martes, 13 de diciembre de 2011

Se volvía insufriblemente tonta

PATRICIA HIGHSMITH
(EE.UU., 1921-1995)

"No deja de venirme a la cabeza que lo esencial de la novela es el individuo que se siente desplazado en este siglo."
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A los 26 años escribió para Año Nuevo: "Brindo por todos los demonios, por las lujurias, pasiones, avaricias, envidias, amores, odios, extraños deseos, enemigos reales e irreales, por el ejército de recuerdos contra el que lucho: que nunca me den descanso".
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"Ningún escritor revelaría jamás su vida secreta, sería como desnudarse en público", anotó en 1990.
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"Si un escritor de suspense escribe sobre asesinos y víctimas, sobre gente sumida en el torbellino de esta terrible serie de hechos, debe conseguir algo más que la simple descripción de la brutalidad y la sangre derramada. Debería estar interesado en la justicia de este mundo, o en la ausencia de la misma, en lo bueno y en lo malo, en la cobardía y el coraje humanos, aunque no entendiéndolos simplemente como fuerzas que mueven una trama en una determinada dirección. En una palabra, su gente ficticia debe parecer real."
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Fragmento de Mar de fondo

Vic no bailaba nunca, pero no por las razones que suelen alegar la mayoría de los hombres que no bailan. No bailaba única y exclusivamente porque a su mujer le gustaba bailar. El argumento que se daba a sí mismo para justificar su actitud era muy endeble y no lograba convencerle ni por un minuto, y sin embargo le pasaba por la cabeza todas las veces que veía bailar a Melinda: se volvía insufriblemente tonta. Convertía el baile en algo cargante.Aunque era consciente de que Melinda daba vueltas entrando y saliendo de su campo visual, se daba cuenta de ello de un modo casi automático y le parecía que era exclusivamente su familiaridad con todas y cada una de sus características físicas lo que le hacía estar seguro de que se trataba de ella y de nadie más. Levantó con calma el vaso de whisky con agua y bebió un trago.

Estaba repantigado, con una expresión neutra, en el banco tapizado que rodeaba la barandilla de la escalera de casa de los Meller, y contemplaba los cambios constantes del dibujo que los bailarines trazaban sobre la pista, pensando en que aquella noche cuando volviese a casa iría a echar un vistazo a las plantas que tenía en el garaje para ver si las dedaleras estaban derechas. Últimamente estaba cultivando diversas clases de hierbas, frenando su ritmo normal de crecimiento, mediante la reducción a la mitad de la ración habitual de agua y de sol, con vistas a intensificar su fragancia. Todas las tardes sacaba las cajas al sol a la una en punto, cuando llegaba a casa a la hora de comer, y las volvía a poner en el garaje a las tres, cuando se marchaba otra vez a la imprenta.

Victor van Allen tenía treinta y seis años, era ligeramente más bajo que la media y tenía cierta tendencia a la redondez de formas, más que gordura propiamente dicha. Las cejas de color castaño, espesas y encrespadas, coronaban unos ojos azules de mirada inocente. El pelo, también castaño, era lacio y lo llevaba muy corto, y al igual que las cejas era espeso y fuerte. La boca, de ta­maño mediano, era firme y solía tener la comisura derecha incli­nada hacia abajo en un gesto de desproporcionada determinación, o de humor, según quisiera uno interpretarlo. Era la boca lo que le daba a su cara un aspecto ambiguo —porque en ella podía también leerse la amargura—, ya que los ojos azules, grandes, inteligentes e imperturbables, no daban ninguna clave acerca de lo que podía estar pensando o sintiendo.

4 comentarios:

hugo luna dijo...

me diste ganas de leerla...

Irene Gruss dijo...

Me alegro, amigo; Irene

Silvina dijo...

Coincido con Hugo! Gracias, Irene, estés donde estés.

Irene Gruss dijo...

Je, gracias, seora. Un beso, Irene

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char