sábado, 13 de abril de 2013

Exageran los amantes vulgares, porque su llama es vulgar

TORCUATO TASSO






NOCHES

Noche I
     ¡Ay!... Me abraso. ¿Qué fuego es este que circula por mis venas? Este fuego no es el que me inspiró los cantos de Reinaldo y Godofredo. Aquél obraba sobre mi imaginación, éste convierte mi pecho en llamas vivas.
     La opresión es grande. Me falta aliento para expresarla, ¡tanto es el imperio que ha tomado sobre mí!
     ¡Torcuato! ¿Te engañas acaso? En medio de esta penosa opresión nace un oculto deleite que tú no cambiarías por cosa alguna. ¡Ah! ¡es el deleite del amor!
     ¡Ay de mí! ¿Qué palabra he pronunciado? ¿Quién explica su sentido? Hablé de amor otras veces. Bastante escribí de él en otro tiempo; pero sólo tracé una débil imagen del que ahora me consume.
     ¡Herminia!... ¡Clorinda!... Se dice que el sentimiento de las mujeres es más vivo que el nuestro. No. Todas las mujeres juntas no pueden sentir con tanta fuerza como yo. Canté los amores de Clorinda y de Herminia, ¡pero cuán lejos de la verdad! El amor es otra cosa. Es cierto. ¿Quién puede negarlo? ¿Quién? El que no conoce el objeto sublime de mi pasión.
     ¡Oh tú, que todavía no me atrevo a nombrar! ¿Cuándo será que sepas el inmenso fuego que con tu propia mano has encendido en mi corazón? ¡Si estuvieses aquí! ¡Si yo pudiese volar libremente a tu lado y decirte el tormento que forma mis delicias!... ¿Podré decírtelo algún día?
     ¡Torcuato! no alientes tan vanas esperanzas.

Noche II
     Yo la he visto. ¡Ah! sobradamente la he visto. Sus largos y negros cabellos; sus hermosos ojos; sus delicados labios que respiran el deleite; sus blanquísimos dientes; su cuello ebúrneo...
     ¡Insensato! ¿Son ésas las partes más admirables de su hermosura? Aquellos ojos llenos de viveza, aquel mirar plácido y benigno, aquella sonrisa celestial...
     Di más bien, Torcuato, aquella voz... ¡Ah! aquella voz resuena todavía en mis oídos. ¿Con qué palabras podría expresarla? ¡Qué! ¿hay acaso palabras para expresar su divina voz?... Resuena todavía en torno de mí. Aún la estoy oyendo, y mi corazón la absorbe toda y se saborea de sus encantos.
     ¿Lo has oído, Torcuato? Ella repetía los lamentables acentos de Herminia.
     ¡Ah! no; deja para mí un tema tan cruel; o, si acaso quieres hacerlo objeto de tus cantos, recuerda que sólo refieres el verdadero dolor de tu poeta. Ella lo sabrá...
     Pero ¿cómo? ¿Cuándo podré decirla una sola palabra? ¡Infeliz del que vive en el tumulto de la corte! En ella los grandes son bien desgraciados, pues que no pueden escuchar los sentimientos de aquellos que les aman. Sólo los aduladores y los hipócritas hallan libre acogida.
     Huiré lejos de la corte; el aire contaminado que en ella se respira envenena los corazones. Iré a los bosques. La vida sencilla y pastoril de los primeros hombres debía ser un fideicomiso para toda su posteridad. ¡Pues bien! Lo será para mí. Torcuato: partamos.
     ¡Infeliz! ¿Piensas hallarla en los bosques? ¿Verás en ellos estampada una sola de sus pisadas? No; me detengo.
     ¡Oh, tú, única causa de mis desvaríos! ¡A lo menos te fuesen conocidos!...

