miércoles, 30 de marzo de 2016

¡Qué dulzura, qué calma, qué solemnidad!

LEON TOLSTOI 

(Rusia, 1828-1910)

Guerra y paz
(Fragmentos)

III

¿Conseguirían o no prender fuego al puente? ¿Quién sería el primero? ¿Lo incendiarían y podrían huir, o bien los franceses se acercarían lo bastante para ametrallarlos y no dejar a uno solo con vida? Estas preguntas acudían voluntariamente a todos los soldados que se encontraban al otro lado del puente y que, a la clara luz de la tarde, contemplaban a aquél, a los húsares y a los capotes azules que se movían al otro lado con las bayonetas y los cañones.

-Esto será terrible para los húsares -dijo Nesvitzki -; ya se encuentran a tiro de metralla.

-No había necesidad de haber mandado a tantos hombres -dijo el oficial de la escolta.

-Sí, ciertamente -opinó Nesvitzki -; para esto, con dos hombres hubiera bastado.

-¡Ah, Excelencia! -intervino Jerkov, sin separar la vista de los húsares pero conservando su tono inocente que no permitía distinguir si hablaba en serio o no -. ¡Ah, Excelencia! ¿Cómo dice usted enviar dos soldados tan sólo? ¿Quién nos daría entonces la Cruz de Vladimir? Más vale que se pierdan todos y que se proponga a todo el escuadrón para la recompensa, porque todos tendremos entonces una condecoración. Bogdanitch ya sabe lo que se hace.

-¡Ah! -dijo el oficial de la escolta -. Ya ametrallan -y señalaba a los cañones puestos en funcionamiento y que avanzaban pesadamente.

Del lado de los franceses donde se encontraban los cañones se levantó una columna de humo, y casi simultáneamente una segunda y una tercera, y, mientras llegaba el ruido del primer disparo, una cuarta. Después oyéronse dos detonaciones, una tras otra, y luego la tercera.

-¡Oh, oh! -dijo Nesvitzki, como si hubiera sentido un dolor muy agudo, y cogió al oficial de la escolta por un brazo -. Mire, ya ha caído el primero. Mire.

-Y me parece que también el segundo.

-Si fuese rey, no haría nunca la guerra -dijo Nesvitzki volviendo la cabeza.

Los cañones franceses se cargaban de nuevo apresuradamente. La infantería de los capotes azules corría hacia el puente; la humareda apareció de nuevo en diversos lugares y zumbó la metralla, estrellándose sobre el puente. Esta vez, sin embargo, Nesvitzki no pudo ver lo que ocurría. Lo cubría todo un humo espeso. Los húsares habían conseguido prender fuego y las baterías francesas tiraban contra ellos no para impedirlo, sino porque los cañones estaban cargados y no sabían contra quiénes tirar. Los franceses pudieron tirar tres veces antes de que los húsares hubiesen tenido tiempo de volver a montar a caballo. Dos de estos disparos estaban mal dirigidos y la metralla pasó por encima de los húsares, pero la tercera cayó en medio del grupo y derribó a tres.

Rostov se detuvo en medio del puente sin saber qué hacer. No había nadie a quien atacar de la forma en que él había imaginado que eran los combates, y no podía ayudar a incendiar el puente porque no había cogido brasa ninguna, como hicieron los demás soldados. Estaba de pie y miraba cuando, de pronto, algo chocó contra el puente con gran estrépito y uno de los húsares más cercanos a él cayó, gimiendo, sobre la baranda. Rostov corrió con los demás. Alguien gritó: "¡Camilla!" Cuatro hombres cogieron al húsar y lo levantaron.

-¡Ay, ay, ay! ¡Dejadme! ¡Por Dios, dejadme!-gritó el herido.

Pero, a pesar de sus gemidos, le tendieron sobre la camilla. Rostov se volvió y, como si buscase algo, miró a lo lejos, al cielo y al sol, sobre el Danubio. El cielo le pareció magnífico. ¡Era tan azul, tan sereno, tan profundo...! ¡Qué majestuoso y claro era el sol poniente! ¡Cuán suavemente brillaba el agua en el Danubio! Y todavía eran mucho más hermosas las azulencas y largas montañas tras el río, los picos misteriosos y los bosques de pinos rodeados de niebla. Allí todo estaba en calma, todo era feliz.

"Si estuviera allí, no desearía nada -pensó Rostov -. En mí y en ese cielo hay tanta felicidad, y aquí... gemidos, sufrimientos, miedo, esta inquietud, esta fiebre... Otra vez gritan algo. De nuevo todos corren hasta allí, y yo corro con ellos. Y he aquí que la muerte está a mi lado. Un solo instante y no veré ya más ni este sol, ni este aire, ni estas montañas..."

