NO HAY PALABRAS PARA DESCRIBIRLO
Cómo ardieron las hogueras que ya no están, cómo el clima empeoró, cómo la sombra de la gaviota desapareció sin dejar rastro. ¿Era el fin de una estación, el fin de una vida? ¿Fue hace tanto tiempo que pareciera no haber sucedido nunca? ¿Qué es lo que de nosotros vive en el pasado y anhela el futuro, o vive en el futuro y anhela el pasado? ¿Y qué importa cuando la luz entra en el cuarto donde duerme un niño y la madre, despertando, abre los ojos y desea más que nada no ser despertada por lo que no puede nombrar?
De Casi invisible (Visor, 2012)
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La editorial Turner reúne por primera vez en castellano un colección del ensayos del poeta Mark Strand (1934, Prince Edward Island-2014, Nueva York). El autor trabajó en la selección de 'Sobre nada y otros escritos' durante los años que pasó en Madrid e incluyó textos y conferencias inéditos. A continuación, uno de los capítulos:FUENTE: El País. Babelia
A de ausencia. A veces, no siempre, es agradable pensar que otras personas puedan estar hablando de ti cuando no estás presente, que eres el tema de una conversación que no has dirigido hacia ti y cuyo curso depende de tu ausencia. Esto es lo que les pasa a los famosos. Y a los muertos. Pueden ser el alma de la fiesta sin aparecer nunca. Para los que no son famosos ni están muertos, el deseo de no estar abriga en el fondo la esperanza de que se les eche de menos. Que te echen de menos supone ser querido. Ciertamente, no ser el destinatario activo o vivo de lo que se ansía puede parecer un destino penoso. Pero no requiere esfuerzo alguno. Si estás allí, interfieres con el amor que podrían asignarte; si te mueres, te ganas un hueco propio.
B de ‘before’, antes, el antecedente reconocido de ahora, la forma inocente de anteriormente, el primo impreciso y hermoso de “cuando”, la madre trágica de “será”, el suicidio de “demasiado tarde”.
C de Canadá, el país donde nací, el país de mis primeros recuerdos. El país donde mis padres vivieron sus últimos años y donde están enterrados. Fue el escenario de su pena, y era tan grande, estaba tan vacío, que cada día que pasaron allí podían darse por perdidos.
D de Dante, que no ha tenido ninguna influencia en mí, lo cual es una pena. Por otro lado, tampoco estoy seguro de cuál podría haber sido la influencia de Dante, y me resultaría bastante raro leer en algún sitio que influyó en alguno de mis contemporáneos. Qué grandioso, pensaría. Pero la muerte (death), que resulta más accesible —aquí mismo o a la vuelta de la esquina—, ha sido siempre una influencia. Lo que quiero decir es que la muerte es algo ordinario. Si te lo estás pasando bien y piensas que la diversión se acabará, te preocupa la muerte, aunque sea de manera leve e irrelevante. Pero adonde quiero llegar es a otra cosa: a que la muerte es el tema principal de la poesía lírica. La poesía lírica nos recuerda que vivimos en el tiempo. Nos dice que somos mortales. Celebra o reconoce los estados de ánimo, las ideas y los acontecimientos solo en la medida en que existen en el tiempo. ¿Qué significado tendría nada fuera del tiempo? Aun cuando la poesía esté celebrando algo alegre, porta consigo la noticia de que esa alegría en concreto se ha terminado. Es un largo epitafio, un adiós a nuestra discreta estancia en la tierra. Pero su poder difiere de aquello que celebra, ya que no se trata solo de que lamentemos el paso del tiempo, sino también de que de alguna manera nos preservamos de su peso, y cuando leemos poesía, durante esos breves momentos de ensimismamiento, la idea de la muerte parece indolora, incluso bella.
E de ‘ending’, final, los finales de los poemas, las últimas palabras concebidas para devolvernos a nuestro mundo con la ilusión momentánea de que no se ha sufrido ningún daño. Son variadas, y se inscriben en la fantasmagórica secuela de cualquier obra de arte. Buena parte de lo que amamos de un poema, sea cual sea su tema, es que nos deja con la sensación de renovación, de más vida. La vida, por otra parte, no nos prepara para nada, y nos deja sin lugar al que ir. Se detiene.