Noche III
     He paseado las prolongadas calles de los jardines. Cien veces he medido con mis ojos la magnitud del soberbio alcázar donde moras. Animado por la esperanza, creí al principio que vería a lo menos a una de tus doncellas.
¡Oh!¿por qué no tienen éstas mi corazón? Mi corazón sólo estaría bien dentro de su pecho, ya que deben servirte a ti, primero y último objeto de mis desvelos. En vano me ha lisonjeado la esperanza. Inútilmente he contemplado aquellas ventanas por largo tiempo; en balde mis ojos han querido descubrir señal humana.
     ¿Qué hacían, pues, aquellas doncellas encerradas en sus aposentos? ¡Perversas! Te privan del beneficio de respirar el fresco de la mañana... Hasta la luz... ¡Ah! no. El aire que tú respiras es mas balsámico, y quieren disfrutarlo todo ellas solas. Harto motivo tienen: ¿quién no sería avaro de un bien precioso? ¡Ah! Tiempo hace que estoy anhelando una pequeña parte de este tesoro. El haberlo poseído un día en abundancia me hizo perder la calma del corazón.
     ¡Ah! ¡ojalá mis preces puedan llegar hasta ti! Yo las recomiendo al aire, al viento. Sólo el viento, sólo el aire pueden elevarlas hasta la altura de tu mansión. Pero no acostumbrada a tales mensajeros, e ignorando sus encargos, tú no podrás prestar oído atento a la relación que irán a hacerte.
     ¡Torcuato! ¿de qué hablas? ¡Infeliz! Tu delirio es excesivo. Cesa. No haces más que dar pábulo a tu dolor. Cantemos a Reinaldo. He aquí lo único que te es permitido en este lugar.

Noche IV
     Mi delirio ha llegado a su colmo. He visto, sí; he visto a Leonor. ¡Era acaso ilusión! Y bien; Señora, ¿traéis una palabra de vida? Me figuraba que llamándome me dirigía estas palabras:
     «Torcuato; tú eres el primer cantor del Universo; por ti se inmortalizará el nombre de nuestro príncipe, y de todos aquellos que tú honras con tus versos. ¿Quién dejará de cobrarte afecto, cuando distribuyes a tu albedrío la gloria tan apetecida de los hombres? No hay fortuna que tú no iguales.»
     Sí; Leonor, Virgilio, nacido en una aldea del Mincio, habiendo ido miserable a Roma para reclamar algunos estadios de terreno, llegó a ser el amigo de Mecenas y el convidado de Augusto. Sobre todo, Leonor, no estaba prohibido a Virgilio el ver a Livia, el hablar con Julia, y recitar sus versos a las dos. Nuestro príncipe es digno del corazón de Augusto, y yo no soy indigno de la suerte del cantor de Eneas. ¿Qué es lo que estoy diciendo? ¿Por qué, infeliz, me fatigo en vano? Leonor apenas ha fijado en mí ligeramente los ojos. Juraría que ni aun ha reparado en mi persona.
     ¡Ah! En aquellas elevadas torres en donde habita lo que más aprecia mi corazón; en aquellas torres... no hay quien se acuerde de Torcuato.
     ¡Corazones crueles! ¿Qué es lo que al fin merece más aprecio? Vuestro poder puede en un momento destruirse; vuestras riquezas dependen de aquel que os las ha transmitido; despojaos de cuanto os conceden los hombres insensatos, no siempre serán tales, y entonces seréis sólo unos miserables esqueletos dignos de compasión.
     El ingenio se eleva sobre todo, y no está sujeto a ninguna vicisitud. La violencia, el odio, la fuerza, nada puede dañarle. Yo viviré eternamente en la memoria de los hombres; y el tiempo destructor aniquilará bien pronto vuestro nombre, si yo no acudo a sostenerlo.
     ¿Habrá, pues, quien me acuse de arrogancia y llame temeraria mi pasión?¡Oh, edad vil y corrompida! ¿Debo yo estar ciego a tus leyes?
     No; la vileza nunca tuvo cabida en aquella alma candorosa que impera sobre mí. Si algún día llega a oírme, no dudo que me dirá:
     «¡Torcuato! Existe en los corazones humanos un afecto que iguala todas las condiciones, y tú eres tan grande que nadie podrá rehusarte su amor. Una misma corona cine a los reyes y a los poetas, y de éstos reciben los monarcas la palma de la inmortalidad.»
     ¿Y no amaría un alma tan noble y tan virtuosa? Yo... Siempre.