Comenzó entonces a ocultarse el sol detrás de las nubes. Ante Rostov aparecieron las camillas, y el miedo de la muerte y de las camillas, y el amor al sol y a la vida, se mezclaban en su cerebro en una impresión enfermiza y trastornadora.

"¡Oh Dios mío, Señor!, Tú que estás en los cielos, sálvame, perdóname y protégeme", murmuró Rostov.

El húsar corrió hacia los caballos; las voces se hicieron más fuertes y más tranquilas y las camillas desaparecieron de sus ojos.

-¡Vaya, camarada, ya has probado el gusto de la pólvora! -le gritó Denisov al oído.

"Todo ha terminado y soy un cobarde, sí, un cobarde", pensó Rostov. Gimiendo, cogió las riendas de Gratchic de manos de un soldado.

-¿Qué era? ¿Metralla? -preguntó a Denisov.

-¡Y vaya metralla! -exclamó Denisov -. Han trabajado como leones, a pesar de que no era un trabajo agradable. El ataque es una gran cosa; siempre de cara; pero aquí, maldita sea, te atacan por la espalda.

Y Denisov se alejó hacia el grupo que, parado cerca de Rostov, formaba el Coronel, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta.

"Me parece que nadie se ha dado cuenta", pensó Rostov.

En efecto, nadie se había percatado, porque todos conocían el sentimiento experimentado por primera vez por el suboficial que todavía no ha entrado en fuego.

-Será considerada una acción excelente -dijo Jerkov-. Quizá me propongan para un ascenso.

-Anuncie al Príncipe que he prendido fuego al puente -dijo el Coronel con alegría y solemnidad.

-Si me pregunta las bajas...

-¡No ha sido nada! -dijo en voz baja el Coronel -. Un muerto y dos heridos -continuó con visible alegría, incapaz de reprimir una sonrisa de satisfacción al pronunciar la palabra "muerto".
***
VIII

Llegado al punto culminante del flanco derecho de las tropas rusas, el príncipe Bagration comenzó a descender hacia donde se dejaba oír un continuado fuego y donde nada se veía, consecuencia de la espesa humareda de la pólvora. Cuanto más se acercaba al llano, más difícil se hacía el ver las cosas, pero más sensible la proximidad del verdadero campo de batalla. Comenzaron a encontrar heridos: dos soldados llevados en brazos; uno de ellos tenía la cabeza descubierta y llena de sangre; del pecho salíale a la boca un estertor y vomitaba frecuentemente. Sin duda la bala le había destrozado la boca o la garganta. El otro caminaba solo valientemente, sin fusil. Gritaba y movía el brazo, donde tenía una herida reciente, de la que brotaba la sangre sobre el capote como de una botella. Su cara daba más sensación de terror que de sufrimiento. Hacía un minuto que había sido herido.

Después de atravesar la carretera comenzaron a bajar por el atajo, y en el declive vieron a algunos hombres tumbados. Encontraron un gran número de soldados, muchos de los cuales estaban heridos. Subían la montaña respirando afanosamente, y, a pesar de la presencia del general, hablaban en alta voz moviendo las manos. Delante, entre el humo, veíanse los capotes grises colocados en fila, y el oficial, al ver llegar a Bagration, corrió gritando tras los soldados que subían en multitud y les hizo retroceder. Bagration se acercó a la fila donde por un lado y por otro oíase el rumor de los disparos, que se sucedían rápidamente y que ahogaban las conversaciones y los gritos del general. El aire estaba impregnado del humo de la pólvora. Las caras de los soldados, ennegrecidas ya, resplandecían de animación. Unos limpiaban los fusiles con las baquetas, otros los cargaban extrayendo los cartuchos de las cartucheras, y otros, en fin, disparaban. Pero ¿contra quién tiraban? No era posible verlo a causa del humo, que el viento era incapaz de barrer. Con frecuencia oíanse los agradables rumores de un zumbido o de un silbido.

"¿Qué será esto?-pensaba el príncipe Andrés al acercarse al grupo de soldados -. No puede ser un ataque, porque no avanzan. Tampoco pueden formar el cuadro, por cuanto no es ésta la formación justa."

