domingo, 18 de julio de 2010

Las cosas del mundo son rocas, Edipo

CESARE PAVESE
(Italia, 1908–1950)



Acerca de Diálogos con Leucó
Por Carlos García Gual
(Fragmentos)

La fuerza del mito

El título de Diálogos con Leucó se le ocurrió a Pavese cuando ya había avanzado en la redac­ción de esos “diálogos breves” (según una carta de 20 de febrero de 1946). De la breve serie de diálogos mitológicos el más antiguo, titulado “Las brujas”, lo escribió el 13 de diciembre de 1945, y el más tardío, “Los hombres”, el 31 de marzo de 1947. El mismo 20 de febrero redactó el prólogo (“avvertenza”), un texto muy bien meditado y que conviene leer bien para enten­der su empeño. (Sorprenden­temente, esas interesantísimas líneas no están en la versión española ya citada). Lo recuerdo íntegro 4:

“De haber podido, habríamos prescindido de buen grado de tanta mitología. Pero estamos convencidos de que el mito es un lenguaje, un medio expresivo, es decir, no algo ar­bitrario, sino un vivero de símbolos al que pertenece, como a todos los lenguajes, una particular sustancia de significados que ningún otro podría expresar. Cuando recogemos un nombre propio, un gesto, un prodigio mítico, decimos en media línea, en pocas sílabas, una cosa sintética y comprensiva, un meollo de realidad que vivifica y nutre todo un organismo de pasión, de estado humano, todo un conjunto conceptual. Y si luego este nombre, este gesto y pro­digio, nos resulta familiar desde la infancia, desde la escuela, mejor que mejor. La inquietud es más auténtica y cortante cuando remueve una materia usual. Aquí nos hemos contentado con servirnos de mitos helénicos dada la perdonable boga popular de esos mitos, su inmediata y tradicional aceptabilidad. Nos horroriza todo lo que es descompuesto, heteróclito, accidental, y pretendemos –inclusive materialmente– limitarnos, darnos un marco, insistir sobre una presencia conclusa. Estamos convencidos de que una gran revelación sólo puede salir de la testaruda insistencia sobre una misma dificultad. No tenemos nada en común con los viajeros, los experimentadores, los aventureros. Sabemos que el más seguro –y el más rápido– modo de asombrarnos, es mirar impertérritos siempre el mismo objeto. En determinado momento nos parecerá –milagroso– que nunca lo habíamos visto”.

Estas líneas ilustran muy bien la actitud de Pavese al recurrir a esa mitología. Que el mito sea un lenguaje sui generis, un instrumento singular para expresar simbólicamente una realidad, o una percepción colectiva o personal de la realidad que no puede presentarse de otro modo, es decir, que está más allá de los moldes expresivos de la lógica, no es una idea original. Ya los pensadores y poetas alemanes del XVIII habían abundado en esa autonomía expresiva del imaginario, y por sus lecturas Pavese conocía muy bien esas teorías simbolistas. Furio Jesi, un temprano y perspicaz estudioso de esos textos, lo detectó muy bien, notando cómo la visión pavesiana enlaza con ese idealismo simbolista y se aparta tanto de la interpretación funcionalista de Malinowski como de la anterior teoría comparatista y evolucionista del ameno sir James Frazer.

Es significativo que Pavese, por lo que respecta al valor simbólico del mito, rechace la teoría de un sentido ‘empírico’, como decía Malinowski, para aceptar más bien –aunque no de un modo ortodoxo– la de Kerényi, es decir, la que parece derivar no de una indagación puramente etnológica, sino de las especulaciones sobre el símbolo con acentos diversos en el ambiente de la poesía germánica, pero más en conexión con la teoría de Goethe que con la de los románticos”5.

Con su pregnancia imaginativa, el mito servía para calmar mejor esa inquietud inextinguible a la que hace alusión; el mito tiene una contenida riqueza y alude a realidades que no alcanza la lógica habitual. Como dice en otro lugar6:

“Un mito es siempre simbólico, por esto no tiene nunca un significado unívoco, alegórico, sino que vive de una vida encapsulada que, según el lugar y el humor que lo rodea, puede estallar en las más diversas y múltiples florescencias”.

