domingo, 16 de noviembre de 2014

Dicho sea esto de antemano y sin entrar en más detalles

THOMAS MANN

(Lübeck, Alemania, 1875- Zurich, Suiza, 1955)

Confesiones del Estafador Félix Krull
(Fragmento)
Capítulo I

Al tomar la pluma para, enteramente ocioso y retirado del mundo –sano, eso sí, aunque cansado,muy cansado (tanto que quizá sólo pueda avanzar en pequeñas etapas y con frecuentes recesos)–, al disponerme, como decía, a confiar mis confesiones al paciente papel con la pulcra y agradable caligrafía que me es propia, me asalta fugazmente la duda de si también por lo que respecta a mi educación y formación previa estaré a la altura de esta empresa intelectual. Ahora bien, puesto que cuanto he de contar se compone de mis experiencias, errores y pasiones más íntimos e inmediatos y, por consiguiente, domino a la perfección el contenido de mi relato, dicha duda afectaría a lo sumo al tacto y al decoro con que puedo contar a la hora de expresarme, y en estos casos no marcan tanto la diferencia, en mi opinión, unos estudios regulares y bien finalizados como el talento natural y el ser de buena cuna. Esto último se cumple, pues procedo de una familia burguesa refinada, aunque también un tanto disoluta; mi hermana Olimpia y yo estuvimos varios meses bajo la tutela de una señorita de Vevey, quien más adelante, como surgiera cierta rivalidad femenina entre ella y mi madre –en relación con mi padre, para más señas–, tuvo que abandonar su puesto; mi padrino, Schimmelpreester, a quien me unían unos estrechos lazos, fue un artista muy apreciado al que toda nuestra pequeña ciudad llamaba «señor catedrático», si bien es posible que tan bello y deseable título ni siquiera correspondiera a su condición; y mi padre, a pesar de ser redondo y orondo, poseía mucha gracia personal y siempre se esmeraba en expresarse con transparencia y escogiendo las palabras. Por sus venas corría sangre francesa, heredada de su abuela, e incluso había pasado sus años de formación en Francia y, según aseguraba, conocía París como la palma de su mano. Cuánto le gustaba intercalar en su discurso –y, además, con una pronunciación exquisita– giros como «c’est ça», «épatant» o «parfaitement»; también solía decir: «Eso lo voy a goûter», y hasta el fin de sus días contó con el favor de las mujeres. Dicho sea esto de antemano y sin entrar en más detalles. En cuanto a mi talento natural para las buenas formas, no puedo sino estar más que seguro de poseerlo, como toda mi engañosa vida habrá de demostrar, y creo poder confiar en él incondicionalmente también para este testimonio escrito.Por cierto, estoy decidido a proceder con sinceridad absoluta en mis anotaciones y a no regir los reproches de vanidad o desvergüenza. ¡Qué sentido y valor moral podría atribuirse, si no, a unas confesiones elaboradas desde un punto de vista que no sea el de la veracidad!

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char