Noche V
     Cortesano; respóndeme y sé veraz. ¿Sigues tú a nuestro príncipe animado tan sólo por la esperanza de arrancar de sus manos alguna liberalidad? -Yo le sigo por un sentimiento puro. Alfonso es tal, que aunque fuese menos rico y poderoso se haría amar del mismo modo. -¿Es decir que tú le amas?
     -Sí. -¿Y qué haces para demostrarle tu amor? -Le presto mis servicios siempre que se digna emplearme en alguna cosa.
     Eres prudente; pero no siendo yo cortesano como tú, hago, sin embargo, mucho más por él. Le preparo un asiento en el templo eterno de la inmortalidad al lado de los más grandes héroes.
     Pero antes te lo preparas a ti mismo.
     Hay en esto una diferencia que se hace notable. Tú sigues al príncipe y le sirves; pero esto lo harás principalmente porque esperas con su protección hacer tu fortuna; y si yo quisiese, podría excluirte de la que me preparo a mí mismo. Él no me paga; porque ni aun esto puede hacer, pues todos sus Estados y todas sus riquezas no serían bastantes para satisfacerme.
     A mí me parece que pones en muy alto precio esta merced que tú le haces. ¿Y es cierto que no esperas de él alguna recompensa?
     ¡Malicioso! Yo no debía haberte llamado. Tú no puedes ser mi juez. Mis servicios son voluntarios. Yo no pido dignidades ni riquezas. ¿Qué necesidad tengo de ellas? No tengo sino una necesidad; aquella que mi doliente corazón me recuerda cada instante; aquella sin la cual siéndome desde mucho tiempo la vida una pesada carga, hubiera bien pronto terminado mi existencia...
     ¡Tú sola me detienes, dulce tormento de mi alma, y por ti sola me es apreciable mi Señor!
     Pero el orgullo de los grandes desprecia esta suerte de homenajes. ¡Desgraciado de mí si me declarase!... Un negocio de estado; ¡un delito!... ¡Un delito el puro afecto; el sentimiento!
     ¿Creéis vosotros que pueda obtenerse con el oro? ¿O no sentís acaso su necesidad?
     ¡Insensatos! Dió la naturaleza a cada uno sentimientos y alma. Falaces instituciones alteraron el orden de las cosas, y sólo se distingue la energía del alma y del corazón.
     ¡Oh! ¿por qué nació ella en un siglo tan corrompido? ¿Por qué su inocente espíritu deberá beber en fuentes tan impuras? Yo pido al Cielo un instante propicio para verla, para declararla...
     ¡Ay infeliz! Cuando llegue este instante ya no será ella cual yo me la figuro. Las grandezas y los aduladores habrán alterado la inocencia de su alma. Ella amará; y ya no será digna de mí.
     ¡Justo cielo! ¿Qué maligno demonio me inspiró tan negra sospecha? Su virtud es incorruptible. ¡Así llegará el instante que yo anhelo!

Noche VI
     Los enemigos de mi gloria se han levantado furiosamente contra mí. Sus gritos resuenan en el Arno, y se propagan velozmente por toda Italia. Yo los destruiré y saldré vencedor en la lucha. Conozco mi causa. Mi «Jerusalén» triunfará del tiempo y de la envidia.
     Pero ¡ay de mí! Otra pérdida mucho más grande podría sufrir aún. -Mi corazón vale seguramente mucho más que cualquier ingenio y cualquier poema. Es tan difícil en estos tiempos hallar otro corazón como el mío, cuanto lo era componer un poema digno rival de la «Eneida». ¿Quién aprecia un corazón cual se merece? ¿Es posible que aun haya quien se atreva a insultarlo? ¡Fatalidad de los tiempos! Se pregunta con arrogancia de qué sirve este don, mayormente si no se trata de un príncipe; y si estando dotado de un corazón tierno y amoroso pretendes la gracia de una mujer de elevada clase, los malignos cortesanos te llaman loco.
     ¡Ah! ¿Qué harás, Torcuato? Seguramente que no te opondrás a tus enemigos. Demasiados peligros te circuyen, y tu causa no puede exponerse sino dentro de ti mismo. Los hombres son feroces adoradores de las divinidades que se han forjado a su capricho.
     Ella es también una divinidad para mí. Pero el culto que yo le tributo no es el del vil cortesano.
     ¡Dios de los cielos! Haz de ella una simple aldeana. Los mismos que hoy me arruinarían porque la adoro, la despreciarán mañana abiertamente, la mirarán con desdén y la dejarán en un absoluto abandono.
     Ella empero nada perderá en mi corazón. Antes bien, adquirirá un nuevo precio, porque estando a cubierto de los peligros de la corrupción, podrá fortificarse más libremente en su virtud.
     ¡Oh! ¡Cómo brillaría entonces su hermosura entre los inocentes atractivos de la simple naturaleza! Bajo sus pies nacerían flores de todas estaciones; los límpidos y cristalinos arroyuelos suspenderían su curso y llevarían sus aguas en torno de ella, codiciosos de besar sus bellos pies; la fresca brisa de la primavera vendría a acariciarla con sus suaves perfumes; saludaríanla con sus cantos las avecillas del bosque; correrían balando inocentemente hacia ella las ovejas, admiradas de ver tan hermosa criatura; la respetarían, la amarían, la adorarían los hombres del lugar; repetido su nombre de boca en boca penetraría en las fastidiosas ciudades y en la corte: los grandes de ella se olvidarían entonces de aquel insensato orgullo, que ahora es su ídolo; ¡y quién sabe si desde lo alto de su opulencia y vanidad, el fastuoso magnate, que mira como una nada a todo el resto de los hombres, no se desdeñaría entonces de ser amado de esta aldeana! Los mentirosos cortesanos aplaudirían prontamente la nueva elegida. Dirían... ¡Qué no dirían para lisonjear la pasión del grande, sus falaces cortesanos!
     ¡Pero en vano! Esta mujer es mía, toda mía. Jamás conoció los humos de la vanidad; jamás pudieron embriagarla. Sólo conoce la rectitud del corazón, el candor de los afectos y la pureza de los sentimientos. ¿Poseéis acaso vosotros alguna de estas virtudes? Si no las tenéis, callad, miserables. Seguramente que no tenéis ninguna, yo lo sé bien, he vivido entre vosotros, y os conozco. ¡Ah, demasiado! También os conoce ella, que educada entre vosotros, se acuerda con desdén y horror de vuestras pérfidas lecciones. Y aunque pudieseis ofrecerle virtudes dignas de ella, temblad sin embargo; hallaréis en mí un temible rival. Sí; yo me presentaré el primero en la palestra, y os disputaré la victoria. Siempre he aborrecido vuestras viles artes. Nunca supe hacer comercio de mi corazón. Yo no busco en el amor sino el amor solo. Vosotros hacéis servir esta noble pasión para otros fines; y si un afecto violento llega a dominaros por un instante, vuestra ambición no tarda en contaminarlo.
     Pero, ¡ay de mí! Ella permanece en el palacio de mi Señor; no se desprende de las seductoras grandezas en que nació, y yo no tendré el consuelo que deseo. ¡Infeliz!
     Entretanto, ¡oh destino cruel!, la guerra suscitada a mi gloria se hace fatal a mi amor. Ella oirá las dudas y los reparos; y quién sabe si tal vez se unirá a mis enemigos para burlarse de mí.
     No; ella no tiene un alma vil. Titubeará sin embargo. Arrojemos de nosotros esta turba de impertinentes; vindiquemos, ¡oh Torcuato!, nuestra gloria; tal vez vindicaremos nuestro amor. Escribamos.

