sábado, 23 de septiembre de 2017

El agua era seda en la cuchara; seda clara, débilmente azul

Ray Bradbury
(Estados Unidos, 1920-2012)

“El vino del estío”
(Fragmento)

IV
El vino de diente de león

Las palabras sabían a verano. El vino era verano encerrado y taponado. Y ahora que Douglas sabía, realmente sabía, que estaba vivo, y se movía en el mundo para verlo y tocarlo, convenía que algo de este nuevo conocimiento, algo de este especial día de vendimia, fuera apartado y sellado, y abierto luego un día de enero, cuando nevara rápidamente y el sol estuviese oculto desde semanas o meses atrás, y el milagro, en parte olvidado, necesitara renovarse. Sería aquel un verano de insospechables maravillas, y Douglas quería que lo conservaran y ordeñaran. En cualquier momento bajaría de puntillas a ese húmedo crepúsculo y acercaría las puntas de los dedos.
Y allí, hilera sobre hilera, con el color suave de las flores que se abren a la mañana, con la luz del sol de junio tras una débil película de polvo, estaría el vino. Y al mirar el día invernal a través de la botella... la nieve se fundiría en pastos, en los árboles vivirían otra vez
pájaros, hojas, y capullos, como un continente de mariposas que se alzara al viento. Y el cielo acerado sería azul. Ten el estío en la mano, sírvete un poco de estío, un vasito nada más por supuesto, un sorbito para niños; cambia la estación en tus venas llevándote el vaso a los labios y empinando el estío.
— Listo. Ahora, ¡el barril de lluvia!
Nada podía reemplazar esas aguas puras, convocadas en lagos lejanos y dulces campos de hierbas cubiertas de rocío en la mañana temprana. Aguas alzadas al cielo, llevadas como ropa lavada a lo largo de mil kilómetros, cepilladas con el viento, electrificadas con altos voltajes, y condensadas en un aire frío. Aguas que caen en lluvias, y traen el cielo en sus cristales. Con algo del viento del este y del oeste, y del viento del norte y el sur, el agua se hace lluvia, y la lluvia, en la hora de los ritos, se hace vino.
Douglas corrió con el cucharón. Lo hundió en el tonel de agua de lluvia.
— ¡Allá vamos!
El agua era seda en la cuchara; seda clara, débilmente azul. Dulcificaba los labios, la garganta, el corazón. Había que llevarla en cucharones y baldes al sótano, y allí se volcaría en avenidas, en corrientes montañosas, sobre la florida cosecha.
Hasta la abuela, cuando nieve girase en rápidos torbellinos, mareando el mundo, cegando ventanas, robando el aliento a las bocas jadeantes, hasta la abuela, un día de febrero, desaparecería en el sótano.
Arriba, en la casa grande, habría toses, estornudos, ronqueras, gemidos, fiebres infantiles, gargantas rojas como carne cruda, narices como cerezas en conserva, microbios en todas partes.
Entonces, saliendo del sótano como una diosa de junio, la abuela vendría, con algo oculto pero obvio bajo el chal tejido. Lo llevaría a las miserables habitaciones de abajo y arriba, y su aroma y claridad llenarían las copas, y se bebería de un trago. Las medicinas de otro tiempo, el sol balsámico de las ociosas tardes de agosto, el débil ruido de los carros de hielo por las calles de ladrillo, el susurro de los plateados cohetes, y las fuentes de las cortadoras de césped sobre países de hormigas, todo, todo en un vaso.
Sí, hasta la abuela escaparía al sótano del invierno para una aventura de junio. Se quedaría allá abajo, sola y callada, como el abuelo, o el padre, o el tío Bert, o algún pensionista, y comulgaría con las últimas huellas de un tiempo de picnics y cálidas lluvias, y campos perfumados de trigo, el maíz nuevo y el heno de cabeza inclinada.
Hasta la abuela repetiría y repetiría las palabras doradas y hermosas, como si estuviese diciéndolas en ese mismo momento, cuando las flores estaban aún en la prensa, como serían repetidas todos los años, todos los blancos inviernos del tiempo. Las diría y las diría, y serían en sus labios como una sonrisa, como un repentino rayo de sol en la sombra.
El vino del estío. El vino del estío. El vino del estío.

