lunes, 5 de noviembre de 2012

Los oficios del poeta

DE ARCHIVO


Un fragmento
de El oficio del poeta
de CÉSAR PAVESE

(Italia, 1908–1950)

Lo selvático que nos interesa no es la naturaleza, el mar, la selva, sino lo imprevisto en el corazón de nuestros compañeros hombres. Aquello que con un simple esfuerzo de atención puede devenir voluntad deliberada. La ciudad, la mujer, gastan con nosotros una ferocidad de la cual toda tierra salvaje es solamente un símbolo. Desastres e intemperies nos encuentran resignados, nos dan la muerte, no desencadenan en nosotros lo selvático, como hace la voluntad deliberada que a pasión contrapone pasión. Lo selvático inventa palabras, se trabaja a sí mismo para aclararse en palabras, que luego supuran por dentro y nos desgarran. Al principio es sólo naturaleza: la ciudad es un paisaje, son rocas, alturas, cielo, claros improvisados; la mujer es una fiera, una carne, un abrazo. Después se vuelve palabras; lo natural era sólo un símbolo, y al conocer lo selvático verdadero, hay que aullar.

¿Quién no ha aullado nunca delante de las cosas? La tiniebla de una fronda, los asaltos lastimeros del viento, la impotencia ante una fiebre, nos parecen ricos misterios, misterios de dolor y de peligro, a los que estamos tentados de dar la palabra, para conocerlos y poseerlos mejor. Y darles la palabra quiere decir reducirlos a un nivel humano y ciudadano, hacernos palabra de pronto, expresar y significar la turbia, atroz, pululante selva humana. No hay misterio en las cosas naturales, así como no hay pecado. Cuando más son símbolos.

Decíamos entonces que lo propio de la ciudad y de la mujer –de la vida en común–, cuando hay voluntad deliberada, es residir en símbolos, al choque con los cuales también se tiende nuestra voluntad y, frustrada, nos deja impotentes ante el misterio, el único misterio verdaderamente intolerable que es el contraste de las voluntades.

¿Por qué tendemos a hablar de una mujer por medio de símbolos, a transformarla en cosa absolutamente natural, diciéndonos, por ejemplo, que ella es fiebre, ráfaga, fronda? ¿Buscamos defendernos, con eso, como nos defendemos transformando en paisaje una plaza, una huida por los techos, o abandonándonos a una muchedumbre como si fuese un río? Pero las palabras tienen una extraña vida: pronto se encarnan, y verdaderamente aquella mujer será para nosotros fiebre y fronda, verdaderamente la muchedumbre será río, y la ciudad paisaje, es decir, impasible para nosotros. Entonces se aviva nuestra pasión; la voluntad se debate, aunque comprendiendo que bajo aquellos símbolos y aquellas palabras hay una voluntad adversa que resiste, que es ella misma un misterio perenne, en el cual nosotros no podemos agotarnos y que tampoco nunca podrá agotarse en nosotros. Aquí está lo selvático verdadero.

La soledad en un bosque, en un campo de trigo, puede ser temible, puede matar, pero no nos asusta ni nos mata como hombres, como voluntades apasionadas. Solamente los otros pueden hacernos eso –los otros, el prójimo, la mujer, los compañeros, nuestros hijos–. Frente a éstos, frente a la ciudad, sufrimos, siempre sufrimos a fondo. Nos cambiamos símbolos y palabras, cambiamos golpes, nos tendemos la mano, nos enjugamos a veces el sudor, pero al final del día, fatigados, nos damos cuenta de que con nosotros no hay nadie.

Y sin embargo sabemos que toda nuestra fatiga tenía el único fin de no dejarnos con las manos vacías. ¿Se puede aceptar esto?

Debemos aceptarlo. Basta pensar lo que sería el fin del día, y el mañana, y el porvenir, si desaparecieran los símbolos, si se desvaneciese el misterio, si de noche no estuviésemos solos. Estaríamos más muertos que los muertos.

Ignoraríamos el desear algo. Ignoraríamos que el prójimo –la ciudad, la mujer– siendo sólo misterio, espera de nosotros el golpe y la mano, espera ser desvelado y atormentado, enfrentando a su dolor y a su misterio. Si fuese posible destruir los símbolos, todos los símbolos, nos destruiríamos solamente a nosotros mismos. Podemos descubrirnos siempre más ricos, más sutiles, más verdaderos, podemos sustituirnos, no negar la voluntad que está debajo, la voluntad adversa. En ella tenemos la sangre, el aliento, el hambre. No se escapa a la selva. También ella es un símbolo.

Quien olvida esto y se abandona al dulce sueño –a la confianza de que la mujer y la ciudad no sean sangre, aliento, hambre– se encontrará igualmente solo, desvelado, más solo que nunca. Pero se habrá perdido también a sí mismo.

¿De qué sirve conquistar todo el mundo si uno se pierde a sí mismo? Le tocará, de bastarle las fuerzas, reencontrarse quién sabe dónde. En la saciedad, en la vergüenza, en la muerte. Pero no fuera de la selva.

Debemos aceptar los símbolos –el misterio de cada uno– con la tranquila convicción con que se aceptan las cosas naturales. La ciudad nos da símbolos como el campo nos da frutos. Pero ninguno conoce o posee la planta. Viene de otro mundo. Se deja sembrar o podar, se deja abatir y quemar, pero ¿quién puede decir que esa planta es cosa suya? ¿Quién puede decir que ha tocado el fondo de una voluntad ajena? A veces parece que destruir fuera el único modo. Y está bien. Pero destruir una sola voluntad, una sola planta, si bien es posible, es menos que nada: habrá que pasar a otra, a otra más, y así hasta el infinito. Estupideces. Se tendrá un mundo desierto, una estepa. Que es, después de todo, otro nombre de la selva. Tanto vale aceptar el misterio y poblar la ciudad de símbolos, y el campo de presencias. Y amar todo esto, con cautela desesperada.
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De El oficio de vivir:

1937

17 de noviembre
Los grandes poetas son tan raros como los grandes amantes. No bastan las veleidades, las furias y los sueños; se necesita algo más: cojones duros. Que se llaman también mirada olímpica.