F de ‘fashion’, moda, de moda literaria, que marca la escritura de un periodo o de una época, y que es prácticamente inevitable, tan inevitable como su hermana Muerte. Hasta la originalidad será lo que un periodo acepte como original, lo que significa que, de algún modo, la ha anticipado aquello de lo que pretende separarse. No hay manera de eludir la moda. Y si nos creemos ajenos a un estilo contemporáneo, lo más probable es que encarnemos sus patrones. Y si pensamos distanciarnos de la moda actual buscando otra moda a la que amoldarnos, es muy posible que sea la que la moda actual haya pronosticado que escogeríamos.
G de goce de escribir. ¡Como si eso existiera! La verdad es que escribir no reporta ninguna goce, al menos a mí, puesto que cuando pienso en mis momentos más felices, ninguno tuvo lugar mientras escribía. ‘G’ también de gardenia, por el dulce tormento con que nos embriaga su aroma. Me recuerdo de joven: cuando el atardecer daba paso a la oscuridad, me perdía entre las estrellas amarillas de las gardenias. Y vagaba por una sensual versión de la galaxia, alejándome cada vez más y más. Aquel deambular era gozo.
H de Hades, que me gusta ver como una influencia, porque se me antoja el más poético de todos los lugares. Es el último recurso, un reino de murallas altas, pero que cuenta con un gran inconveniente: el clima, pues sopla mucho viento, está oscuro y hace frío. Su mayor ventaja es todo el tiempo libre que ofrece. Está justo ahí abajo, debajo del mundo, y es el lugar de descanso de las almas inmortales. Más importante aún: es donde los muertos aguardan una nueva vida, una segunda oportunidad, donde esperan ser recordados, donde esperan renacer en la mente de los vivos. Es un lugar de esperanza. Y Tánatos, o lo que consideramos la personificación griega de la muerte, no es en realidad una personificación, sino una neblina, un velo o una nube que separa a la persona viva de la vida. Para los griegos, que no tenían una palabra para la muerte irreversible, uno no moría: oscurecía.
I de inmortalidad, que para algunos poetas constituye una forma necesaria y creíble de compensación. Mientras que, en teoría, son desdichados en vida, serán recordados cuando todos los demás hayamos caído en el olvido. Ninguno de ellos pregunta por la calidad de ese recuerdo; cómo será el quedarse agazapado en los oscuros corredores de la mente de alguien hasta el momento en que tenga lugar el recuerdo, o el que lo depositen de repente y para siempre de las praderas de la oscuridad. La mayoría de los poetas sabe muy bien que no debe preocuparse por semejantes cosas. Saben que es más que probable que con ellos mueran sus poemas y que de estos nunca más se vuelva a hablar, que sean reemplazados por otros con un aspecto nuevo y con un lenguaje más contemporáneo. Sabe asimismo que, aunque mueran incluso los poemas singulares, lentamente en algunos casos, la poesía continuará existiendo: que su contenido, sus temas constantes, son menos susceptibles de cambiar que las modas del lenguaje, y que aquí es donde podría darse una inmortalidad alternativa, menos brillante. Todos sabemos que un poema puede influir en otros poemas, mantenerse vivo en ellos, de igual modo que en él viven unos poemas anteriores. ¿No podríamos decir, por tanto, que un poema triunfa del todo cuando fomenta su propia revisión y provoca su propia desaparición? Sí, pero, ¿es esto la inmortalidad, o simplemente una forma resuelta de estar muerto?
J de jardín, pero no sé qué jardín. Tal vez el rincón de un jardín determinado; tal vez un jardín en el que hay una silla que espera que alguien se siente en ella. No es un jardín ideal, no es el jardín del Edén, ni un jardín infernal como Bomarzo, ni ordenado como el de la villa Doria Pamphili de Roma, ni desaliñado como el jardín de Bóboli de Florencia. No es un patio trasero. Ha de ser aquel en el que pienso cuando me digo a mí mismo “jardín”: un espacio verde que está recogido y que contiene parte de la acción de un poema, o tal vez nada. Puede que tenga árboles, puede que sus hojas hayan caído. Podría haber nieve, y algunos juncos podrían reunirse en torno al tronco del serbal que crece allí. No lo sé. Pasará un tiempo antes de que lo sepa.