Noche VII
     No, médico. No es propio de tu arte el curar esta calentura. Te engañas, o son falaces sus síntomas. El fuego que arde en mi seno es inmenso. No creas que para mitigarlo basten tus bebidas. Aunque bebiese el Po entero, no sentiría alivio alguno.
     Tú dices que esta fiebre es causa de los accesos a que se abandona mi mente de tiempo en tiempo. ¿Y qué? ¿Parécete acaso que yo deliro? Tú me calumnias. Mi razón es tan sólida como puede serlo la de otro hombre. Mi alma contempla un objeto... ¡Ah! Tú no sabes qué objeto contempla, y con cuánta intensidad...
     Fija los ojos en el sol en un mediodía de julio. Mira con detención su brillante disco, y recoge dentro de tus pupilas su inmenso resplandor. Titubearás dentro de poco, y los objetos que te rodean desaparecerán pronto de tu vista.
     ¡He aquí mi situación! Lleno enteramente del caro objeto por el cual vivo, mi corazón no enferma como pretendes. Guarda, pues, para los miserables sepultados en el lecho del dolor tu ciencia, si alguna tienes, y tus cuidados. Nunca habrás visto otro hombre más sano que yo.
     ¿Y sería posible que un hombre enfermo amase como yo amo? Existo todo en ella, no veo más que a ella; no busco, no quiero otra cosa...
     ¡Crueles! Dejadme en mi felicidad. Si yo diese un paso atrás, entonces tal vez necesitaría de los socorros de vuestro arte. Pero no, serían inútiles: moriría.