20 de noviembre
Todo cuanto yo podía conceder a la «poesía pura» es el resultado de la unificación estática de cada poesía en el instante contemplativo. Falta la oratoria, al faltar el pensamiento encadenado. Todo se resolverá en una ardiente iluminación de los diversos pensamientos y de las sensaciones entrelazadas. La imagen-relato era esto. Sólo que era un relato hecho con un solo verbo (Mató - Fumó - Bebió - Gozó - etc.).El problema es cómo salir de la simple proposición y escribir períodos. ¿Será como en la novela actual? ¿Sustituir los hechos concatenados por un paisaje interior? ¿Volver a la idea de dar el pensamiento en movimiento?

El modo más ordinario y trivial de narrar el pensamiento es plantear una figura que va construyéndose con el propio pasado y el futuro. El viejecito deSimplicidad. El dios-hombre de Mito. La puta de la Puta campesina. El método de estas poesías es un compromiso entre la posición del personaje y la lógica fantástica de la materia que construye. No cuento solamente su esencia y no cuento solamente mi fantasear. Es siempre ambiguo si ellos piensan o yo los pienso. Me interesan a la vez sus experiencias y mi lógica fantástica. Pero seamos claros: mi lógica es un medio, un modo de ser de sus experiencias. El «descubrimiento de relaciones que es en sí argumento de mi narrar» parece pues una quimera.
Seamos claros: at the back of my head [en el fondo de mi mente] no tolero que el argumento sea el descubrimiento de relaciones. Ni siquiera en el éxtasis el medio es el fin. En la práctica nadie puede contar su estilo: el estilo es por definición algo que se utiliza para un fin.
Cuando el estilo se convierta en un fin, se convertirá en algo objetivo, una situación, y no se ve por qué deba tener mayor dignidad que cualquier otro mundo narrativo.
Del primo de los Mares del Sur decía que hacía esto y aquello, mientras que de la Puta campesina digo que por la mañana vuelve a sentir, sugerido por el ambiente (olores, sol, miembros, cama), el conjunto de su infancia y con este propósito se piensa el sentencioso final.
También del ermitaño del Paisaje I decía que hacía esto y aquello y la novedad respecto a los Mares consistía en que aquellos hechos tenían relaciones fantásticas objetivas. Solamente con el «yo» de Gente desarraigada empiezo a decir que se piensa un conjunto fantástico, y este pensar es materia de relato.
Nace pues del yo-personaje la imagen-relato (cfr. también el yo adolescente de los Mares que en su pequeñez es ya persona de la cual se dice menos lo que hace que lo que piensa). Éste es el punto: el yo escondido del Dios-cabro, el yo de Manía de soledad, el yo de Pensamientos de Dina lo confirman: el yo que narra su pensar ha creado el método de las sucesivas poesías en tercera persona, donde el argumento ya no es lo que hace el personaje sino lo que piensa. La poesía a partir de entonces expresa el conjunto fantástico interno del personaje. Y no tiene importancia específica el que el seco pensar se haya convertido, a partir de El ermitaño, en exuberancia de sensaciones.
Me equivocaba en el Oficio del poeta al afirmar que con El ermitaño he hecho de la imagen el argumento del relato: con El ermitaño he aprovechado por vez primera las sensaciones y sus relaciones, pero los argumentos seguían siendo los hechos.
Así, entrevisto el momento evolutivo, esta claro por qué me parecía que debía hablar de un compromiso. Si la imagen-relato nació empíricamente de la situación de un yo que cuenta sus asuntos en forma de pensamientos (= imágenes), las poesías objetivas, en tercera persona, son una normal transposición a tercera persona de la secular técnica introspectiva. Por aguda o pasmosa que sea la evocación de los diversos conjuntos fantásticos (las imágenes-relato), he aquí que se aclara cómo el tema no es el proceso lógico-fantástico de una mente, sino que sigue siendo lo que esa mente piensa y siente. No el estilo sino el contenido. Lo cual es una conclusión tan normal, que parece estúpida.
Seamos clarísimos: para obtener un verdadero relato del pensar debería evocar el complejo interior de alguien que me dite sobre sus propios modos de pensar. Lo cual no parece un gran tema.

La verdad del lema: «Renunciad a la tierra y la tierra os será dada por añadidura» consiste en esto: que al haber renunciado a todo, se agigantan las pequeñas cosas que aún nos quedan. Es un modo, en suma, de sacarle el jugo a las cosas mínimas habitualmente descuidadas.
Y además hay esto: para los otros, el valor de las cosas que ellos mismos nos niegan, está marcada en gran parte por nuestra avidez de poseerlas. Si miramos hacia otra parte, al punto los propietarios de las cosas las verán desmerecerse entre sus manos, y nos las arrojarán.
Esto para la sabiduría mundana. Pero como la sentencia pretende tener una referencia mística, de ella se sigue un gran daño para el misticismo. ¿Hasta Dios dará un valor a sus creaciones según nosotros las deseemos o no? Un Dios con complejo de inferioridad, ¡quién lo diría!
(...)
***
Imagen: Vincent van Gogh
Peasant Woman Kneeling, 1885

1 comentario:

silvia camerotto dijo...

oh, maravilla. gracias, irene

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char