K de Kafka, y la autoridad de su peculiar realismo. En el primer párrafo de La metamorfosis, ha ocurrido lo inexplicable. Gregor Samsa despierta y ve que se ha transformado en un monstruoso insecto. Nuestro asombro queda inmediatamente mitigado por la tranquilidad con que el narrador describe al “nuevo” Gregor, ya que le interesa que nos imaginemos a Gregor mucho más que hacernos sentir algo por él. A lo largo de la historia, mientras Gregor se va desintegrando, nuestros sentimientos por él van aumentando considerablemente. Pero al principio lo único que sabemos es que Gregor ha sufrido una extraña metamorfosis. No se trata de que solo se sienta como un insecto, ni de que su despertar sea una ilusión y en realidad siga en un sueño incómodo. Es un insecto de verdad. La fuerza del relato depende de que aceptemos esta verdad excepcional. Si Gregor gritara al ver por primera vez su cuerpo, dejaríamos de inmediato de creerle. Ello indicaría que sabía o sentía el alcance de su desgracia cuando, en realidad, su desgracia no había hecho más que empezar. La descripción metódica y distante que Kafka ofrece de Gregor, que establece el tono, así como las fases de la historia, dificulta que el lector pueda revertir —aunque quisiera hacerlo— la extravagante premisa de la narración. Sería demasiado trabajo. Los hechos insisten en que cualquier duda que tengamos acerca de lo que ocurrió está condenada a carecer de fundamento. Estamos más seguros, de momento, si creemos en la desventura de Gregor que si no, porque, si no creemos en ella, ¿en qué creeríamos? No habría ninguna historia, y, lo que resulta igual de penoso, no habría ningún universo que acogiera lo inesperado.
Por qué es la pregunta que nos hacemos una y otra vez. ¿Por qué estamos aquí y no allí? ¿Por qué yo soy yo?
L de lago. Prefiero el mar y algunos de los ríos que conozco, pero para escribir me gustan las aguas manejables de los lagos. Un lago es un soporte más flexible. No impone respeto como el mar, que nos obliga a reaccionar de manera bastante predecible: es decir, ante él sucumbimos con excesiva facilidad a sentimientos de asombro, paz o lo que sea. Tampoco nos tienta con indicios de infinitud. Puede que el lago esté hecho para ajustarse a lo que exige la topografía del poema. Los ríos fluirán por un poema, o lo arrastrarán con él, y tienden a oponerse a la contención formal, de ahí que se les compare con frecuencia (erróneamente) con la vida. Tienden asimismo a ser poco profundos, un rasgo que podría identificarse igualmente con la vida, pero no con la poesía. Así que, en cuanto a masas de agua, a mí denme un lago, un lago enorme, o incluso un lago salado, donde las aguas estén tranquilas, donde se pueda reflexionar, donde pueda arrodillarme en la orilla, bajar la mirada y ver mi reflejo. Es una vieja historia.
M de música, de la música que escucho con auriculares cuando escribo prosa, pero no cuando escribo poesía. Lo que escucho una y otra vez son las denostadas composiciones de Delius, Wag¬ner o Chaikovski. Su música no pone en riesgo ni mi necesidad ni mi capacidad de concentrarme. Con todo, me conmueve, me seduce con una confusa certeza rítmica. Todo es mejor; todo está a la altura de las circunstancias que superan, incluso, el exceso afortunado de la música. Escribo como si me encontrara en un mar infinito de cadencias y placeres.
N de Neruda, que fue un genio, pero en cuya obra se mezclan inextricablemente la belleza y la banalidad. Sus poemas constituyen una especie de ilusión. Leerlos es participar en la corrección verbal de lo que universalmente se consideran desigualdades sociales o naturales. Los asuntos mundanos, modificados por unos adjetivos que designan lo celestial o lo extraño, se ven elevados a un reino de valor excepcional. Un sapo es signo de melancolía, el vino es inteligente, un limón es como una catedral. Neruda es un esteticista de lo ordinario. Somos felices cuando lo leemos, porque todo ha alcanzado una condición privilegiada. Después de todo, el universo es bueno. La utopía verbal de Neruda es, dependiendo de la credulidad de cada cual, un antídoto indoloro contra un siglo desgarrador. Su reduccionismo genial ha llevado a la gente a unas actitudes simples y autosatisfechas ante la poesía que, de otra manera, hubieran podido aplicar a otra cosa. N también de nada, que, con toda su modestia ab+rumadora, es la hermana razonable de todo. ¡Ay, nada! Todo puede decirse de ella y se dice. Una ausencia que no conoce límites. El apogeo de la inacción. Puede que la nada haya sido la principal influencia de mi obra. Es el sueño original y el fin de la vida.