Los mitos conservan una fuerza poética propia, singular, que puede ser invocada o resucitada por un buen intérprete. De ahí su potencial literario; y también su alcance especulativo.
“Debes guardarte –sigue diciendo– de confundir el mito con las redacciones poéticas que de él se han hecho o se están haciendo; precede a la expresión que se le da; no es esa expresión; en su caso se puede hablar perfectamente de un contenido distinto a la forma (aunque de una forma por sumaria que sea no se puede prescindir jamás); y esto lo prueba el hecho de que el verdadero mito no cambia de valor, ya se exprese en palabras, con signos, o con música. El mito es, en suma, una norma de un hecho ocurrido de una vez por todas, y extrae su valor de esa unicidad absoluta que lo alza por encima del tiempo y lo consagra como revelación. Por eso se produce siempre en los orígenes, como en la infancia. Está fuera del tiempo.”
No vamos a detenernos ahora en comentar el trasfondo de estas ideas. Sería fácil conectarlas con textos de K. Kerényi, C.G. Jung, Joseph Campbell o Mircea Eliade, por ejemplo. Más interesante ahora es subrayar esa conciencia de que los mitos en toda cultura –y muy claramente en nuestra cultura occidental– circulan a lo largo de la tradición como una herencia colectiva, están arraigados en un imaginario que, aun desligado de su función religiosa, se transmite en la literatura y en el arte, desde los griegos. La tradición reelabora esos mitos en variados formatos y los usa para reflexiones y recreaciones varias. Es lo que Hans Blumenberg ha denominado “trabajo sobre el mito”. En su espléndido libro Arbeit zum Mythos, H. Blumenberg insistió en la “significatividad” que, en un principio, los mitos aportan a la interpretación humana del mundo.

La mitología griega

Desde luego, Pavese no pudo conocer ese libro7, pero habría estado muy de acuerdo con sus tesis sobre la “constancia icónica” de esos relatos que son una y otra vez recontados y reinterpretados. Y que, de modo ingenuo o irónico, viene a calmar esa inquietud ante la realidad cósmica inventando un trasfondo de figuras fantasmales. Pavese, no sólo poeta y novelista, sino ensayista y editor, un intelectual comprometido, conocía varías mitologías, pero era muy consciente de que sólo la de los griegos, al menos para los europeos, ofrecía una respuesta familiar a sus punzantes cuestiones. En principio, porque sus mitos estaban ligados a una educación, y también porque la riqueza de esa mitología, transmitida por una larga literatura, es incomparable, y revela una curiosa y singular “madurez mítica”, ligada a su tradición en una marco histórico y espiritual incomparable.

“La fascinación de los mitos griegos nace del hecho de que posiciones inicialmente mágicas, totémicas, matriarcales, fueron –por la elaboración ágil del pensamiento consciente sobrevenida en los siglos (...) a.C.– objeto de nuevas y profundas interpretaciones, de contaminaciones, de injertos –todo ello presidido por la razón– y de este modo llegaron a nosotros con la riqueza de toda esa claridad y tensión espiritual, aunque también abigarradas de antiguos sentidos simbólicos ajenos”8.
Como ya se ha dicho, los mitos pueden presentarse en formas literarias diversas, y eso sucede ya en la antigua literatura helénica. Tanto la épica como la lírica y la tragedia griegas relatan cada una a su manera los mitos del repertorio tradicional. Y el diálogo puede también servir para ese fin, aunque no sea una de las maneras más usuales y espontáneas para contar ingenuamente los mitos. Elegir ese formato de los diálogos breves –que no apuntan a la mera narración, sino que colorean dramática o irónicamente el texto, con un toque de subjetividad al poner la narración en boca de determinados caracteres–, es seguir un cierto modelo literario. En la tradición griega el de los diálogos de Luciano; en la italiana, los de Leopardi9. (En contraste con los opúsculos del satírico de Samósata, en los de Pavese, que no pretende caricaturizar a los dioses y héroes, no hay tono burlón ni rasgos cómicos, pero sí una inevitable ironía poética, de tintes melancólicos. En esa línea está, desde luego, próximo a Leopardi. La elección de ese formato, de forma muy consciente, subraya esa intención irónica10).

