viernes, 3 de mayo de 2013

Éramos reales amanuenses


AUGUST STRINDBERG

(Estocolmo, Suecia, 1849-1912) 

La tierra no está limpia
la vida no es buena
los hombres no son malos
tampoco son buenos
una vez al día
los hijos del polvo
en el polvo deben divagar
nacidos del polvo
al polvo regresan
les dieron pies para arrastrar los pasos
no alas.
¿La culpa es de ellos
o vuestra?
***

Recuerdas,
Éramos reales amanuenses
Obsesionados por ideales,
Ni a Zola ni a Spencer leíamos
Y el realismo era trimestral.
Recuerdas,
Si el banco nos prestaba un duro
Comíamos ostras y buen vino
Y un puro nos anestesiaba.
Rosado era nuestro futuro.
Recuerdas,
Escribíamos para el teatro
Al son del patio de butacas:
Como un café y su buen coñac
O un dulce con queso de postre.
Y ahora
Somos viejos. Tú ya no cantas,
Te consuelan tus subscriptores.
En tu despacho das el callo,
Piensas: non canit plenun Venter.
Y yo
Ya no escribo la bella prosa,
Me sumo en la lengua diaria.
La justicia social me enciende
Y doquier me siento en peligro.
Y ahora
Como y bebo flojo y barato
Procreo y no voy por los bares.
Tú aún comes ostras con tu moza
Y a tus ideales sigues fiel.

Traducción: Jesús Pardo
***
¡Poetas!

¡Poetas!
¿Hasta cuándo canciones de cuna
y arrullos con el soniquete de los sonajeros?
¿Por qué aún biberones y chupetes?
¿No veis que intacta está la leche dulce y
tienen dientes los niños?

¡Poetas!
¿Hasta cuándo asustar a los pequeños
con espantajos cubiertos de jirones?
¡Recoged espadas y escudos herrumbrosos
y que alguien vaya a verlos por vez última
al Museo Nórdico!

¡Poetas!
¿Todavía llorando por ideales perdidos?
¡Tienen todas las épocas su idea propia del mundo,
la tenemos nosotros sobre la realidad!
¡Guarda fidelidad vosotros a las vuestras!
¡Con las nuestras seguimos!

¡Poetas!
¿Por qué nobles salmodias sobre tan nobles temas?
En la vida brindada lo sublime es la vida.
¿Por qué tenéis por cierta la belleza aparente?
Es fea la verdad si hermosa es la apariencia.
¡Lo feo es lo auténtico!

¡Poetas!
¡Callen las anhelantes serenatas a la luz de la luna!
Aunque la luz aún arda en la ventana
en tibias sábanas el ideal se acuesta.
Empieza a envejecer la bella de antaño,
¡busca pausa en la noche!

¡Poetas!
Si no os enronqueció todavía el relente,
y deseáis aprender nuevas baladas,
¡dejad que duerma la bella antaño!
¡entonaremos juntos un canto al nuevo día,
que el sol está aún en su cénit!

Traducción de Carmen Montes Cano
***
En tiempo de verano 
(fragmento)

Pero ella veía el mundo y a las gentes a su manera particular, porque los cristales de las ventanas eran de todos los colores del arco iris; no necesitaba más que mover un poquito la cabeza para ver todo en rojo, amarillo, verde, azul y violeta. Si se trataba de un día de invierno en el que los árboles estaban cubiertos de escarcha como si llevaran hojas de plata, movía un poco la cabeza en la almohada y los árboles devenían verdes; era verano, los campos devenían dorados, el cielo azul; aunque fuese gris en sí mismo. De esa manera ella creía tener poderes mágicos, y nunca se aburría. Pero los cristales tenían otra virtud: al estar combados, lo que estaba fuera se veía unas veces agrandado y otras disminuido. 
Así que cuando el hijo mayor llegaba a casa de mal humor, gritando, la madre lo deseaba de nuevo pequeño y bueno, e inmediatamente lo veía pequeño. O cuando los nietos correteaban por fuera y ella pensaba en su futuro, entonces —un, dos, tres—, entraban en el cristal de aumento y los veía adultos, personas grandes, verdaderos gigantes. 
Pero cuando llegaba el verano, ella hacía abrir las ventanas de par en par; porque la belleza que había fuera no la podían reproducir los cristales. Y fue entonces, en la víspera de San Juan, cuando más hermoso estaba todo y ella yacía tumbada mirando la pradera y los campos, cuando la paloma se puso a cantar. Cantaba la historia de Cristo y la alegría y el esplendor que reinan en el cielo y, con su dulce canto, daba la bienvenida a todos aquellos que estaban abatidos bajo sus cargas y hartos de las penas de esta vida.
***
La señorita Julia
(fragmento)