O de Ovidio, el primero de los grandes exiliados, cuyo libro de las metamorfosis, cuya elevación de la metamorfosis, del cambio, a un lugar central en el reino de la imaginación, me ha hecho querer hablar de él, aun sin que haya tenido una influencia directa en mis poemas. Después de todo, ¿qué podría yo tomar de sus hermosas historias de ‘Eco y Narciso’, o ‘Jasón y Medea’? ¿Cómo iba yo a poder repetir la ‘Canción de Polifemo’? Con gran esfuerzo por mi parte podría lograr, si acaso, una versión renqueante de su fluidez, y quizá un remedo burdo de sus monstruosos particularismos, pero jamás las dos cosas al mismo tiempo. Fue un surrealista por naturaleza, un poeta de un atractivo inagotable. Y a cambio, el puritano Augusto no le brindó más que el exilio, que lo llevó a orillas del mar Negro, a una ciudad llamada Tomis.
P de paso del tiempo. También de pasaje secreto que escapa del tiempo hacia la quietud de lo que no ha sido aún llamado a ser, el pasaje que lleva al lugar donde nacen los poemas. Y del paso que es el camino de mi pasar, de mi haber nacido, y del paso de lugares hacia la historia y, a través de la historia, hacia el olvido.
Q de ‘questionable’, cuestionable en temas que tienen que ver con la poesía, los versos o las imágenes respecto de los cuales no se nos ocurre ningún precedente y cuyas virtudes se antojan igualmente difíciles de definir. Con el tiempo, nuestros versos e imágenes díscolos pueden llegar a convertirse en nuestros mayores logros, en las verdaderas señas de nuestra autoría. Pero cuando somos jóvenes, tardamos en creer en nosotros mismos y preferimos sonar como escritores más consolidados. Así tenemos la certeza de que lo que hemos escrito es realmente poesía. A la larga, aprendemos a desconfiar de lo que es claramente un derivado, y cultivamos lo que en un principio consideramos una debilidad. Es la parte rara de nuestros poemas, de su idiosincrasia, de sus deslizamientos hacia una incomodidad necesaria, su fragilidad última, lo que atrapa y satisface.
R de Rilke, cuyos poemas son para mí una fuente especial de inspiración, pues lo que me brinda sobre todo su lectura es una sensación de elevación, cierta intención fastuosa y florida de identificar el ser, ciertos momentos de comprensión extática cercana a la verdad, o a lo que creo que es la verdad. Siento que lo indecible ha hallado un lugar en el que ha sido dicho. Pienso ahora mismo en la primera parte de la Trilogía española, y en la novena de las Elegías de Duino, y en ‘Orfeo. Eurídice. Hermes’, y en ‘Lamento’, y en ‘Ocaso’.
S de ‘something’, algo, ese algo que suple una vacante que yo podría cubrir. Tiene una presencia verbal que mi apremiante apetito, o mi ambición, subvierte, malinterpreta o transforma en un atractivo vacío, en un espacio en el que solo yo puedo profundizar. Empiezo con algo como si se tratara de nada (o con nada como si se tratara de algo) porque, muchas veces, lo que he escogido como punto de partida carece de sentido para otros, como cuando, por poner un ejemplo, abro mi ejemplar de Wallace Stevens y mis ojos se posan sobre “sueño agitado”, “perlado” o “razón posterior”. La ‘S’ también corresponde a Stevens. Siempre he recurrido a sus poemas, leyendo fragmentos, saltando de unos a otros, y los he disfrutado a pesar de mi inconstancia, de mi impaciencia. De entre los poetas estadounidenses, admiro por igual a Stevens y a Frost, pero los leo de manera distinta. Stevens influye en mí, cosa que no creo que ocurra con Frost. La dicción de Frost se entrega a la voz; es un sonido continuo que templa el color verbal. En un poema de Frost, lo que cuenta es su naturaleza hablada, algo que anula incluso esos fragmentos periódicos de énfasis profético. Las palabras se sumergen en conjuntos de sentido, de modo que puede imponerse cierto carácter tonal, como un argumento, un gesto extenso que descansa sobre el orden y la dirección de lo que se ha dicho. En Stevens el argumento tiende a ser discontinuo, a estar oculto, a ser misterioso o sencillamente a no existir. Con mayor frecuencia, lo que experimentamos es el poder cautivador de la palabra o la frase. El diseño retórico de sus poemas apunta a la explicación o la anunciación. No es necesario que construya un “lo que viene después”; lo que sigue es una posibilidad, una elección, otra invitación a imaginar.
