vibraban aún en los oídos. Avancé por el corredor, los hombros hundidos bajo el peso de la escafandra. De puntillas, escapando no del todo conscientemente de algún observador invisible, volví a la rotonda; al salir del corredor, encontré dos puertas a mi derecha y dos a mi izquierda. Leí los nombres de los ocupantes: Dr. Gibarian, Dr. Snaut, Dr. Sartorius. No había ningún marbete en la cuarta puerta. Titubeé, apreté apenas el picaporte, y abrí lentamente la puerta. En ese instante tuve el presentimiento, casi la certeza, de que había alguien en la habitación. Entré.

No había nadie. Una ventana panorámica cóncava, apenas más pequeña que el mirador de la cabina donde descubriera a Snaut, dominaba el océano. Aquí, a la luz del sol, el agua brillaba con un resplandor grasoso, y las olas mismas parecían segregar un aceite de tintes rosáceos. Reflejos escarlatas inundaban todo el aposento, que por la disposición recordaba un camarote de barco. De un lado, rodeada por anaqueles atestados de libros, había una cama retráctil, replegada contra la pared; del otro, entre los numerosos armarios, colgaban bastidores de níquel —series de fotografías aéreas, sujetas todo a lo largo con cintas adhesivas— y una variedad de probetas y retortas con tapones de algodón. Frente a la ventana, dos hileras de cajas de metal esmaltado obstruían el paso. Levanté algunas tapas; las cajas estaban repletas de toda clase de instrumentos, confundidos con tubos de material plástico. En cada rincón de la cabina había un grifo, un equipo de refrigeración, un dispositivo vaporífugo. Un microscopio había sido depositado directamente en el suelo, pues en la gran mesa adosada a la ventana ya no había espacio libre. Al volverme, descubrí cerca de la puerta de entrada un armario alto; estaba entreabierto, y vi trajes del espacio, blusas de laboratorio, mandiles aisladores, ropa interior, botas de exploración planetaria, cilindros de aluminio: oxígeno para aparatos portátiles. Dos de estos aparatos, provistos de las respectivas máscaras, colgaban de la manivela del lecho vertical. En todas partes el mismo caos, un desorden que habían tratado de disimular burdamente. Husmeé el aire; reconocí un débil olor a reactivos químicos, y vestigios de otro olor más acre; ¿cloro? Busqué instintivamente las rejillas de las bocas de ventilación, bajo el cielo raso; las cintas de papel, sujetas a los barrotes, flotaban suavemente; la circulación del aire era normal. Desocupé dos sillas abarrotadas de libros, aparatos y herramientas que deposité en el otro extremo del cuarto, amontonándolos de cualquier manera, obteniendo así un espacio relativamente libre alrededor de la cama, entre ésta y las bibliotecas. Tiré de un brazo adosado a la pared, para colgar mi escafandra. Tomé entre los dedos la lengüeta del cierre, y casi en seguida la solté. Dominado por la idea de que me despojaba de una defensa, no me decidía a abandonar la escafandra. Una vez más recorrí la habitación con los ojos, verifiqué que la puerta estaba bien cerrada, y que no tenía cerradura, y luego de una breve vacilación arrastré hasta el umbral algunas de las cajas más pesadas. Habiéndome así atrincherado por un tiempo, con tres rápidos movimientos me libré de aquel caparazón rechinante. Un espejo estrecho, empotrado en la puerta de un armario, reflejaba una parte del cuarto; por el rabillo del ojo, sorprendí una forma que se movía; pero no era otra cosa que mi propia imagen.

Bajo la escafandra, el jersey estaba empapado en sudor. Me lo quité y empujé un armario corredizo; se deslizó a lo largo de la pared, revelando los muros brillantes de un pequeño cuarto de baño. En el hueco de la pileta, bajo la ducha, había una cajita chata y alargada. La llevé sin dificultad a la habitación. Cuando la dejé en el suelo, un resorte hizo saltar la tapa, descubriendo varios compartimientos, todos con objetos extraños: figuras casi informes de metal, réplicas grotescas de los instrumentos que yo había visto en los armarios. Ninguno de los objetos de la caja era utilizable: estaban mellados, atrofiados, fundidos, como si salieran de un horno. Y cosa más extraña aún, hasta los mangos de cerámica, prácticamente incombustibles, aparecían deformados. Ningún horno de laboratorio, calentado a temperatura máxima, hubiese podido fundirlos, sólo quizás una pila atómica. De la alforja de mi escafandra saqué un contador de radiaciones, pero el pico negro permaneció mudo, cuando lo acerqué a aquellos despojos.

(...)

En realidad, no todos estaban convencidos aún de que el océano fuera realmente una "criatura" viva, y menos todavía, huelga decirlo, una criatura racional. Volví a poner el libraco en el estante y tomé el volumen siguiente. Estaba dividido en dos partes. La primera, resumía innumerables experiencias, destinadas todas a lograr un contacto con el océano. En la época de mis estudios, lo recuerdo perfectamente, esa búsqueda daba motivo a infinidad de anécdotas, bromas, e ironías; comparada con la abundancia de especulaciones suscitadas por este problema, la escolástica medieval parecía un modelo de evidencias luminosas. La segunda parte, casi mil trescientas páginas, comprendía únicamente la bibliografía relativa al tema. Los textos no hubieran cabido en la cabina donde yo estaba ahora.
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Solaris, Stanislaw Lem; traducción de Matilde Horne para Minotauro.
Foto: tomada del film homónimo de Andrei Tarkovsky.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char