jueves, 15 de noviembre de 2018

No me importaba lo que decían las palabras

Dylan Thomas

(Swansea, Gales, 1914-Nueva York, EE.UU., 1953)


Manifiesto poético

Usted quiere saber por qué y cómo empecé a escribir poesía y qué poetas o tipo de poesía me emocionaron e influyeron en mí. Para responder a la primera parte de esta pregunta diría que en primer lugar quería escribir poesía porque me había enamorado de las palabras. Los primeros poemas que conocí fueron canciones infantiles, y antes de poder leerlas, me había enamorado de sus palabras, sólo de sus palabras. Lo que las palabras representaban, simbolizaban o querían decir tenían una importancia muy secundaria: lo que importaba era su sonido cuando las oía por primera vez en los labios de remota e incomprensible gente grande que, por alguna razón, vivía en mi mundo. Y para mí esas palabras eran como pueden ser para un sordo de nacimiento que ha recuperado milagrosamente el oído: los tañidos de las campanas, los sonidos de instrumentos musicales, los rumores del viento, el mar y la lluvia, el ruido de los carros de lechero, los golpes de los cascos sobre el empedrado, el jugueteo de las ramas contra el vidrio de una ventana. No me importaba lo que decían las palabras, ni tampoco lo que le sucediera a Jack, a Jill, a la Madre Oca y a todos los demás; me importaban las formas sonoras que sus nombres y las palabras que describían sus acciones creaba en mis oídos; me importaban los colores que las palabras arrojaban a mis ojos. Me doy cuenta de que quizás, mientras repienso todo aquello, estoy idealizando mis reacciones ante las simples y hermosas palabras de esos poemas puros, pero eso es todo lo que honestamente puedo recordar, aunque el tiempo haya podido falsear mi memoria.

Me enamoré inmediatamente -ésta es la única expresión que se me ocurre-, y todavía estoy a merced de las palabras, aunque ahora a veces, porque conozco muy bien algo de su conducta, creo que puedo influir levemente en ellas, y hasta he aprendido a dominarlas de vez en cuando, lo que parece gustarles. Inmediatamente empecé a trastabillar detrás de las palabras. Y cuando yo mismo empecé a leer los poemas infantiles. y, más tarde, otros versos y baladas, supe que había descubierto las cosas más importantes que podían existir para mí. Allí estaban, aparentemente inertes, hechas sólo de blanco y negro, pero de ellas, de su propio ser, surgían el amor, el terror, la piedad, el dolor, la admiración y todas todas las demás abstracciones imprecisas que tornan peligrosas, grandes y soportables nuestras vidas efímeras.

De ellas surgían los transportes, gruñidos, hipos y carcajadas de la diversión corriente de la tierra; y aunque a menudo lo que las palabras significaban era deliciosamente divertido por sí mismo, en aquella época casi olvidada me parecían mucho más divertidos la forma, el matiz, el tamaño y el ruido de las palabras a medida que tarareaban, desafinaban, bailoteaban y galopaban. Era la época de la inocencia; las palabras estallaban sobre mí, despojadas de asociaciones triviales o portentosas; las palabras eran su propio ímpetu, frescas como el rocío del Paraíso, tales como aparecían en el aire. Hacían sus propias asociaciones originales a medida que surgían y brillaban. Las palabras “Cabalga en un caballito de madera hasta Banbury Cross” (Ride a cock hurse to Banbury Cross), aunque entonces no sabía que era un caballito de madera ni me importaba un bledo donde pudiera estar Banbury Cross, eran tan obsesionantes como lo fueron más tarde líneas como las de John Donne: “Ve a recoger una estrella errante. Fecunda una raíz de mandrágora” (Go and catch a falling star. Get with child a mandrake root), que tampoco entendí cuando leí por primera vez. Y a medida que leía más y más, y de ninguna manera eran sólo versos, mi amor por la verdadera vida de las palabras aumentó hasta que supe que debía vivir con ellas y en ellas siempre. Sabía, en verdad, que debía ser un escritor de palabras y nada más.