La verdad es que escribir no reporta ninguna goce, al menos a mí, puesto que cuando pienso en mis momentos más felices, ninguno tuvo lugar mientras escribía
T de tedio, y por tedio no me refiero al abatimiento de la noia de Leopardi ni a la vacuidad sofocante del ennui de Baudelaire. No me refiero a esos encuentros con el vacío que dejan a quien los sufre sumido en la desesperanza o, como se suele decir, en la más profunda depresión. Por tedio me refiero únicamente a esa variedad doméstica del aburrimiento, a la dulce monotonía de la vida cotidiana. Mi tedio es un lujo. En sus brazos soy pasivo. Me siento en cualquier lado y hojeo un libro, o voy a mirar qué hay en la nevera, o hago un rompecabezas. Al poco rato, mi pereza se harta. Trato de liberarme a mí mismo. Tomo un poco de café. Me pongo en marcha. Y me digo que esto no sería así sin el tedio, la más benigna de las presiones.
U de Utah, el entorno occidental de mi tedio indispensable y, en muchos sentidos, su inspiración. Utah es todo lo que no era mi vida antes de trasladarme allí. Es un lugar lento que le aporta a mi tedio su indispensable falta de energía. Charles Wright dice en algún sitio: “Hay tan poco que decir y tanto tiempo para decirlo”. Bueno, pues Utah le da a uno esa sensación por la sequedad y aspereza de su terreno, por la grandeza de su cielo, por su color rojo-amarillento.
V de Virgilio, que cogió lo que era un fragmento fugaz de la música de fondo de Homero, el compás de la elegía, y lo convirtió en la condición esencial e inevitable de la Eneida. Todos esos exquisitos pasajes de lamentos y de cansancio, del tiempo que pasa y la vida que se pierde, toda esa gracia elegiaca que parece hacer de la Eneida un prolongado poema lírico, consagran a Virgilio como el primer gran jardinero del paisaje del dolor y el padre de la elegía pastoril. ¿Es o no una ironía difícil de captar que nuestra visión de la elegía pastoril derive en tal medida de la belleza del inframundo? Yo solo sé que cualquier descripción del paisaje guarda en sí un elemento esquivo e inalcanzable que va más allá de los ciclos estacionales con todo lo que significan, y que sugiere una especie de florecimiento constante de una finalidad en la que nos enfrentamos a los límites del sentimiento. Acabamos lamentando la pérdida de algo que nunca llegamos a poseer.
W de ‘what’, qué, de qué pudo ser o qué podría haber escrito. ¿Puede influirme lo que pude haber hecho y no hice? Como si tuviera aún la elección de escribir lo que no pude, o lo que no escribí sin más. Como si lo que hubiera podido escribir existiese, siquiera como posibilidad. Aun así, a veces me digo que si no hubiera hecho esto, habría podido hacer aquello, aunque no sé el qué. Lo que pude haber escrito juzga, oscura y escuetamente, lo que he escrito. Concita todo lo que de ser hay en ello, y, sin que lo haya invitado, viene a visitarme. También de qué no hubiera escrito nunca porque no podría haberlo escrito ni en sueños. Una previsible fuente de desdicha que, en realidad, supone un alivio. Piénsese en el gran poeta que yo habría sido de haber escrito los primeros cien versos, aproximadamente, del libro xiii del Preludio de 1805. Tendría que destruir todo lo demás que he escrito para que la gente no dijera: “¡Cómo ha decaído la obra de Strand!”. Así que yo no sería yo y no tendría mis poemas ni nada por lo que preocuparme. ‘W’ de Wordsworth, que escribió lo que yo no escribí, ni podría haber escrito, ni escribiré.
X de la ‘x’ de tachar, lo que de influencia no tiene nada. Supone, sin embargo, una actividad sensata, que me gustaría hacer menos, aunque mis detractores tal vez piensen que debería hacer más. Pero tachar no es tan malo. Un verso tachado es menos precioso que antes de que se tomara esa drástica medida. Uno puede llegar a cogerle gusto a deshacerse de esto o de aquello. Es como hacer dieta. Si bien, por otro lado, cercenar un brazo o una pierna quizá no sea el procedimiento ideal para perder peso.
Y de ‘why’, por qué. Por qué es la pregunta que nos hacemos una y otra vez. ¿Por qué estamos aquí y no allí? ¿Por qué yo soy yo? ¿Por qué no soy un pez de colores en el acuario de un restaurante de las afueras de Des Moines?
Z de zenit, la influencia definitiva. Es el punto más alto del cielo sobre nosotros; es adonde apuntan algunos sombreros y lo que rechazan los paraguas; es el extremo final de los más altos pensamientos y la divina refutación de la tierra y lo terrenal; es el punto extremo de contacto con la otredad extrema; es el lugar de descanso final y el término celestial de los poemas que merece la pena tener.
Recogido en ‘Sobre la nada y otros escritos’ de Mark Strand. Traducción de Juan Carlos Postigo Ríos. Turner. Madrid, 2015.
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