***

El jefe de la columna llegaba ya al llano. El encuentro había de efectuarse por aquel lado del declive. El resto del regimiento ruso que se hallaba en fuego se puso en fila apresuradamente y se apartó a la derecha. Por detrás acercábanse, en perfecta formación, dos batallones del sexto de cazadores. No habían llegado aún donde se encontraba Bagration, pero oíanse los pasos lejanos, pesados, cadenciosos, de toda aquella masa de hombres. Al lado izquierdo de la formación marchaba en dirección al Príncipe el jefe de la compañía, un hombre joven y apuesto de redonda cara, de tímida y satisfecha expresión. Evidentemente, en aquel instante no pensaba en nada, a excepción de que iba a desfilar ante su jefe. Poseído de la ambición de ascender, marchaba alegremente, moviendo las musculosas piernas como si nadara. Se erguía sin esfuerzo, y por esta ligereza se distinguía del paso pesado de los soldados, que marchaban acordando sus pasos a los de él. Cerca de la pierna llevaba el sable desnudo, delgado, estrecho, un pequeño sable curvo que no parecía un arma. Volviéndose hacia su superior o hacia el lado opuesto, no sin perder el paso, daba gravemente la media vuelta y parecía que todos sus esfuerzos estuvieran dirigidos a pasar ante su superior de la mejor manera posible, y se presentía que había de considerarse feliz si lo conseguía. "¡A la izquierda...! ¡A la izquierda...! ¡A la izquierda!", parecía que dijera a cada paso. Y siguiendo este compás, el contingente de soldados, agobiados por el peso de los fusiles y las mochilas, avanzaba, y cada uno de ellos, después de cada paso, parecía que repitiese mentalmente: "A la izquierda... A la izquierda... A la izquierda..." El grueso Mayor, resoplando, perdía el paso, tropezando con cada matorral. Un rezagado, jadeante, con el semblante aterrorizado a causa de su retraso, corría con todas sus fuerzas para alcanzar la compañía. Una bala, rasgando el aire, pasó sobre el príncipe Bagration y su escolta, como siguiendo el compás: "A la izquierda... A la izquierda... A la izquierda... "

-Apretad las filas -gritó con voz firme el comandante de la compañía.

Los soldados, describiendo un arco, rodearon algo en el lugar donde había caído la bala. El viejo suboficial condecorado, que se había demorado un poco con los heridos, se unió a su fila; dio un salto para cambiar el paso, pero tropezó y se volvió con cólera. "A la izquierda... A la izquierda... A la izquierda...", y estas palabras parecían oírse a través del lúgubre silencio y del rumor de los pies pisando simultáneamente el suelo.

-Muy bien, hijos míos -exclamó Bagration.

Las palabras "orgulloso de formar" se oyeron por toda la fila. El arisco soldado que desfilaba a la izquierda, al gritar como los demás, dirigió a Bagration una mirada que parecía decir: "Lo sabemos de sobra." Otro, sin volverse, por temor a distraerse, abría la boca, gritaba y continuaba la marcha. Se dio orden de detenerse y de sacar las cartucheras. Bagration recorrió las filas que desfilaban ante él y echó pie a tierra, entregó las bridas a un cosaco, se quitó la burka, estiró las piernas y se compuso la gorra. En lo alto de la loma apareció la columna francesa con los oficiales a la cabeza.

-Dios nos proteja -dijo Bagration con su voz firme y clara.

Se volvió al frente y, balanceando los brazos, con el paso torpe de todo soldado de a caballo, avanzó por el terreno desigual con aparente dificultad. El príncipe Andrés sentíase impulsado hacia delante por una fuerza invencible y experimentaba una gran alegría.

Los franceses estaban ya muy cerca. El príncipe Andrés se encontraba al lado de Bagration; distinguía claramente las charreteras rojas e incluso las caras de los franceses. Veía perfectamente a un viejo oficial enemigo que, con las torcidas piernas enfundadas en las polainas, subía la montaña con grandes esfuerzos. El príncipe Bagration no dio orden alguna, y, silencioso siempre, marchaba delante de las tropas. De pronto, del lado de los franceses partió un tiro, luego otro y después un tercero. En las filas dislocadas del enemigo se dispersaba el humo. Comenzaron las descargas. Cayeron algunos rusos, entre ellos el oficial carirredondo que desfilaba alegremente y con tantas precauciones. En el mismo momento en que se oyó el primer disparo, Bagration se volvió para gritar:

-¡Hurra! ¡Hurra!

Un grito largo le respondió, un grito que recorrió todas las líneas rusas. Pasando ante el príncipe Bagration, pasándose unos a otros, los rusos, en mezcla confusa, pero alegre y animada, bajaron corriendo al encuentro de los franceses, cuyas formaciones se habían roto.