Lo primero era sentir y conocer sus sonidos y sustancia; qué haría con esas palabras, cómo iba a usarlas, qué diría a través de ellas, surgiría más tarde. Sabía que tenía que conocerlas mas íntimamente en todas sus formas y maneras, sus altibajos, partes y cambios, sus necesidades y exigencias. (Temo que estoy empezando a hablar vagamente. No me gusta escribir sobre las palabras, porque entonces uso palabras malas, equivocadas, anticuadas y fofas. Me gusta tratar las palabras como el artesano trata la madera, la piedra o lo que sea, tallarlas, labrarlas, moldearlas, cepillarlas y pulirlas para convertirlas en diseño, secuencias, esculturas, fugas de sonido que expresen algún impulso lírico, alguna duda o convicción espiritual, alguna verdad vagamente entrevista que tenga que alcanzar y comprender).

Cuando era muy niño y empezaba a ir a la escuela, en el estudio de mi padre, ante deberes que nunca hacía, empecé a diferenciar una clase de escritura de otra, una clase de bondad, una clase de maldad. Mi primera y mayor libertad fue la de poder leer de todo y cualquier cosa que quisiera.

Leía indiscriminadamente, todo ojos. No había soñado que en el mundo encerrado dentro de las tapas de los libros pudiesen ocurrir cosas semejantes y también tanta charlatanería, tales tormentas de arena y tales ráfagas heladas de palabras, tales latigazos a la charlatanería, una paz tan tambaleante, una risa tan enorme, tantas y tan brillantes luces enceguecedoras que se abrían paso a través de los sentidos recién despiertos y se diseminaban por todas las páginas en un millón de añicos y pedazos que eran todos palabras, palabras, palabras, cada una de las cuales estaba viva para siempre en su propia delicia, gloria, rareza y luz. (Debo tratar de que estas notas supuestamente útiles no sean tan confusas como mis poemas). Escribí infinitas imitaciones, aunque no las consideraba imitaciones sino más bien cosas maravillosamente originales, como huevos puestos por tigres. Eran imitaciones de lo que estuviera leyendo en ese momento: Sir Thomas Browne, de Quincey, Henry Newbolt, las Baladas, Blake, la Baronesa Orczy, Marlowe, Chums, los imaginistas, la Biblia, Poe, Keats, Lawrence, los Anónimos y Shakespeare. Como ve, un conjunto variado y que recuerdo al azar. Mi mano inexperta ensayó todas las formas poéticas.

¿Cómo podía aprender los trucos del oficio sin practicarlos yo mismo? No me interesa de dónde se extraen las imágenes de un poema; si se quieren se pueden sacar del océano más recóndito del yo oculto; pero antes de llegar al papel deben atravesar todos los procesos racionales del intelecto.

Los surrealistas, por otra parte, escriben sus palabras sobre el papel exactamente como emergen del caos; no las estructuran ni las ordenan; para ellos el caos es la estructura y el orden. Esto me parece excesivamente presuntuoso; los surrealistas se imaginan que cualquier cosa que rastrean en sus inconscientes y pongan en palabras o en colores debe ser, esencialmente, de algún interés o valor. Yo lo niego. Una de las artes del poeta es la de tornar comprensible y articular lo que puede emerger de fuentes inconscientes; uno de los usos mayores y más importantes del intelecto es el de seleccionar de entre la masa amorfa de imágenes inconscientes aquellas que mejor favorezcan su finalidad imaginativa, que es escribir el mejor poema posible.
***
De Revista New Verse, en 1934, como respuesta a la pregunta “¿Has sido influido por Freud y cómo lo consideras?”, Thomas responde:
Sí. Aquello que está oculto debería ser desnudado. La poesía, registrando el desvestirse de la oscuridad individual, debe, inevitablemente, echar luz sobre aquello que ha sido escondido por mucho tiempo, y, al hacerlo, debe volver
clara la revelación desnuda. Freud arrojó luz sobre un poco de la oscuridad que reveló. Aprovechando el espectáculo de la luz y el conocimiento de la oscuridad oculta, la poesía debe internarse más en la clara desnudez de la luz aún más
que en las causas ocultas que Freud descubrió. 

(Jackman, 1989, p. 103)
Fuente: sagarevistadeletras.com.ar
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char