Noche VIII
     Yo no soy indócil. Escucho la razón, y la sigo. Cambiaré el título de mi poema; pero éste permanecerá el mismo aun después de tal mudanza. Esta mañana he examinado las objeciones que me han dirigido.
     No creas por eso, mujer divina, que el estudio me haya ocupado hasta el extremo de olvidarte un solo momento. ¿Qué fuerza podría arrancarte de donde ejerces tu imperio con autoridad soberana?
     No; no miento, no exagero. Exageran los amantes vulgares, porque su llama es vulgar. Mi afecto todo es divino. ¡Dios de la naturaleza! Tú mismo, tu mano potente lo ha grabado en mi alma. Su impresión es profundísima, y se ha arraigado en las más recónditas fibras del corazón. Perecerá este corazón, pero antes que él no perecerá ciertamente mi afecto.
     Cuando me detengo en meditar sobre mi obra, siento enardecerse mi pecho. Te veo en Sofronia, en Herminia, en Florinda, y perdóname, Armida misma me recuerda tu imagen. Armida es falaz, pero fué hermosa y amó, y este amor y esta belleza bastan a mi ardiente afecto.
     A veces me pregunto a mí mismo de dónde pude sacar las variadas imágenes de tan seductoras mujeres. Y si éstas, digo, son tan hermosas, ¿cuál debe ser aquella de la que sólo he trazado débiles rasgos, y una sombra? Guarden otros para sí, cualesquiera que sean, las formas que delineó mi imaginación. Su celeste modelo me pertenece. Sí; me pertenece. ¿Quién puede disputármelo? ¿Hay fuerza para ello en la tierra? No las conozco. Yo soy superior a toda fuerza; y si algún día intentase la violencia...
     ¿De qué depende el hilo de mi vida? Un golpe... Y puedo aventurarlo a cada instante. ¿Crees acaso que me falta valor? Quítame la esperanza; y verás...
     La gloria podía hacerme amar la vida. La gloria ejerce un imperio poderoso sobre algunas almas elevadas. Yo creo ya haberla alcanzado, y si la envidia me disputa hoy sus lauros, mañana habrá ya consumado todas sus asechanzas. Yo triunfaré.
     Tú sola entretanto sostienes mi espíritu. La idea de verte, de hablarte, de conmoverte, este solo pensamiento constituye mi vida. Jamás se borrará de mi corazón, aunque la casualidad o los hombres condenen mi amor. ¿Quién puede atentar contra mi alma, y arrancar de ella este pensamiento? Cualquier esfuerzo lo avivaría mucho más. Desafío a todos los tiranos, y a todas las adversidades.
     Pero si esta osadía tuviese lugar, dime, ¿con qué animo podría sostenerla?
     ¡Ay de mí! ¿acaso sabe ella las desgracias que me atormentan? ¿Sabe acaso que ella sola llena enteramente mi alma, y que sólo vivo por ella? No, ella no lo sabe.
     ¡Oh amor sumo e infeliz! Mi desesperación es en vano. Pueden algunos echar en cara su crueldad a la ingrata mujer que les hace sufrir. El pesar o remordimiento de ésta les sirve de compensación; y enfurecida su alma, se consuela con la venganza del desprecio; último remedio de un afecto desgraciado o indomable. Pero yo no quiero semejante compensación; no, no me complaceré jamás en tales venganzas.
     Mas la suerte de los amantes vulgares no debe ser la mía. El objeto que reina en mi corazón, es más elevado que el que reina comúnmente en el de los demás hombres. Todo es nuevo, todo es grande.
     Esta idea me da mayores y nuevas fuerzas.

Noche IX
     Los poetas acostumbran calumniar a las mujeres. Harto lo prueban sus frecuentes invectivas. Aun hacen más; profanan los misterios del amor. ¿Sabes tú la causa de todo esto? La bajeza de sus sentimientos.
     Los de Torcuato son más nobles; y no debes recelar, mujer divina, que lleguen jamás a envilecerse. Conóceme bien, y ten valor.
     He dejado mi lecho antes de la aurora, con el designio de penetrar hasta tu morada. ¿Quién podría detener mis pasos? Habría preguntado por Leonor; la habría dicho... lo que puede decir un hombre desesperado. ¿Tiene ella un alma tan insensible? ¡Ah, Leonor! Hace mucho tiempo que el sueño no ha cerrado mis párpados. Mi corazón palpita siempre. Una inquietud, un delirio... ¡Qué cruel situación, Leonor! Yo no puedo ni sé expresártela. El fuego que me abrasa se eleva hasta mi cerebro. ¿Ves estos ojos inflamados? ¿Ves este anhelo que me consume?
     ¡Ah! ¿Es ella?... Este ruido... Calla, que no se sobresalte, que no retroceda si llega a sospechar que este recinto encierra un hombre. No ignoro que nadie debe penetrar hasta aquí, pero esta severa ley no me comprende, Leonor. ¿Conoces mi pasión? ¿Sabes que no hay fibra en mi pecho en que el amor no haya estampado tu adorada imagen? Id; decidla que la aguardaré hasta la noche, un año entero, un siglo, con tal que venga, que la vea, y la hable.
     Leonor; no quieras imitar a los tiranos: no te hagas reo de un sacrilegio. Tiembla si el amor llega a vengarse. Tú malograrías su obra más admirable.
     Leonor, ten piedad de mí. Ella entra; mis ojos no la pierden de vista. Mi corazón late con violencia. El más leve rumor me conmueve, me agita. Me abraso, me hielo. Ella retrocede. No, no es Leonor.
     Un criado inoportuno baja de una escalera excusada que conduce a la habitación de la que adoro. ¡Ay, si yo pudiese vestir esa librea! Tú no conoces el bien de que disfrutas. ¿Qué hiciste para merecer el vivir a su lado? Eres verdaderamente feliz. Tú ves con frecuencia sus celestiales facciones, oyes su voz suave; y le prestas los servicios que ella se digna pedirte. Cédeme tu lugar.
     El criado atraviesa la sala en silencio, y Leonor no aparece. ¿Hasta cuándo he de perderme en vanos deseos? Todos desechan mis suplicas, todos se hacen sordos a mis ruegos. Yo deliro; ¿dónde me hallo? ¡Cielos, dónde estoy!
     Ven a mi socorro, oh dulce causa de mi dolor. De ti sola depende. ¿Con qué derecho podría quejarme de Leonor, si conociese ella que ya no es el objeto de mi afecto? Tú que lo posees sola y todo entero, debes mostrarte sensible. ¿El esplendor de tu cuna te eximió acaso del agradecimiento? ¡Oh, cielos! ¿Es posible que ella haya aprendido la inhumana moral del orgullo? No. Pero el orgullo la encadena. ¿Qué importa que sus grillos sean de oro? ¿Dejan por esto de ser el instrumento de la violencia?
     ¡Gran Dios! Te agradezco el no haberme destinado a tan alta cuna. Sería sólo un esclavo: no podría disponer ni aun del corazón. Sí: ni aun del corazón.

