jueves, 23 de mayo de 2013

Esta es la monstruosidad del amor, señora


WILLIAM SHAKESPEARE

(Stratford-upon-Avon, Warwickshire, Reino Unido, 1564-ib., 1616) 

De TROILO Y CRESIDA

 Aquiles, Ulises, Agamenón, en el campamento griego y en Troya, a Héctor, Paris, Trolio y Príamo, así como a las bellas Helena y Crésida. Shakespeare nos sitúa en el séptimo año de los diez que duró la invasión y hace una especie de transposición de las costumbres caballerescas de su época, aplicadas a la guerra de Troya. Es una crónica amorosa en medio de la invasión, donde somos testigos la muerte de Héctor en manos de los Mirmidones, guerreros de Aquiles, que lo matan desarmado y después lo arrastran por el campo de batalla.

Salpicada por la vulgaridad y el humor negro, hay discursos de primera como la analogía que hace Ulises entre el caos de su campamento y la estructura que debe haber en la sociedad —la cadena de ser— o la armonía planetaria. Hay bromas por la torpeza y brutalidad de Áyax; hay grilla para convencer a Aquiles que entre a la batalla y lo hace cuando muere su amigo Patroclo.

¿Y Crésida? ¡Ah!, a la bella Crésida la empujan al lecho su tío Pándaro, mientras ella lucha en balde: se trata de un príncipe troyano. Pero ella nos hace saber que cuando las mujeres son cortejadas, son como ángeles y se les promete todo, pero, una vez que han sido conquistadas, todo se acaba, pues «el alma sólo goza en afanarse» (TOMADO DE www.mcasillas.net/21.html).
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Acto I
TROILO: Te digo que estoy loco
por el amor de Cresida; me contestas que "ella es hermosa";
derramas en la úlcera abierta de mi corazón
sus ojos, sus cabellos, sus mejillas, su porte, su voz,
manoseas con tu discurso aquella mano suya,
comparada a la cual todo lo blanco es tinta
que escribe su propio reproche, y cuyo suave tacto
hace parecer áspero el plumón del cisne, y lo más espiritual del sentido
tan curtido como la palma del labriego.
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Acto III
TROILO: Oh, si pensara que una mujer pudiese —
y si así fuese, lo creería de ti—
alimentar eternamente su lampara y llamas del amor,
mantenerse constante en sus votos de juventud
sobreviviendo así la extinción de la belleza, con una mente
que se renueva más rápidamente que la sangre decae!
¡Y si, así persuadido, pudiera convencerme
de que mi integridad y verdad hacia ti
se verían correspondidos con la fuerza y poderío
de una pureza refinada en el amor;
como me exaltaría! pero, por desgracia,
soy tan sincero como la verdad sencilla,
y más simple que la infancia de la verdad.
(...)
CRESIDA: Hay en mí una especie de yo que reside contigo,
pero otro desnaturalizado que se abandonaría a sí mismo
para ser engañado por otro... Eres prudente,
o si no, no me amas, pues ser prudente y amar
excede el poder de los hombres; es propio de los dioses del cielo.
(...)
TROILO: Esta es la monstruosidad del amor, señora, que la voluntad es infinita y la ejecución limitada, el deseo sin confines y el acto un esclavo de los límites.
***
Acto IV
CRESIDA: ¿Y es verdad que he de alejarme de Troya?
TROILO: Una odiosa verdad.
—Qué, ¿y de Troilo también?
—De Troya y de Troilo.
—¿Es posible?
—Y súbitamente: cuando la injuria del azar
quite tiempo a la despedida, desconcierte ásperamente
todo tiempo de pausa, rudamente prohiba a nuestros labios
que vuelvan a unirse, impida a la fuerza
estrecharnos abrazados, estrangule nuestros tiernos votos,
tan pronto como nazcan de nuestro fatigoso aliento ;
nosotros dos, que con tantos miles de suspiros [mente
nos compramos uno al otro, debemos vendernos pobrecon la brevedad y exhalación brusca de uno solo.
El injurioso tiempo, con prisa de ladrón,
amontona ahora su rico botín, sin saber cómo;
y tantas despedidas como estrellas hay en el cielo,
con sus alientos propios y sus besos distintos,
los confunde en un descuidado adiós,
y nos induce a un solo beso hambriento,
amargado por la sal de angustiadas lágrimas.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char