Como se espera, la forma del diálogo breve tiende a rememorar los mitos desde miradas subjetivas. No se trata de resumir los relatos míticos, sino de aludir a ellos y rastrear en ellos sus rasgos inquietantes o notas enigmáticas. Es muy significativo de su idea el hecho de que Pavese anteponga a cada texto unas líneas que resumen de manera previa la escena y cuentan quiénes son los actores del breve encuentro, para situar al lector, que podría desconocer o no recordar ese contexto, por más que los mitos sean conocidos. Digamos que, aunque los personajes sean conocidos, no suelen ser de los más habituales en los tablados de la mitología. Al sesgo de su evocación de los textos clásicos, los encuentros y diálogos abren una perspectiva propia, insinuando aspectos y cuestiones que nos hacen reflexionar sobre la condición infeliz de hombres y dioses, con un toque existencialista y subversivo, de acentos ácidos e irónicos, ecos de su propia inquietud. Como señala Lorenzo Mondo, bajo la superficie mitológica se desliza una honda inquietud.

"El sentido último de estos Diálogos parece resolverse en una contrastada inquietud religiosa, en una anámnesis torturante y recurrente. Conviene de todos modos subrayar su complejidad, su carácter irreductible a una lectura unívoca. Es un libro de fugas y retornos, de ocultamientos y de emergencias. Presenta una arquitectura ambiciosa que a cada paso se desmonta, se abre a representaciones y argumentaciones divergentes, en un continuum que refleja el fluir de una conciencia indecisa”11.

Los Diálogos son un texto de difícil lectura, de un oscuro simbolismo, que puede desconcertar a más de un lector, como de hecho sucedió en su tiempo12; un texto que pareció extravagante e inconfortable a los críticos y a los filólogos, con la honrosa excepción del clasicista Mario Untersteiner, que desde muy pronto comprendió todo el alcance poético y la originalidad de la obra.

La diosa blanca

¿Por qué el título de Diálogos con Leucó? En principio, podríamos ver en ella una alusión al nombre de su amada de esos años: Blanca Garufi. Pero, además, Leucó es diminutivo de Leucótea, “la Diosa blanca”, una figura mítica de discreto relieve en el repertorio antiguo, divinidad menor, pintoresca y marina, muy al margen de los grandes dioses del Olimpo13. Ino Leucótea tiene sólo una aparición relevante en la literatura griega. Aparece en la Odisea, canto V, versos 333 y siguientes, para auxiliar a Ulises, zarandeado en su balsa por una furiosa tempestad enviada por su enemigo Poseidón. Surge del mar como una gaviota y le habla y le da un velo mágico con el cual el héroe debe arrojarse al borrascoso mar, y sobrevivir hasta llegar náufrago a Feacia. En los veintisiete diálogos del libro de Pavese sólo aparece en dos: el primero, el de "Las brujas" (donde charla con Circe y se evoca el episodio del encuentro de Ulises con la maga que transforma a sus huéspedes en cerdos y lobos); y, más adelante, el de "La viña" (donde anuncia a Ariadna, abandonada por Teseo, la pronta llegada de Dioniso). La diosa es una confidente marginal de los amoríos de Circe y Ariadna, amantes de héroes aventureros y seductores. Junto a Las brujas hay en el libro sólo otro encuentro inspirado en la Odisea: La isla, donde dialogan Calipso y Odiseo. (Nuevo tema del abandono y el amor insatisfecho).

De todos modos, recordemos que, siendo el primero de los diálogos, "Las brujas", marcó el camino a seguir; fue el ejemplo para los otros encuentros. Ya en ese texto está el motivo recurrente en tantos otros: la inmortalidad divina se enfrenta a la existencia mortal, y una y otra condición se revelan como insatisfactorias. Los héroes siguen su camino, mientras que las be­llas inmortales, tanto Circe como Calipso, se quedan en sus islas abandonadas. Dejándolas atrás, los astutos héroes se apresuran hacia un destino que acaba en muerte. No sé si Pavese pensaría también en el extraño destino de Leucótea: una mortal que, en su desesperación, se suicida arrojándose al mar, pero a la que los dioses le conceden, raro privilegio, la condición de diosa en las profundidades marinas. De allí emerge para auxiliar a Ulises. Pavese sentía pasión por la Odisea homérica y tuvo un tenaz interés en buscarle una nueva versión italiana. Me parece evidente que en esas imágenes de la parlera Leucótea late el recuerdo del pasaje homérico, aunque la gaviota y el velo ahí no se mencionen.

