miércoles, 6 de enero de 2016

Que sí, señor, venga a mí la destrucción

Elena Anníbali
(Oncativo, Córdoba, Argentina, 1978)


II

plantamos un árbol en la casa de la niebla

se doraban al sol los girasoles
moría otro día
otra noche

el árbol creció, arraigó
en la penumbra

modelaba con hueso su estatura

cada pájaro que probó los frutos
caía en somnoliencia
en ausencia de vida

en la radical ceguera de los muertos
***
V

no, mi casa no se derrumbó
no temblaron los vidrios
ni la araña cayó de la amapola del infierno

todo vino, empezó adentro:
nos tragaba un ojo

éramos o somos
el pan corruptible

por cada hueso hubo una boca
un diente
un hambre distinto

feroz, el ojo eligió
al imprescindible
al Dulce
al que sigue cantando

somos tan tristes sin él
a veces no hay de qué hablar, ¿sabe?
no hay fuerza para decir las cosas de la vida

pero llega la lluvia, a veces,
que es mansa y hace música en las canaletas
llega la lluvia por el este para ungir la herida
para hacer grandes las flores de carne

de ángel se pone el patio

detrás del ligustro, el Dulce renace
me dice: poné, hermanita, tu mano
en mi corazón

hace el mismo ruido que los caballos
¿viste?
¿no es un milagro?
***
VI

muchas veces fuimos pobres
no había dinero para ropa o música, pero
el taladro magnífico de dios
caía contra la mañana

las palomas se desbandaban
como si vieran
la comadreja o el halcón

un pedazo de mí entraba en la amargura
como en el pozo del molino
donde la serpiente infectaba
el agua de beber

yo tenía pocos años y ya era
rigurosamente anciana

sabía que el altísimo podía aplastarme la cabeza
enfermar nuestras ovejas
quitarnos el verano, la poca dicha

pero igual miraba siempre para arriba
y bajito decía
que sí, señor, venga a mí la destrucción
lo que deba venir
soy tu surco, señor,
soy tu surco












La casa de la niebla, Ediciones del Dock, 2015
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char