No soy un hombre vanidoso. He visto que para el pueblo no hay nada sagrado. La vida es un extraño camino, una zafia carrera que nos impele hacia el agua hasta llegar a hundirnos. Tengo un sueño que se repite de vez en cuando, y si mal no recuerdo ahora, estoy sentado en un pilar y no veo forma alguna de bajar, cuando miro hacia abajo me mareo, pero no tengo el coraje de lanzarme, no puedo resistir pero tampoco puedo dejarme caer. Sé que no habrá descanso hasta que no llegue abajo, a la tierra. 
***
Carta a Paul Gauguin
[? febrero de 1895]

Mi querido Gauguin,

Insiste usted en que escriba el prefacio para su catálogo en memoria del invierno de 1894-95, cuando ambos vivimos aquí, detrás del Institut, no lejos del Panthéon, y, sobre todo, cerca del cementerio de Montparnasse.
Realmente me habría gustado ofrecerle este recuerdo para que lo pudiera llevar consigo a esa isla de Oceanía donde pretende buscar un entorno más en armonía con su majestuosa figura. Pero desde el comienzo me hallo en una situación ambigua, y mi respuesta inmediata a su petición ha de ser: «no puedo», o, dicho de manera más brusca: «no quiero».
Al mismo tiempo, le debo una explicación de mi rechazo, que no se debe a la falta de buena voluntad o a una pluma perezosa, aunque me habría resultado fácil culpar a la famosa enfermedad de mis manos, en las que el vello todavía no ha vuelto a crecer1.
La explicación es la siguiente:
No puedo comprender su arte, y no puedo apreciarlo. Su arte (que en este momento es exclusivamente tahitiano) se me escapa, pero sé que esta confesión no le sorprenderá ni le ofenderá, pues usted parece obtener fuerzas del odio de los demás. Ávida de ser dejada en paz, su personalidad se regodea en la antipatía que provoca. Admirado, usted tendría seguidores, y la gente le clasificaría, le encasillaría, pondría a su arte una etiqueta que dentro de cinco años sería usada por los jóvenes para referirse a una forma artística pasada de moda, que ellos intentarían por todos los medios posibles hacer aún más obsoleta.
Yo mismo he intentado hacerlo; he hecho un serio esfuerzo por clasificarle, por ubicarle como eslabón de la cadena, por establecer el curso de su evolución, pero ¡todo en vano!
Recuerdo mi primera estancia en París, en 1876. La ciudad era lúgubre, porque el país todavía estaba de luto tras los recientes acontecimientos y se sentía inquieto respecto al futuro. Algo estaba fermentando. Entre los artistas suecos, el nombre de Zola todavía era desconocido, pues L’Assommoir aún no se había publicado.
Tuve ocasión de presenciar una representación de Rome vaincue en el Théatre Français, cuando una nueva estrella, Madame Bernhardt, fue coronada como una segunda Rachel,2 y mis amigos, jóvenes artistas, me arrastraron a Durand-Ruel3 para ver algo totalmente nuevo en el arte de la pintura. Un joven pintor, entonces desconocido, fue mi guía, y vimos muchos lienzos maravillosos, la mayor parte de ellos firmados por Manet y Monet. Pero como tenía otras cosas que hacer en París aparte de ver cuadros (en mi capacidad como secretario de la Biblioteca de Estocolmo, tenía que rastrear un antiguo misal sueco en la biblioteca de Sainte-Geneviève), contemplé estas nuevas pinturas con tranquila indiferencia. Pero al día siguiente, sin saber bien por qué, regresé, y descubrí «algo» en aquellas extrañas manifestaciones. Vi una muchedumbre apiñada en un malecón, pero no vi a la muchedumbre en sí misma; vi un tren expreso atravesando a toda velocidad la campiña de Normandía; el movimiento de las ruedas en la calle; retratos aterradores, todos ellos de feos viejos que no habían sido capaces de posar en calma. Impactado por estas extrañas pinturas, envié a uno de los periódicos de mi país un artículo en el que intentaba reproducir las impresiones que me parecía que los Impresionistas habían intentado transmitir, y mi artículo alcanzó cierta fama en tanto que pieza del género absurdo.