Pavese recurre a los mitos griegos –o, mejor dicho, a figuras y coloquios fingidos entre personajes de ese mundo imaginario– para dar expresión a sus propias inquietudes y desasosiegos, como si en esas imágenes y en sus destinos trágicos hallara un medio para dar curso a esos anhelos sin respuesta. Bajo las máscaras mitológicas nos invita a asistir a ese intercambio de reflexiones y recelos. Como un pasaporte para el teatro de sombras, como un velo de Leucótea para sobrenadar en la tormenta, extrae del viejo repertorio helénico esas figuras desconcertantes. No le in­teresa referir las hazañas prodigiosas de los dioses y los héroes, no nos recuerda el fulgor de esas fantasías, sino que comenta, a través de esas charlas, despedidas, fracasos, desilusiones, amores sin rumbo, quiebras de la felicidad. Ni la condición divina ni la arrogancia heroica son satisfactorias, y se anhelan en vano una a otra. El destino resulta absurdo e inevitable, y las preguntas se estrellan contra un muro. La selección de personajes y de episodios con final amargo es muy característica. Podríamos recordar, aplicada al juego con los mitos, la frase de Derek Walcott: “Los clásicos consuelan, pero no bastante”. Sólo queda un furtivo placer, o un ambiguo consuelo, en las palabras, en los razonamientos sobre el pasado y el destino, en el juego con las imágenes de esas figuras fantasmagóricas, marionetas ilustradas del teatrillo de la memoria, marginales al Olimpo de los Felices.

Leucó –en la Odisea– emerge del fondo marino como parlera y blanca gaviota. (Las diosas antiguas gustan de esas metamorfosis en veloces aves). Le aconseja a Ulises abandonar su almadía, y, tan sólo abrigado con su velo, echarse a nadar en el mar embravecido. Ulises, un tanto desconfiado siempre ante las ayudas divinas, obedece al rato, y así llega dos días después más tarde a la isla de los feacios. Apenas arriba a la costa, desnudo y náufrago, arroja el héroe de nuevo el velo al mar, como le dijera la diosa marina, y prosigue su complicado regreso.
Podría decirse que los mitos pueden usarse, como el velo mágico de Leucó, a modo de salvavidas ocasional para náufragos en apuros. Pero sólo por un tiempo; es inevitable tener que devolverlo más o menos pronto al mar y enfrentarse de nuevo a la inquietud cotidiana. Para la mayoría de sus lectores de entonces, Diálogos con Leucó resultó una obra muy extraña, una extravagancia difícil de aceptar en la trayectoria del novelista y del poeta comprometido con la ética y estética del realismo contemporáneo. El rechazo de la crítica, desconcertada y escandalizada, fue casi unánime. Pavese se sintió sin duda dolido de esa incomprensión, aunque luego se jactara de cierta alegría ante ese rechazo. Para él era la obra que mejor lo definía, y llegó a escribir –en carta a una amiga y poco antes de su suicidio– que era su “carta de presentación ante la posteridad” (“biglietto di visita preso i posteri”). Junto al cadáver, pues, quiso dejar, no por azar, el libro de los coloquios míticos, como un testimonio de sus inquietudes sin respuesta, como un recorrido por un paisaje antiguo, como un paseo entre sombras y fantasmas de otros tiempos, entremezclados los ecos de la infancia y las siluetas de diosas y héroes de una cálida y ambigua familiaridad, voces antiguas para expresar angustias y dudas de siempre.

Releer los Diálogos con Leucó, un texto tan ambicioso como poco leído, y a la vez recordar cuánto significaron para su autor puede ser, aquí y ahora, cierto desafío intelectual a la vez que un amistoso homenaje. Creo, por otra parte, que es uno de los textos más interesantes de un escritor del siglo XX, uno de los “clásicos” europeos del siglo, en cuanto a la capacidad de sugerencias que ha sabido recobrar, poéticamente, de los antiguos mitos griegos.
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4 Este “prefacio a los dialoguillos” sí está incluido en El oficio de vivir (págs. 275-6, de la traducción argentina citada). Está también en la versión de El oficio de vivir hecha por Esther Benítez (Bruguera Alfaguara, Madrid, 1979, Pág. 400-401). Cito por ésta. que Pavese prefiriera adherirse a esa interpretación simbolista, vinculada a la época del idealismo alemán, y no a las teorías de autores funcionalistas que él editara en la serie de estudios sobre mitología que dirigía en la editorial Einaudi. Como si su sensibilidad como poeta se impusiera a la del novelista y editor atento a las corrientes más modernas.

