lunes, 18 de diciembre de 2017

¿Has olvidado dar cuerda al reloj?

Laurence Sterne

(Clonmel, Irlanda, 1713–Londres, Inglaterra, 1768)


La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767) 
Fragmentos

Espíritu amable del más fragante humor que haya inspirado nunca la fácil pluma de mi idolatrado Cervantes. Tú que te has deslizado cada día a través de su reja convirtiéndolo con tu presencia en sol radiante la luz crepuscular de su prisión. Tú que has teñido el agua de su jarra con el néctar celestial y que durante todo el tiempo en que escribió sobre Sancho y su amo desplegaste sobre él, sobre su mustio muñón y sobre todos los males de su vida tu manto místico. ¡Vuelve hacia mí tus ojos, te lo imploro! ¡Contempla mis calzones! Son todo lo que tengo en este mundo. Ese lastimoso rasgón me lo hicieron en Lyon.
(...)
Ojalá mi padre o mi madre, o mejor dicho ambos, hubieran sido más conscientes, mientras los dos se afanaban por igual en el cumplimiento de sus obligaciones, de lo que se traían entre manos cuando me engendraron; si hubieran tenido debidamente presente cuántas cosas dependían de lo que estaban haciendo en aquel momento, que no sólo estaba en juego la creación de un ser racional sino que también posiblemente, la feliz formación y constitución de su cuerpo, tal vez su genio y hasta la naturaleza de su mente. 
(...)
 -Por favor, querido -diría mi madre- ¿Has olvidado dar cuerda al reloj? -¡Por Dios! -dijo mi padre profiriendo una exclamación, aunque cuidando al mismo tiempo de bajar la voz- ¿Es que desde que existe el mundo puede haber mujer alguna que interrumpa a un hombre con tan estúpida pregunta? Pero, por favor, me preguntarán, ¿qué es lo que estaba diciendo su padre?
-Nada, no decía nada.
***
El 5 de noviembre de 1718, fecha que para el caso era tan cercana, a los nueve meses naturales, como mi padre podía razonablemente esperar, aparecí yo, el caballero Tristram Shandy, en este ruin y desastroso mundo. Yo hubiera preferido nacer en la Luna o en cualquiera de los planetas (salvo Júpiter o Saturno cuyo clima no resultaría soportable), pues no podría haberme ido peor en ellos (no me pronunciaré acerca de Venus) que en este vil y cochino planeta que, en mi sentir -sea dicho con el mayor respeto-, me parece hecho de los desperdicios y retazos de todos los demás. No porque el planeta en sí no resulte bien, siempre, claro, que uno nazca con un buen título o en una buena casa o sea llamado a desempeñar un buen cargo público, empleo, dignidad o potestad. Como éste no es mi caso y cada cual habla de la feria tal como le fue en ella, insisto en que resulta uno de los más miserables mundos que se haya jamás construido. Y digo esto porque puedo afirmar con todo convencimiento que desde la primera hora en que alenté en él hasta el presente, en que apenas puedo hacerlo gracias al asma que contraje con el viento de Flandes, no he sido más que un juguete de lo que el mundo llama la Fortuna. Y aunque no voy a ganar nada con agraviar de palabra a esta diosa, lo cierto es que en todo lugar me ha hecho sentir el peso de todo mal grande o señalado. Aun con el mejor humor del mundo, no puedo sino decir de ella que en cada etapa de mi vida, en cada vuelta y revuelta de su camino, cuando pudo mostrarse amable conmigo, esta antipática diosa no ha hecho más que abrumarme con la más copiosa granizada de lastimosas desventuras y de infaustos accidentes que jamás héroe alguno haya podido soportar.

Traducción de José Antonio López de Letona
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De Viaje sentimental


«Es cierto que me he pasado la vida enamorado de una u otra princesa; y espero seguir así hasta que me muera, pues estoy convencido de que si algún día cometo alguna acción mezquina será en el intervalo de una pasión a otra. Durante el interregno siento mi corazón como cerrado con llave; no encuentro en él ni una moneda que darle a la miseria.»
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Más de un filósofo peripatético podrá haber advertido que la naturaleza establece, de su propia e indiscutible autoridad, ciertos límites y vallados para circunscribir el disgusto humano, y ha ejecutado su plan de la manera más sencilla, imponiendo al hombre la obligación, casi insuperable, de procurarse el sustento y aguantar los reveses de la fortuna dentro de su patria. Sólo allí proporciona la naturaleza al hombre aquellos objetos acomodados a compartir su felicidad o a ayudarle con el peso de esa desgracia que en todos los tiempos y lugares ha parecido excesiva para un par de brazos. Verdad es que también estamos dotados de cierta facultad restringida que nos permite expandir nuestra felicidad más allá de sus límites. Pero el desconocimiento de las lenguas, la falta de relaciones y dependencias, la diversidad de la educación, hábitos y costumbres, a tal punto nos impiden comunicar nuestras sensaciones fuera de nuestro mundo habitual, que a veces aquel don queda reducido a la más completa impotencia.
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CALAIS
Cuando hube terminado de comer, bebí a la salud del rey de Francia para demostrarme a mí mismo que no le guardaba ningún rencor, sino más bien al contrario: lo honraba en suma por la humanidad de su carácter. Y me crecí unos centímetros por mi favorable conclusión.
«No —pensé—, los Borbones no son en modo alguno una estirpe cruel. Tal vez se hayan dejado engatusar como otro pueblos, pero llevan la bondad en la sangre.»
Mientras era consciente de ese rasgo, sentí cómo me invadía una sensación más delicada que cualquier otra en las mejillas, más cálida y agradable para el hombre que el calor que podría haber provocado el borgoña (uno de al menos dos libras la botella, como el que yo había estado bebiendo).
—¡Por Dios! —exclamé, apartando de una patada mi baúl de viaje—, ¿qué hay en las posesiones de este mundo que aguzan nuestro espíritu y provocan que tantos de nuestros hermanos de buen corazón se enfrenten cruelmente?
Cuando el hombre está en paz con su prójimo, ¡cuánto más ligero que una pluma es el más pesado de los metales en su mano! Saca su bolsa y, levantándola con displicencia y manteniéndola abierta, mira a su alrededor como si buscara un individuo con quien compartir su contenido. Al reflexionar sobre ello, sentí que hasta el último vaso sanguíneo de mi organismo se dilataba; las arterias bombeaban alegremente y al unísono, y toda la energía que alimenta la vida se generaba con tan poca fricción que habría confundido a la précieuse2 más destacada de Francia; pese a todo su materialismo, difícilmente podría haberme calificado de máquina.
«Estoy seguro —me dije— de que habría trastocado sus creencias.»
La ocurrencia de esa idea transportó mi naturaleza, en ese momento, al punto más elevado que podía conquistar. Si antes estaba en paz con el mundo, esto me concilió con mi propio ser.
—Ahora bien, de ser yo el rey de Francia —exclamé—, ¡qué momento para que un huérfano me reclamase el baúl de viaje de su padre!
Traducción de Verónica Canales

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char