Noche X
     ¡Traidor! Ya que abrigabas contra mí tan cruel veneno, ¿por qué no traspasabas antes mi corazón con un puñal, cuando estando solos te abrazaba como a un amigo, como a una parte de mí mismo? Entonces no habrías sido más que un asesino. ¡Bárbaro! Tú has excedido la esfera del poder que hasta aquí se ha concedido a los malvados en la tierra, y la has excedido en mi daño.
     No, mujer divina. Mis labios jamás han profanado ni tu nombre, ni mi amor. ¿Quién merecería ser el depositario de este secreto?
     La amistad tiene grandes derechos. Sí, para todos menos para el amor. Orgulloso yo de una pasión que me coloca en un rango, tan superior a los demás mortales, ¿cómo puedes sospechar que hubiese incurrido en la bajeza de confiarla a hombre alguno? Miente quien tal dice: es un malvado.
     Él ha hecho traición a la amistad, y palideció al brillar sobre su cabeza el acero vengador, cuyos golpes sólo pudo evadir con una nueva vileza... herencia infame de su sangre.
     Pero ¿qué importa? Separado del resto de los hombres, arrojado a este asilo del último infortunio, juguete de unos cortesanos viles, hecho el blanco de la ira de un poderoso, que antes era mi protector... Nada es sin embargo todo esto. Ella... ¡aun ella se ha indignado contra mí... contra mí! ¡Tú!
     Pues bien, yo te perdono. Mira si soy desgraciado. La calumnia ha agotado en mí su veneno, y calló mi labio. Pero el ardor de mi pecho se aumenta; y no mintió la calumnia cuando me acusó de haberte amado. Ven, ven. Estaré mudo delante de ti. Mis párpados no harán el más mínimo movimiento, ni se oirá un latido en mi corazón. ¡Oh, en mi éxtasis moriré a tus pies... expiaré en tu presencia mi delito, si alguno tengo!
     Pero ¿cuál es mi delito? Uno solo, Leonor: ¿acusarás a Tasso por haberte amado?
     No; sentimientos más nobles abriga sin duda tu corazón. Volverán a serenarse aquellos ojos que alimentan mi única esperanza, y si consigo estos momentos, en medio de mis crueles miserias, seré el más afortunado de los mortales.
     Ella se acerca. Los acelerados latidos de mi corazón me anuncian que no está muy lejos el momento de verla.
     ¡Ah! Los dos somos desgraciados, y el cielo nos ha sujetado a grandes pruebas. No debes por esto desconfiar, ¡oh tierno objeto de mi inmenso amor! Variará nuestra terrible situación. ¿Podría acaso exasperarse más el rigor del destino que hoy nos oprime?
     ¡Cielos! Pálida... desgreñada... sus labios en convulsión... sus ojos... ¡Oh, qué ojos!... No, yo no puedo sostener su vista.
     Ve: bastante has dicho. Mañana ya no existirá el infeliz que hoy ocasiona tus penas. Es justo. ¡Ojalá vuelva entonces la paz a tu corazón, y con ella recobren tus funciones sus formas divinas! Ellas solas justificarán al desgraciado...