5 F.Jesi, Literatura y mito. Barral, Barcelona, 1972, pág. 146. Es curioso que Pavese prefiriera adherirse a esa in­terpretación simbolista, vinculada a la época del idealismo alemán, y no a las teorías de autores funcionalistas que él editara en la serie de estudios sobre mitología que dirigía en la editorial Einaudi. Como si su sensibilidad como poeta se impusiera a la del novelista y editor atento a las corrientes más modernas.

6 Véase el ensayo “Del mito, del símbolo y de otras cosas”, recogido en La literatura americana y otros ensayos (Trad. esp. Bruguera, Barcelona, 1987, págs. 305-64). Cita en págs. 308-9.

7 Arbeit am Mythos se publicó en 1979. Ahora tenemos una buena traducción española (de P. Madrigal, Pai­dós. Barcelona, 2003).

8 Cf. Oficio de vivir, pág. 304.

9 Lo señala muy bien Nieves Muñiz, en su Introduzione a Pavese, Laterza, Bari, 1992, pág. 112-3: “Enlazando pues con esa tradición en la que se hallan Platón y Luciano, Pavese cambia la operación realizada en La tierra y la muerte para mostrar el otro lado de la medalla: no ya (o no sólo) drama humano proyecta­do en el mito, sino el mito mismo visto en el doble sentido que ya señalé, mito como proyección del drama humano”. “Al traer al presente la mitología antigua intentaba pues que una operación de extrañamiento destinada a impedir que –a causa de la excesiva familiaridad de los lectores con la versión más difundida– se perdiese su capacidad de sugerencias, pero después utiliza esa misma familiaridad del público con las lecturas escolares como un arma indispensable para dar a la propia obra la profundidad y la credibilidad de los recuerdos infantiles, el solo verdadero mito del hombre moderno” (traducción de Carlos García Gual). Son excelentes también las observacio­nes de Nieves Muñiz sobre la dificultad y el atractivo de Diálogos con Leucó, id., pág 129.

10 “Para quien sabe escribir, una forma es siempre algo irresistible. Corre el riesgo de decir tonterías y de decirlas mal, pero la forma que lo tienta, pronta a embeberse en sus palabras, es irresistible.(Me refiero, por ejemplo, al género del pequeño diálogo mitológico tuyo.” (Oficio, nota del 27 de septiembre del 46).

11 Cf. L.Mondo, Quell´antico ra­gazzo. Vita di Cesare Pavese, Rizzoli, Milán, 2006, pág. 152.

12 Cf. Nieves Muñiz, o.c., pág. 130. También L. Mondo comenta muy atinadamente (o.c, págs. 149-53) el rechazo casi unánime a la obra por casi toda la crítica literaria contemporánea, que no sabía dónde situarla. Pero me parece dudosa su observación sobre la influencia de Nietzsche sobre este texto. Pavese había leído El origen de la tragedia en 1940, es decir algunos años antes de pensar en estos "dialoguillos míticos”, que distan mucho del fervor dionisíaco.

13 Apunto, de pasada, que sólo coincide en el nombre con la poderosa “Diosa blanca” patrocinada por Robert Graves, en un libro que se publicó pocos años después.
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[Resumen de la intervención en el “Congreso Internacional Cesare Pavese”, celebrado en la Universidad Complutense].

Carlos García Gual es escritor y crítico literario. Autor de La antigüedad novelada y Apología de la novela histórica.
Artículo: http://www.elboomeran.com 04/10/2009
Tomado de http://revistaliterariaazularte.blogspot.com/
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LOS CIEGOS
De Diálogos con Leucó

No hay episodio de Tebas en que falte el ciego adivino Tiresias. Poco después de este coloquio comenzaron las desventuras de Edipo -es decir; se le abrieron los ojos y él mismo se los reventó horrorizado.

(Hablan Edipo y Tiresias.)


EDIPO. Viejo Tiresias, ¿debo creer lo que aquí en Tebas se dice: que los dioses te han enceguecido por envidia?
TIRESIAS. Si es cierto que todo nos lo envían ellos, debes creerlo.

EDIPO. ¿Tú qué dices?
TIRESIAS. Que se habla demasiado de los dioses. Estar ciego no es una desgracia distinta a la de estar vivo. Siempre he visto cómo las desgracias llegan a tiempo allí donde deben llegar.

