domingo, 2 de julio de 2017

Las primeras monedas oscuras de humedad caen

TENNESSEE WILLIAMS
Thomas Lanier Williams
(Columbus, EE. UU., 1911-Nueva York, 1983) 


Rose.
Su cabeza cortada abierta.
Una navaja punzando en su cerebro.
Yo. Aquí. Fumando.

(El poema trata la lobotomía que en 1943 le fue practicada, sin él saberlo, a Rose Williams, su hermana e inspiradora del inolvidable personaje de la adolescente en El zoo de cristal.)
**
 I
En el hielo,
     hacia el norte del tiempo,
     trazaban sus cabriolas
los niños maravillosos.
     Inquietos, expertos patinadores,
     Nunca repetían el mismo dibujo.

     Pero cada dibujo, una vez terminado
debía separarse de los otros y ser alzado pulcramente
sobre verdes, aéreas grúas,
     esquemáticas como golondrinas.

     Ninguno escribió a su casa,
no llegaron boletines acerca de aquel viaje
     que el demonio
pensó que podía detener
con barricadas doradas y púrpuras de papel de estaño,
llevando como rótulos el miedo y otros títulos augustos.
A grandes trancos ellos los sortearon
     ágilmente,
volviendo la cabeza y lanzando gritos de alegría
cuyos ecos resonaron mucho después
que ellos hubieron desaparecido.

II
Mucha agua verde, rumorosa, indefinida,
hablaba de su ausencia, suscitaba
conjeturas en sus casas,
arrastraba hacia las costas recuerdos fantasmales;
     pana y césped,
     canciones inconclusas,
     no resueltos problemas de aritmética,
huellas de los pulgares en las páginas dobladas de los libros.
     El dolor de las madres
     debe estar traspasado
por un suave lenguaje de pájaros, que antes del amanecer
     la nieve deja en la casa, puertas adentro,
a cambio de la ropa blanca en los armarios de la abuela;
     bullicio, gritos en todas direcciones
que atravesaban las ventanas, huertos festoneados
por algo más silvestre que los capullos florecidos.

     Oh, dolor de las madres
cruelmente alimentado por recuerdos de juegos infantiles
     y el refrescante sabor de las manzanas,
por tormentas sorpresivas, por apremiantes llamados
     que llegaban hasta el fondo de la huerta:
     ¡Vuelve! ¡Vuelve!
antes que se ponga demasiado oscuro y lluevan piedras
casi tan grandes como huevos de oca.
     Quietud. Distancia…
     Remolino de polvo,
           una diminuta figura erguida
que se inclina y hace reverencias, que baila una pavana
solemne y alegre y caprichosa sobre la vajilla de familia
     y la hace añicos.
Ahora ha empezado
     a zumbar, a susurrar
los nombres de los perdidos jugadores de béisbol…
Las primeras monedas oscuras de humedad caen sobre
           el diamante…
     Oh, Madre de los chicos de la Montaña Azul,
acércate a la verja y llama: ¡Vuelve! ¡Vuelve!
Los blancos camiones de la leche se apresuran
por las calles sombrías, mojadas de rocío.
     No queda mucho tiempo.

(De “En el invierno de las ciudades”, versión de Juan José Hernández y Eduardo Paz Leston, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1968)

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char