Cuando regresé a París por segunda vez en 1883, Manet había fallecido, pero su espíritu sobrevivía en toda una escuela que competía por la supremacía contra Bastien-Lepage4. Durante mi tercera visita a París, en 1885, vi la exposición de Manet. El movimiento ya había conseguido abrirse paso. Había causado impacto, y ahora estaba clasificado. En la exposición trienal del mismo año reinó una completa anarquía. Cualquier estilo, color y asunto: histórico, mitológico y naturalista. A nadie le interesaban ya las escuelas o las tendencias. La libertad estaba a la orden del día. Taine había declarado que lo bello no tenía nada que ver con lo atractivo, y Zola que el arte era un segmento de la naturaleza visto a través de un temperamento. A pesar de todo, en el seno de los últimos espasmos del Naturalismo, había un nombre que estaba en todas las bocas: el de Puvis de Chavanne. Destacaba como una contradicción, al pintar con el alma de un creyente, acomodándose al mismo tiempo con facilidad al gusto contemporáneo por la alusión (el término Simbolismo no estaba todavía en uso), término inapropiado para algo tan venerable como la alegoría.
Precisamente en torno a Puvis de Chavanne giraron mis pensamientos ayer tarde cuando, entre los acordes meridionales de la mandolina y la guitarra, contemplé las paredes de su taller, con su mezcla de lienzos bañados por el sol, cuyo recuerdo me persiguió anoche mientras dormía. Vi árboles que ningún botánico reconocería, animales que Cuvier nunca soñó, y figuras que sólo usted pudo haber creado.
Un mar que podría haber fluido de algún volcán, un cielo en el que ningún Dios podría vivir. «Monsieur» (dije en mi sueño), «ha creado usted una nueva tierra y un nuevo cielo, pero yo no me siento a gusto en este mundo suyo. Es demasiado soleado para alguien como yo, que ama el claroscuro. Y su paraíso contiene una Eva que no se ajusta a mi ideal, pues ¡incluso yo tengo algún que otro ideal de mujer!»
Esta mañana fui al Museo de Luxemburgo a echar un vistazo a Chavanne, a quien mi pensamiento seguía escapándose. Con profunda emoción contemplé Le Pauvre pêcheur, atento a la captura que le granjeará el fiel amor de su esposa, que recoge flores, y de su niño que juega.
¡Qué hermoso es esto! Pero entonces caí en la cuenta de la ofensiva corona de espinas del pescador. Odio a Cristo y su corona de espinas. Le digo, Monsieur, ¡le odio! No quiero saber nada de ese Dios lastimoso que pone la otra mejilla. Prefiero tener por Dios a Vitsliputsli5, que devora bajo el sol los corazones de los hombres.
No, Gauguin no viene de una costilla de Chavanne, ni de Manet o de Bastien-Lepage. Entonces, ¿quién es? Es Gauguin, el salvaje que odia una civilización agobiante, una especie de Titán que, celoso del Creador, construye su propia civilización en su tiempo libre, el niño que desmonta las piezas de sus juguetes para hacerse otros nuevos. Alguien que reniega y desafía, y prefiere ver el cielo rojo antes que azul, como hace la mayoría.
Sin duda, ahora que me he calentado al escribir, me parece que voy haciéndome una idea del arte de Gauguin.
Se reprocha a un escritor moderno el no haber descrito a seres humanos reales, sino haber simplemente construido a sus personajes él mismo. ¡Simplemente! ¡Bon voyage, Maître! Y por favor, regrese con nosotros, y búsqueme de nuevo. Quizá para entonces haya logrado una mejor comprensión de su arte que me capacite para escribir un prefacio de verdad a un nuevo catálogo de otra exposición en el Hôtel Drouet. Porque también yo comienzo a sentir una necesidad inmensa de volverme salvaje y de crear un mundo nuevo.
**
1. Strindberg sufría de ataques agudos de psoriasis en las manos, agudizados por sus experimentos químicos con los que pretendía lograr la transmutación de las sustancias. [N. de T.] ↩
2. Referencia a la actriz francesa de origen judío Élisa Rachel Félix (1821-1858), conocida como Mademoiselle Rachel. [N. de T.] ↩
3. La Galería Durand-Ruel, que llegó a ser el marchante de pintura impresionista más importante durante la década de 1880. [N. de T.] ↩
4. Julien Bastien-Lepage (1848-1884), pintor académico de temas realistas, tomados de la vida cotidiana, popular en los salones oficiales. [N. de T.] ↩
5. Dios de la guerra azteca, cuyo culto consistía en la ofrenda de sacrificios humanos. [N. de T.]

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char