 ***

Un suboficial cogió la bandera, que se balanceaba por ser demasiado pesada para las manos del Príncipe, pero pronto cayó mortalmente herido. El príncipe Andrés volvió a apoderarse de ella y, arrastrando su mástil por el suelo, corrió hacia el batallón. Ante sí veía a los artilleros: unos se batían, otros dejaban las piezas y se iban con el batallón. Y los soldados de infantería franceses se apoderaban de los caballos de los artilleros y daban la vuelta a los cañones. El príncipe Andrés, con el batallón estaba ya a veinte pasos de las piezas. Sentía muy cerca los silbidos de las balas y continuamente, a su derecha y a su izquierda, los soldados caían lanzando gemidos. Pero él no les prestaba atención. Miraba tan sólo hacia delante. Distinguía claramente la cara de un artillero rojo con el quepis de medio lado, que tiraba del escobillón que un francés le quería quitar. El príncipe Andrés veía perfectamente la expresión rabiosa de aquellos dos hombres que visiblemente no sabían lo que les pasaba. "¿Qué hacen?", pensó el príncipe Andrés mirándolos. "¿Por qué no huye el artillero rojo, ya que no tiene ningún arma? ¿Por qué no le mata el francés? En cuanto el otro quiera huir, el francés se acordará que tiene un fusil y le matará." Efectivamente, otro francés se acercó al grupo, preparó su arma y el artillero rojo, que no sabía lo que le esperaba y acababa de arrancar triunfalmente a su contendiente el escobillón, cayó herido. Pero el príncipe Andrés no vio cómo terminó la cosa. Le pareció que algunos soldados, los que tenía más cerca, le golpeaban en la cabeza con todas sus fuerzas. Sentía un dolor agudo, pero lo que más le contrariaba era que tal dolor le distraía y le privaba de ver lo que deseaba.

"Pero... ¿qué es esto? ¿Me caigo? ¿Se me doblan las piernas?", pensó. Y cayó de espaldas.

Abrió luego los ojos para enterarse de cómo había acabado la lucha de los franceses contra el artillero. Quería saber si el artillero rojo había sido muerto o no, si los cañones habían sido salvados o habían caído en manos de los enemigos. Pero no veía nada. Sobre él no se extendía otra cosa que el cielo, el alto cielo, lleno de nubes grises, que pasaban dulcemente. "¡Qué dulzura, qué calma, qué solemnidad! ¡Qué distinto es esto de lo de hace un momento, cuando corría yo, cuando corríamos gritando -pensaba el príncipe Andrés -, cuando nos batíamos, cuando, con los rostros furiosos, descompuestos, el francés y el artillero se disputaban el escobillón! Entonces no desfilaban de esta forma las nubes por el cielo infinito. ¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora de este cielo? ¡Qué contento estoy ahora! Sí, todo es tontería, engaño, fuera de este cielo infinito. No existe nada sino este cielo. Pero ni este mismo cielo existe. No hay sino la calma y el reposo. ¡Alabado sea Dios!"

 ***
-La única cosa de la que doy gracias a Dios es de no haber matado a aquel hombre -dijo Pedro.

-Pero ¿por qué? Matar a un perro rabioso es una buena obra.

-No, matar a un hombre no está bien; es injusto.

-¿Por qué injusto? -repitió el príncipe Andrés -. Los hombres no pueden saber lo que es justo ni lo que es injusto. Los hombres están perdidos y lo estarán siempre; sobre todo en aquello que consideran como lo justo y lo injusto.

-Lo injusto es lo que es malo para otro hombre -dijo Pedro, viendo, gozoso, por primera vez desde que había llegado, que el príncipe Andrés se animaba y empezaba a hablar y quería expresar todo lo que le había hecho cambiar de tal modo.

-Y ¿qué es lo que te enseña lo que es malo para un hombre? -preguntó.

-¿Lo malo? ¿Lo malo? Todos sabemos lo que entendemos por malo -dijo Pedro.

-Sí, todos lo conocemos; pero el mal que conozco por mí mismo, no puedo hacerlo a ningún otro hombre -dijo el príncipe Andrés, animándose lenta y visiblemente y deseoso de explicar a Pedro sus ideas nuevas sobre las cosas.

Hablaban en francés.

-En la vida no conozco sino dos males bien reales: el remordimiento y la enfermedad. No hay otro bien que la ausencia de estos males. Vivir para uno mismo evitando estos dos males, he aquí toda mi sabiduría en el presente,

-¿Y el amor al prójimo, y el sacrificio? -empezó a decir Pedro -. No puedo admitir tu opinión. Vivir sólo para no hacer el mal, para no arrepentirse, es poca cosa. Yo he vivido así, he vivido sólo para mí, y he destruido mi vida. Ahora, cuando vivo, o cuando menos -corrigió Pedro con modestia -cuando procuro vivir para los demás, es cuando comprendo toda la felicidad de la vida. No, no puedo estar de acuerdo contigo y ni tú mismo piensas lo que dices.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char