Noche XI
     Mi esperanza se ha desvanecido enteramente. ¡Crueles! ¡Prohibirme hasta la vista del castillo!...
     Pero en medio de mis desgracias me queda un consuelo. Mi pasión se ha temido. No era pues yo un objeto de indiferencia a su corazón. Sí: mis votos han llegado hasta sus oídos. Ella conoce mi amor y mis transportes, y no dudo que excitarán su piedad.
     No deseo otra cosa. Me alejaré de aquellos muros; pero dentro de ellos viviré triunfante en su memoria. Ella dirá: ¡infeliz! Y tal vez, mientras me abandono a mis devaneos, su afecto simpatiza con el mío. Anímate, Torcuato. El amor vence los más grandes obstáculos; ¡y quién sabe qué felices combinaciones se nos preparan!
     ¡Insensato! ¡Qué atrevido vuelo ha tomado mi imaginación! ¿Qué pretendo? ¿Qué espero? Nada, nada. Ya no la volveré a ver: jamás la hablaré. Ella ignora mi sentimiento y mis desgracias. ¿Quién podrá decírselas? ¿Quién? ¿Tienes por ventura algún amigo en la corte? Todos son esclavos del vil interés; todos ocultan la verdad, y abandonan al que cayó en la desgracia. La experiencia me lo ha enseñado mil veces; y no puedo engañarme a mí mismo.
     Mi desgracia es demasiado cierta... irreparable. La esperanza me ha abandonado. ¿Qué recurso te queda, pues, Torcuato?

Noche XII
     Mi infortunio es efecto de una intriga de mis enemigos; pero ellos no han podido abusar de mi amor. Ellos no lo conocen. ¿Cómo podrían conocerlo, cuando yo lo he guardado dentro de mi pecho con tanta escrupulosidad? Torcuato, ¿lo has depositado acaso en el corazón de alguno? Guárdate de hacerlo. Teme hallar un traidor en cada hombre, y rara vez te engañarás. ¿Qué mérito se haría cualquiera que llegase a penetrarlo para asesinarme? Sí, para asesinarme, el bárbaro. Paréceme que oigo la voz del pálido hipócrita susurrar al oído del príncipe. Los primeros acentos bastan para encender su ira. Búscanme luego; preguntan por mí... Estoy perdido.
     Y bien, moriré. ¿Quién pereció nunca por más bella causa? Lejos de la corte, los hombres sensibles y rectos harán justicia a mi corazón. «Él se elevó sobre los poetas de su siglo, dirán, y dió a la moderna Italia un monumento del genio, por el que puede rivalizar con la antigua. Estos títulos autorizan el amor atrevido que abrigó en su pecho. Su corazón debía ser a la par de su talento.» ¡Satélites inicuos! Venid a aprisionarme. Yo no resistiré a vuestra violencia. Todas mis fuerzas se concentrarán en mi corazón para amar con más intensidad al objeto sagrado de mi pensamiento. Las puertas se abren; aquí están los malvados.
     Si a lo menos pudieses ver ¡oh causa inocente de mis desgracias, el infame trato que se da al hombre que te adora!

Noche XIII
     Abandono mi lecho: descorro el cerrojo de la puerta. No quiero perder un momento. Esta puerta debe abrirse libremente al instante que ella aparezca.
     ¡Oh, Torcuato! ¿Qué la dirás cuando pise esos umbrales? ¿Qué diré yo? ¡yo! Me arrojaré a sus pies; y moriré. Sí, morir. En tal situación, ¿podría acaso hallar otro alivio? Entonces ya no deberé esperar que mejore mi suerte. Moriré. ¡Oh, cuán grata me será la muerte después de un placer tan suspirado!
     Le manifestaré mi gratitud. ¡Cuántas veces he pedido al cielo este momento feliz! ¡Mujer divina! ¿Acaso las desgracias de tu amante han excitado tu piedad? ¿Quién te ha hablado de mi pasión?
     ¿Qué digo? ¿Acaso mi amor no está impreso en todos los objetos que me rodean? ¿No está escrito en mi frente, en mis ojos, en todas mis acciones? Mis palabras, mis suspiros, hasta mi mismo silencio, aquel silencio mudo tan largo, tan profundo, ¿no expresan vivamente los afectos de mi corazón? El aire, el aire testigo tanto tiempo de mis sentimientos, de mis votos, de mis suspiros; el aire, sí, herido tantas veces por mi voz lamentable, ha elevado sus tristes acentos hasta el lugar donde ella habita.
     ¡Ah! Si tardases un instante más, virgen celeste, yo no existiría.
     Sus labios se abren: me dicen... ¡Callad, rumores envidiosos! Dejadme gustar el suave sonido de sus palabras.
     ¡Ay de mí! La puerta permanece cerrada. Este cerrojo está inmóvil. ¿Quién hizo retroceder a Leonor? ¿Quién impidió su entrada? ¡Infeliz! ¡infeliz! ¡Ya no la veo! ya no la veré más... ¡Qué silencio!