Ediciones Minotauro: Barcelona, 1957.
***
Recuerdo
Aquí es donde veníamos, pensé,
de aquí para allá, por los prados,
hará cuarenta años ya.
Yo había vuelto y paseé por las calles
y vi la casa en la que nací,
crecí y viví mis días sin fin.
Ahora, siendo cortos los días, simplemente había venido a contemplar y mirar detenidamente la visión de esa infinita maraña de tardes.
Pero ante todo, deseaba encontrar los lugares por los que yo corría como los perros, delante o detrás de los niños, las rutas anotadas por los indios o por los hermanos raudos y juiciosos imitando a una tribu.
Llegué al barranco.
Descendí por el sendero,
yo, un tipo de pelo encanecido, pero, sobre todo, de pensamientos graciosos, y encontré el lugar vacío.
¡Imbéciles!, pensé. ¡Oh!, chicos de esta nueva época, ¿cómo no sabéis que el abismo aquí nos espera?
Los barrancos son especialmente hermosos y de un bello verdor, misteriosos y bullentes de monos y bestias, de criminales abejas que roban a las flores para dar a los árboles.
Aquí reverberan las cavernas y los riachuelos que hay que vadear después del saqueo:
un bicho de agua, un cangrejo, una piedra preciosa o una bota de goma perdida es un tesoro natural ¿y por qué este lugar está en silencio?
¿Qué ha pasado con nuestros chicos que ya no se apresuran para quedarse a contemplar la artesanía de Cristo:
su sangre brillante y sangrada en los jarabes de los bellos árboles heridos?
¿Por qué sólo hay serpenteos de abejas y mirlos y arqueada hierba?
No importa. Camina. Camina, dulce memoria.
Di con un roble al que yo a los doce años una vez había trepado y desde el que grité a Skip para que me bajara.
Estaba a mil millas de la tierra. Cerré los ojos y chillé.
Mi hermano, muy dado al jolgorio, dio grandes risotadas y subió a rescatarme.
¿Qué hacías ahí?, dijo.
No respondí. Casi me baja muerto.
Pero allí estaba yo para colocar una nota en un nido de ardilla en la que había escrito un viejo asunto secreto ya muy olvidado.
Ahora, en el verde barranco de años intermedios me quedé bajo ese árbol "¿Por qué? ¿Por qué?, pensé, Dios mío", No es tan alto. ¿Por qué chillé?
No serán más de cinco metros. Voy a subir sin problemas.
Y lo hice.
Y me acurruqué como un solitario mono envejecido, agradeciendo a Dios que nadie viera a ese antiguo hombre haciendo el ridículo agarrado grotescamente al tronco.
Pero luego, ¡ay, Dios, qué sorpresa!
El agujero de la ardilla y el perdido nido aún estaban allí.
Me tendí un rato pensando.
Me empapé de todas las hojas, las nubes y los climas, transcurriendo tan mecánicamente como los días.
"¿Qué? ¿Qué? ¿que sí?, -pensé-. Pero no. ¡Algo más de cuarenta años!
¿La nota que puse? Seguro que ya había sido robada.
Un chico o una lechuza la habría birlado, leído y hecho trizas.
Se habrá esparcido por el lago como el polen, hoja de castaño o el tufo del diente de león que surca los vientos del tiempo...
No. No."
Metí la mano en el nido. Ahondé bien los dedos.
Nada. Nada de nada. Pero al ahondar más
allí estaba:
la nota.
Como alas de polilla nítidamente empolvadas, bien plegada había sobrevivido. Las lluvias no la tocaron, la luz del sol no decoloró su contenido. Ocupaba mi palma. Conocía su forma:
Papel rayado de un viejo libro de garabatos de Jefe indio Sioux.
¿Qué? ¿Qué? Oh, ¿qué había puesto yo allí en palabras hacía ya tantos años?
La abrí. Ahora mismo tenía que saberlo.
la abrí y lloré. Me pegué al árbol
y dejé las lágrimas caer y rodar por mi barbilla.
Querido muchacho, extraño niño, que debe haber conocido a los años y contemplado el tiempo y olido la dulce muerte en las flores.
En el lejano cementerio.
Era un mensaje al futuro, a mí mismo.
Sabiendo que un día debo llegar, venir, buscar, regresar.
Desde el joven al viejo. desde el yo que era pequeño y fresco hasta el yo que era grande y nunca más nuevo.
¿Qué decía que me hizo llorar?
Me acuerdo de ti.
Me acuerdo de ti.

Traducción de Jesús Isaías Gómez López.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char