EDIPO: Pero, entonces, ¿para qué sirven los dioses?
TIRESIAS: El mundo es más viejo que ellos. Ya llenaba el espacio y sangraba, gozaba, era el único dios -cuando el tiempo aún no había nacido. Las cosas mismas reinaban entonces. Ocurrían cosas-; ahora, a través de los dioses, todo se ha convertido en palabras, ilusiones, amenazas. Pero los dioses pueden fastidiar, acercar las cosas o alejarlas. No pueden tocarlas ni cambiarlas.
Llegaron demasiado tarde.

EDIPO: ¿Y eres tú, sacerdote, quien dice esto?
TIRESIAS: Si no supiera al menos esto, no sería sacerdote.
Piensa en un niño que se baña en el Asopo. Es una mañana de verano. El muchacho sale del agua y vuelve a ella feliz, se zambulle y vuelve a zambullirse. Se siente mal y se ahoga. ¿Qué papel juegan aquí los dioses? ¿Deberá atribuir a esos su fin, o en cambio el placer que disfrutó? Ni una cosa ni otra. Algo ha acontecido -que no es bueno ni malo, que no tiene nombre-, luego los dioses le darán un nombre.

EDIPO: ¿ Y dar un nombre, explicar las cosas, te parece poco, Tiresias?
TIRESIAS: Eres joven, Edipo, y como los dioses, que son jóvenes, esclareces tú mismo las cosas y las nombras. No sabes todavía que bajo la tierra está la roca, y que el cielo más azul es el más vacío. Para quien no ve, como yo, todas las cosas son un choque, nada más.

EDIPO: Pero, sin embargo, tú has vivido frecuentando a los dioses. Durante largo tiempo te has ocupado de las estaciones, de los placeres, de las miserias humanas. Más de una fábula se cuenta de ti, como si fueras un dios. Y alguna muy extraña, tan insólita que seguramente deberá tener un sentido -tal vez el de las nubes en el cielo.
TIRESIAS: He vivido mucho. He vivido tanto que cada historia que escucho me parece la mía. ¿ Qué decías del sentido de las nubes en el cielo?

EDIPO: Una presencia en medio del vacío...
TIRESIAS: Pero ¿cuál es esa fábula a la que atribuyes un sentido?

EDIPO: ¿Siempre has sido lo que eres, viejo Tiresias?
TIRESIAS: Ah, te comprendo. La historia de las serpientes. Cuando fui mujer durante siete años. Y bien, ¿qué hallas tú en esa historia?

EDIPO: A ti te ha acontecido y tú lo sabes. Pero tales cosas no acontecen sin un dios.
TIRESIAS: ¿Lo crees? Todo puede suceder en la Tierra. No hay nada insólito. En aquel tiempo me disgustaban las cosas del sexo -pensaba que envilecía el espíritu, la santidad, mi carácter. Cuando vi a las dos serpientes gozarse y morderse sobre el muslo, no pude reprimir mi despecho: las toqué con el bastón. Poco después era mujer -y durante años mi orgullo estuvo obligado a soportar. Las cosas del mundo son rocas, Edipo.

EDIPO: ¿Pero es verdaderamente tan vil el sexo de la mujer?
TIRESIAS: Nada de eso. No existen cosas viles, salvo para los dioses. Hay, sí, fastidios, disgustos e ilusiones que al tocar la roca se diluyen. Aquí la roca fue la fuerza del sexo, su ubicuidad, su omnipresencia bajo todas las formas y mutaciones. De hombre a mujer y viceversa (siete años después volví a ver a las dos serpientes), lo que no quise consentir con el espíritu me lo impusieron por la violencia o la lujuria, y yo, hombre desdeñoso o mujer envilecida, me desenfrené como una mujer y fui abyecto como un hombre y aprendí todas las cosas del sexo: llegué a tal punto que, hombre, buscaba a los hombres, y mujer, a las mujeres.

EDIPO: Entonces es verdad que un dios te ha enseñado algo.
TIRESIAS: Ningún dios está por encima del sexo. Es la roca, te digo. Muchos dioses son fieras, pero la serpiente es el más antiguo de todos los dioses. Cuando se oculta bajo tierra, allí tienes la imagen del sexo. Él contiene la vida y la muerte. ¿Qué dios puede encarnar y abarcar tanto?