Noche XIV
     Yo moriré; moriré; no puedo dudarlo. Arrojadme donde queráis. ¿Qué me importa?
     No, no... Sepultad estos restos miserables en la capilla de la corte. Id a vuestro príncipe y decidle: «ésta es la voluntad de Tasso». Escuchará mis votos. Son sagrados los votos de la muerte.
     Allí quiero ser sepultado; allí. Ella es piadosa: acudirá como acostumbra a la tribuna, desde la cual puede observar sin ser vista todo lo que pasa en la iglesia. Entonces descubrirá el lugar donde habré sido sepultado, y leerá, «Aquí yace Tasso». Las letras serán mayúsculas. Decid al escultor que las haga de tal tamaño, que puedan leerse desde aquella elevación.
     ¿Sabes tú quién es el infeliz que reposa aquí? Olvida para siempre sus versos, y acuerdate tan sólo de su amor; de aquel amor infausto que le arrastró al sepulcro. ¡Tú eras su objeto, tú! Ninguna otra mujer supo conmover su corazón. A ti sola te amo, y ¡ay cuánto!... hasta morir.
     Si la piedad te habla, ¡si te inspira alguna súplica de paz!... ¡Mira!...
     ¿Qué paz puede tener un miserable, que ni aun probó sus dulzuras en la tierra? Dicen que el espíritu lleva consigo los postreros sentimientos en los cuales le sorprendió la muerte, y que se fija en ellos para siempre... Verte, hablarte de mi pasión, éstos fueron mis últimos sentimientos. Mi alma, pues, ya no tendrá otros; y yo que no existiré, no podré verte ni hablarte. En vano desearás mi reposo.
     ¡Ah! Yo deliro. ¡Oh! Sí, sí, paz. Tu piedad debe implorarla en mi favor; y sólo por tu intercesión puedo conseguirla. La hubiera también conocido en mis aciagos días, si solamente me hubieses dirigido una benigna mirada.
     ¡Justo cielo! Escucha los votos de su alma: concédeme lo que ella te suplica, y entonces quedará premiada mi fidelidad.

Noche XV
     ¡Oh tú!, a cuya vigilancia estoy confiado como un reo de alto crimen, dime, ¿sabes acaso si ella me ama? Yo la amo; y mi amor excede a toda fuerza humana.
     Tú lo habrás advertido.
     Cuando me ofreces tus servicios y no obtienes respuesta, entonces yo estoy contemplando sus angélicas facciones, y aquellos ojos divinos que la naturaleza concedió a ella sola.
     ¿Te sorprenden mis palabras? ¿Te mostrarás tal vez indiferente? ¡Miserable! Tú no la has visto jamás: tú no conoces sus prendas, no tienes una alma tan sublime que pueda conocerla. No; el cielo sólo hizo dos corazones; el de Leonor y el mío. Entrambos fueron hechos para entenderse, para amarse.
     Pero, ¿qué digo? Los dos se aman ya, y se poseen enteros.
     No me habléis de otra cosa, ni busquéis en mí otra necesidad. Yo no tengo otra sino la de estar seguro de su amor.
     El importuno ha partido; mejor, su presencia empezaba a impacientarme. No era digno de penetrar el secreto de mi pasión.
     Alégrate, pues, Torcuato, y desahoga libremente tu corazón. Ya no debes recelar que ningún testigo descubra tu afecto. ¡Si a lo menos tuvieses aquí un amigo, cuyo corazón sensible a mi penoso estado refiriese a Leonor mis desgracias! Pero ¡yo mismo iré a hablarla! ¿Ves? El voraz incendio de mi pecho ha extendido su fatal influencia a toda mi máquina.
     En otro tiempo sus latidos no eran tan frecuentes ni mortales. Por ti todo esto; sí, por ti; mas estoy contento, y en mi pena cifro toda mi felicidad.
     Dime, pues, ahora; ¿desoirás mis súplicas? ¿Despreciarás mi corazón? ¿Y podría despreciarse un corazón como el mío?

Traducción de Juan Camino

No hay comentarios:

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char