lunes, 12 de febrero de 2018

Su vanidad es más fuerte que su miseria

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

(Palermo, Italia, 1896-Roma, id., 1957)

El Gatopardo
(Fragmentos)

Quedáronse extasiados ante el panorama y la irrupción de la luz. Pero confesaron que se habían quedado petrificados al observar el abandono, la vejez y la suciedad de los caminos de acceso. No les expliqué que una cosa derivaba de la otra, como he intentado hacer con usted. Uno de ellos me preguntó luego qué venían a hacer en Sicilia aquellos voluntarios italianos. “They are coming to teach us good manners (le respondí). But they won´t succeed, because we are gods”.Vienen para enseñarnos la buena crianza, pero no podrán hacerlo, porque somos dioses. Creo que no comprendieron, pero se echaron a reír y se fueron. Así le respondo también a usted, querido Chevalley, los sicilianos no querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad es más fuerte que su miseria.
(...)

Tancredi. Sin duda, gran parte del activo procedía de él: su comprensión, tanto más valiosa cuánto irónica; el placer estético de ver cómo se iba abriendo pasa entre las dificultades; el afecto burlón, como debe ser; después, los perros: Fufi, la gorda mops de su infancia; Tom, el impetuoso perro lanudo, confidente y amigo; los mansos ojos de Svelto; la encantadora estupidez de Bendicò; las suaves patas de Pop, el pointer que en aquel momento lo buscaba bajo los arbustos y poltronas de Villa Salina, y que jamás lo encontraría; algunos caballos, pero éstos ya más ajenos y distantes. También estaban las primeras horas de sus regresos a Donnafugata, el sentido de la tradición y lo perenne expresado en la piedra y en el agua, el tiempo congelado; los alegres escopetazos disparados durante algunas cacerías, la afectuosa matanza de conejos y perdices, la risa compartida ciertas veces con Tumeo, algunos minutos de contrición en el convento entre el olor a moho y confituras. ¿Algo más todavía? Sí, pero ya eran pepitas mezcladas con tierra: los momentos de satisfacción por haber sabido dar respuestas tajantes a los necios, el placer que había sentido al advertir que en la belleza y el carácter de Concetta se perpetuaba la estirpe de los Salina; algunos momentos de entusiasmo amoroso; la sorpresa de recibir la carta de Arago en la éste lo felicitaba espontáneamente por la exactitud de los arduos cálculos relativos al cometa Huxley. Y ¿por qué no?, la emoción que no había podido ocultar cuando le entregaron la medalla en la Soborna, el tacto delicado de ciertas sedas de corbatas, el olor de algunos cueros repujados, el aspecto risueño, el aspecto voluptuoso de algunas mujeres encontradas en la calle: la que ayer mismo había entrevisto en la estación de Catania, mezclada entre la muchedumbre, con su vestido de viaje marrón y los guantes de gamuza, que por un momento había parecido buscar su rostro destruido, desde el exterior de aquel compartimento lleno de suciedad. ¡Qué griterío el de la gente! “¡Bocadillos!” “Il Corriere dell’Isola” Y luego el jadeo del tren hasta extenuarse… Y el sol atroz a la llegada, las sonrisas embusteras, la eclosión de la catarata…
(...)

Mientras la sombra iba envolviéndolo se puso a calcular cuánto tiempo había vivido en realidad; su cerebro ya era incapaz de resolver un cálculo tan sencillo: tres meses, veinte días, seis meses en total, seis por ocho ochenta y cuatro…, cuarenta y dos… Se reanimó. “Tengo setenta y tres años, aproximadamente habré vivido, vivido, un total de dos… a lo sumo tres años.” ¿Cuántos habían sido los años de dolor, de tedio? El cálculo era fácil; todo el resto: setenta años. La raíz cúbica de ochocientos cuarenta mil… Sintió que su mano ya no apretaba la de otros. Tancredi se levantó rápidamente y abandonó la habitación… Y ya no era un río lo que salía de él, sino un océano, tempestuoso.”
(...)

(...) no es justo culpar de “desprecio” sólo a los señores puesto que éste es un vicio universal. Quien enseña en la Universidad desprecia a los maestrillos de las escuelas parroquiales, aunque no lo demuestre, y aunque está usted durmiendo puedo decirle sin reticencia que nosotros los eclesiásticos nos consideramos superiores a los laicos, y nosotros los jesuitas superiores al resto del clero, como ustedes los herbolarios desprecian a los sacamuelas quienes a su vez se ríen de ustedes. Los médicos, por su parte, se toman a guasa a los sacamuelas y a los herbolarios, y ellos son tratados por su parte de asnos por los enfermos que pretenden continuar viviendo con el corazón o el hígado hecho puré.
(...)

Veo, además, que me he explicado mal; dije los sicilianos, y hubiese debido añadir Sicilia, el ambiente, el clima, el paisaje siciliano. Estas son las fuerzas, y acaso más que las dominaciones extranjeras y los incongruentes estrupos, que formaron nuestro ánimo; este paisaje que ignora el camino de en medio entre la blandura lasciva y la maldita fogosidad, como debería ser una tierra hecha para morada de seres racionales, esta tierra que a pocas millas de distancia tiene el infierno en torno a Randazzo y la belleza de la bahía de Taormina; este clima que nos inflige seis meses de fiebre de cuarenta grados…. Y por si fuera poco las lluvias, siempre tempestuosas… Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta tensión continua en todos los aspectos, estos monumentos, incluso, del pasado, magníficos pero incomprensibles porque no han sido edificados por nosotros y que se hallan en torno como bellísimos fantasmas mudos; todos esos gobiernos que han desembarcado armados viniendo de quien sabe dónde, inmediatamente servidos, al punto detestados y siempre incomprendidos, que se han expresado sólo con obras de arte enigmáticas para nosotros y concretísimos recaudadores de impuestos, gastados luego en otro sitio; todas estas cosas han formado nuestro carácter, que así ha quedado condicionado por fatalidades exteriores además de una terrible insularidad de ánimo.
(...)

Las caras de las señoras estaban lívidas, los trajes marchitos, las respiraciones
pesadas. «Virgen santa, ¡qué cansancio!, ¡qué sueño!» Por encima de sus corbatas en
desorden, las caras de los hombres eran amarillas y estaban arrugadas, y las bocas llenas de amarga saliva. Sus visitas a un cuartito reservado, al nivel del estrado de la orquesta, se hacían cada vez más frecuentes; en él estaban colocados ordenadamente una veintena de grandes orinales, llenos casi todos a aquella hora, algunos de los cuales se habían desbordado.
Advirtiendo que el baile estaba a punto de terminar, los criados amodorrados no cambiaban ya las velas de las lámparas: los cabos de velas expandían por los salones una luz difusa, humosa, y de mal agüero. En la sala del buffet, vacía, había solamente platos desmantelados, copas con un dedo de vino que los camareros se bebían apresuradamente, mirando en torno suyo. La luz del alba insinuábase plebeya por las rendijas de las ventanas.
La reunión se iba desmoronando y en torno a Donna Margherita había un grupo de gente que se despedía.
—¡Ha sido magnífica! ¡Un sueño! ¡Como antiguamente!

El último Gatopardo: vida de Giuseppe di Lampedusa. David Gilmour. Siruela, 2003. El Gatopardo. Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Alianza, Edhasa, Espasa-Calpe y Círculo de Lectores, 2007.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char