martes, 16 de octubre de 2012

Pero el cielo parece frío, hasta el sol parece frío

Créd.: news.bbc.co.uk
Dame Jean Iris Murdoch, DBE
(Dublín, Irlanda, 1919-1999)

El mar que se extiende ante mí mientras escribo, más que destellar, resplandece bajo el suave sol de mayo. Con el cambio de marea, se recuesta calladamente contra la tierra, casi sin huella de ondas ni espuma. Próximo al horizonte es de un púrpura suntuoso, marcado por líneas irregulares de verde esmeralda. En el horizonte es índigo. Cerca de la playa, donde la visión se da enmarcada por amontonamientos de desiguales rocas amarillas, hay una franja de verde más pálido, helado y puro, menos radiante y sin embargo opaco, no transparente. Estamos en el norte, y la luz brillante del sol no puede penetrar en el mar. Allí donde el agua golpea suavemente sobre las rocas sigue siendo una superficie de color, como una piel. El cielo sin nubes es muy pálido en el horizonte índigo, que le pone un leve trazo de plata. Su azul se intensifica y vibra hacia el cenit. Pero el cielo parece frío, hasta el sol parece frío.
Había escrito lo que antecede, destinado a ser el párrafo inicial de mis memorias, cuando sucedió algo tan extraordinario y tan horrible que no puedo decidirme a describirlo ni siquiera ahora, transcurrido un intervalo, a pesar de que se me ha ocurrido una explicación, posible aunque no del todo tranquilizadora. Quizá me sentiré más sosegado y con la cabeza más despejada después de un nuevo intervalo.
He hablado de memorias. Será eso lo que resulte de diario. ¡Cómo lamento no haber llevado uno antes! ¡Qué recordatorio habría sido! Pero ahora los principales acon­tecimientos de mi vida han pasado y lo único que me queda es «recordar en tranquilidad». ¿Arrepentirme de una vida de egoísmo? No exactamente, y sin embargo, algo parecido. Por cierto que jamás dije esto a las señoras ni a los caballeros del teatro. Todavía estarían riéndose.
El teatro es sin duda un lugar para aprender sobre la brevedad de la gloria humana; ¡oh, todas esas pantomi­mas maravillosas, resplandecientes, absolutamente des­aparecidas! Ahora he de abjurar de la magia y convertirme en ermitaño: ponerme en una situación en la que pueda decir sinceramente que no tengo otra cosa que hacer que aprender a ser bueno. Con razón se considera el final de la vida como un período de meditación. ¿Acaso lamentaré no haberlo comenzado antes?
Es necesario que describa, hasta aquí está claro, y que escriba de una manera muy diferente de cualquiera otra que haya empleado antes. Lo que escribí antes lo escribí en agua, y deliberadamente. Esto es para que permanez­ca, algo que no puede renunciar a la esperanza de perdu­rar. Sí, personifico ya el objeto, el libro, el libellus, esta criatura a quien estoy dando vida y que inmediatamente parece tener voluntad propia. Quiere vivir, quiere sobre­vivir.
He pensado en escribir un diario, no de sucesos, porque no los habrá, sino como un registro de ocurrencias mezcladas y observaciones cotidianas: «mi filosofía», mis pensées contra un fondo de simples descripciones del tiempo y de otros fenómenos naturales. Ahora vuelve a parecerme una buena idea. El mar. Podría llenar un volumen simplemente con mis imágenes verbales de él.

 De El mar, el mar (Lumen, 1978)
***
Con Arnold he tenido diferencias de opinión en cuanto a su forma de escribir. A veces, en una estrecha amistad, en lo referente a cuestiones importantes, las personas están de acuerdo en disentir y, en ese terreno, callan. Durante un tiempo, eso nos había ocurrido a nosotros. Los artistas son gente muy susceptible. Yo, sin embargo, tras hojear por encima su último libro, había hallado en él cosas que me gustaban, y había accedido a escribir una reseña para un semanario. Rara vez escribía yo críticas literarias, de hecho porque rara vez me pedían que lo hiciera.
Pensé que este tributo sería como una compensación por las anteriores críticas que había escrito de las novelas de Arnold y que tal vez le habían disgustado. Más tarde, al leerla con más detenimiento, decidí con pesar que la detestaba tanto como detestaba a sus numerosas hermanas, y me encontré escribiendo una crítica que venía a ser una diatriba general contra toda la obra de Arnold.
¿Qué hacer? No quería ofender al editor; a cualquiera le gusta verse publicado alguna que otra vez. Ahora bien, ¿no debe un crítico expresar sin temor lo que siente? Y, por otra parte, Arnold era un viejo amigo.

De El príncipe negro (Una celebración del amor)

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char