(Pergamino, Buenos Aires, Argentina, 1926-2017)
In Memoriam
Poema I
Y mirándote, como ahora te miro
muerto sobre una hoja de otoño
una hoja dorada y traslúcida
por esa dificultad que da la muerte
tan profunda y compleja
para la gente del amor
que se muere sencillamente
sin demasiadas estridencias
con el cuerpo desnudo apoyado
en calendarios rotos.
**
Este es el país en que mi madre voló a pedazos
en cenizas ardientes
y la zona donde mi hijo preguntó
por el caballo blanco del Gran Capitán
y la gris estampa escolar
donde la montaña yacía en los ojos del Padre
abatido por los cóndores.
También es la tierra que soportó
a traficantes y ladrones
imbéciles e ignorantes
a cerdos que gritaron triunfantes
y asesinaron y violaron y robaron
ensuciando el mapa terso
que siempre he sospechado como un triángulo de lilas
Este es el país que tuvo aliento largo
en las banderas en ancadas de los caudillos
que enseñaron cómo se muere con limpieza
la muerte como un cándido objeto
como una labranza interminable
y estuvo doblándose por años
en el olor del trigo y en una remota esperanza
de alcanzar un nombre
una certeza
algo que tintineara al pronunciarse
como una copa de plata
Esta es la casa que contuvo
los ojos del asesinado
en los basurales de José León Suárez
y donde yo aprendí
que la justicia podía ser posible
si se pronunciaba como un pan
algo exigible y necesario.
La casa donde el miedo crujió en las noches
de perseguidores oscuros
y contuvo macilentos despachos
con registros de nombres y amenazas.
Este es el país que me enseñó la desolación
pero también la libertad de las palabras
me mostró las calandrias y las torturas
la ciénaga y el cielo alto y tenaz del Paraná.
Esta es ha sido mi casa y no tengo otra.
La casa de los libros amados
sospechosos de herejías y desviaciones ideológicas
con esa rotunda claridad
de los versos quebrados
y de los translúcidos infantes
de pies morados
que se acordaban de Mayo
mirando subir la que no ha sido atada jamás
al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra.
Este es el país que me cubrió de oprobio y de vergüenza
y al que negué tres veces
con un feroz cansancio
pero también el país donde aprendí que hay una libertad última
con palabras voladas en palomas
metálicas
palabras que servían para nombrar cosas anchas y espléndidas
palabras que resistían como clavos
duros e insomnes.
Era mi casa y no he tenido otra.
Jamás diré que ha muerto.
Porque contuvo la garra fina de Alejandro
y se inclinó sobre la greda oscura
de un alfarero
y vio la cara de un muchacho de veinte años
un segundo antes de morir
y desplegó sus lisos cielos australes
para que yo me doliera de la derrota
y tuviera un lugar abierto para llorar
y acunar una furia interminable.
Porque golpeada, amada y traicionada
aún sigue siendo la única casa posible,
jamás diré que ha muerto.
Con los músicos y los poetas
Con los tramposos y los imbéciles
Con la memoria ancha de los puros
Y la angosta memoria de los cobardes
Así, valiente, estrujada, férrea azucena,
insobornable, desgraciada y sucia
vive más allá de las palabras.
Amada, funeral, recién nacida,
Esta pobre, clara, definitiva patria.
**
Como claros inútiles las plazas solitarias
detienen la fealdad de las ciudades
Yo he amado esas cosas que esperan
ser expulsadas de la belleza
y resisten aún entre matas de jacintos amarillos
Ahora cuando encuentro una plaza solitaria
apuro el paso para alejarme
Me repele el hedor de poemas muertos
que exhalan en la tarde
cuando las ciudades asumen su perversa hermosura
y corren, entre latas y perros
con el estupor de los inocentes.
**
Lugar suave la muerte
XX
No hay memoria para su voz áspera y dulce
su voz de vino y de azahares frescos
de una materia suntuosa y a la vez delicada
la voz que circundaba nuestras cabezas cuando en la mesa
nos reuníamos para comer ese pescado gris
que alguien había sacado de las aguas, cerca del puerto
y lo había envuelto en blancos papeles encerados
par dárselo a la madre que lo cocinaba con tomillo
y ajíes profundos y dorados.
su voz de vino y de azahares frescos
de una materia suntuosa y a la vez delicada
la voz que circundaba nuestras cabezas cuando en la mesa
nos reuníamos para comer ese pescado gris
que alguien había sacado de las aguas, cerca del puerto
y lo había envuelto en blancos papeles encerados
par dárselo a la madre que lo cocinaba con tomillo
y ajíes profundos y dorados.
No hay memoria para esa voz oscura y amada con la que un día dijo
Voy a tener que irme.
Voy a tener que irme.
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