EDIPO: Tú mismo. Lo has dicho.
TIRESIAS: Tiresias está viejo y no es un dios. Cuando era joven, ignoraba. El sexo es ambiguo y siempre equívoco. Es una mitad que parece un todo. El hombre llega a encarnárselo, a vivir en él como un buen nadador dentro del agua; pero entretanto ha envejecido, ha tocado la roca. Al final le queda una idea, una ilusión: que el otro sexo consiga saciarse. Pues bien, no lo creas. Yo sé que es una vana fatiga para todos.

EDIPO: Es difícil rebatir cuanto dices. Por algo tu historia comienza con las serpientes, y comienza también con el disgusto, con el fastidio por el sexo. ¿Qué le dirías a un hombre íntegro si te jurara que ignora ese disgusto?
TIRESIAS: Que no es un hombre íntegro, que todavía es un niño.

EDIPO: Yo también, Tiresias, he tenido encuentros en el camino de Tebas, y en uno de ellos se habló del hombre, desde la infancia hasta la muerte. También nosotros tocamos la roca. Desde aquel día fui marido y fui padre, y rey de Tebas. Nada hay ambiguo o vano, para mí, en mis días.
TIRESIAS: Edipo, no eres el único que cree esto. Pero la roca no se toca con palabras. Que los dioses te protejan. También yo te hablo y estoy viejo. Sólo el ciego conoce las tinieblas. Me parece vivir fuera del tiempo, haber vivido siempre, y no creo en los días. También dentro de mí hay algo que goza y que sangra.

EDIPO: Decías que ese algo era un dios. ¿Por qué, buen Tiresias, no intentas suplicarle?
TIRESIAS: Todos le rogamos a algún dios, pero lo que sucede no tiene nombre. El niño que se ahoga, una mañana de verano, ¿qué sabe de los dioses? ¿De qué le sirve suplicar? Hay una gran serpiente en cada día de la vida, y se oculta, y nos mira. ¿Alguna vez te preguntaste, Edipo, por qué los desdichados se vuelven ciegos cuando envejecen?

EDIPO: Ruego a los dioses que a mí no me suceda.
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Traducción Marcela Milano
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Leucó o Leucotea, la ninfa cuyo nombre le da su título al libro y de la que conviene recordar que, dentro del círculo de múltiples transformaciones que forman el ámbito mítico e histórico del mundo griego, antes de ser Leucó fue Ino, la hija de Cadmo, que, después de ser enloquecida por Hera, quien tenía celos de ella, echó a su hijo a un caldero de agua hirviendo, se arrojó al mar con su cadáver, y los dioses marinos, apiadados de ella, convirtieron a su hijo en el dios Palemón y a ella en Leucotea, la Diosa blanca, la Diosa de la Niebla, quien con su hijo protege a los marineros y los guía en la tempestad, le escucha decir a Circe, cuando ésta comenta la perenne nostalgia de Odisea, pobre mortal al fin y al cabo, por Itaca, por Penélope, por su hijo, por su perro, nostalgia de la que no lograban apartarlo ninguno de los poderosos encantos de Circe: “El hombre mortal, Leucó, sólo tiene esto de mortal: El recuerdo que lleva y el recuerdo que deja. Nombres y palabras son esto. Ante el recuerdo, también ellos sonríen, resignados”. Y todavía en otro de los diálogos titulado: “Las musas”, Mnemosine le dice a Hesíodo, quien le ha comentado “tú hablas, Mélete, y no puedo resistirte. Si bastara por lo menos venerarte”, que hay otra manera de hacerlo y ante la pregunta de Hesíodo sobre cuál es esa manera, responde: “Intenta decirles a los hombres estas cosas que sabes”.


Tomado de juangarciaponce.com
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Últimas palabras de Cesare Pavese escritas en su ejemplar de Diálogos con Leuco


Perdono tutti e a tutti chiedo perdono. Va bene? Non fate troppi pettegolezzi.

algo así como:

Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Está bien? No chusmeen demasiado.

2 comentarios:

José Villa dijo...

Magnífica publicación, Irene. Este libro de Pavese es una joya de la literatura. No conocía estos comentarios de García Gual. Muchas gracias.
José

Irene Gruss dijo...

¡Son una perla y un hallazgo son! Gracias, José; Irene

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char