Flores del ybirapitá |
Otros poemas de ALFREDO VEIRAVÉ
(Gualeguay, Entre Ríos, Argentina, 1928, Resistencia, Chaco, íd., 1991)
La última cena o el juego de lo posible
Yo cumplo un luminoso y secreto destino,
lejos, en un país solar joven y extraño.
Raúl Gustavo Aguirre
Aquella noche fue:
(cómo diría)
inolvidablemente dócil a los afectos
porque nadie habló de la circulación de los planetas.
Y la situación al terminar otro año
era simplemente común a cualquier reunión de poetas
que han crecido juntos
según las condiciones de la época.
Conversaciones
en los espacios del departamento
(también se habló de algunos premios
que favorecían a las circunstancias, no a la poesía)
lejanías
que nos trasladaban hacia otros tiempos/oscuridades
y también risas de la amistad
que cuando es así nos dice todo
sin preguntar desde afuera
¿quiénes son éstos? Espejos,
organismos emotivos, borrosas fronteras de un país político.
Todos sentiríamos quizás
el goce de esta certidumbre, ¿no es acaso una forma privilegiada
de la edad no tener que explicar a los demás quiénes somos?
Por supuesto, había copas de vino blanco, una de pie
entre los libros, otras con las
piernas cruzadas, inocentemente desprevenidas
entre los giros de la luz a la deriva, y al no sentarnos
a una mesa, picábamos como pájaros esto y aquello,
dando vueltas a la llave
de las anécdotas o de la inteligencia vital del poema no escrito.
La alegría
quizás fue la culpable, o la invención del porvenir
la situación desventajosa porque sin que nadie lo advirtiera
¿cómo podría habérsenos ocurrido?
ella también estaba en esa cena,
mirando entre el juego de lo posible esas cabezas
—algunas medio calvas, otras canosas, más bien
experimentadas— y entre la fusión
de las palabras de la reunión que se iba terminando
(cuando algunos amigos se despidieron con un beso de hombre
como se hace en la ciudad, porque uno nunca sabe si se volverá
a encontrar), ella, la oscura y desdeñada,
eligió a uno de nosotros y dijo,
con su dedo largo: éste. Creo que lo hizo delicadamente para que
nuestras mujeres no se dieran cuenta. Cosa rara
porque ellas siempre saben antes que nosotros,
aunque sea en sueños.
El cuerpo del poema en cambio, el organismo del poema,
la acomodación del poema en cambio, seguramente
sintió un roce que ninguno de nosotros advirtió.
El poema sabe más que nosotros de la vida
y percibe antes que nosotros el dedo de la muerte.
***
Ybirapitá
El ybirapitá es un árbol que da grandes sombras a
Ulyses
cada vez que regresa en busca de Itaca; navega
entre las sirenas que enloquecen sus viajes intercontinentales
y con sus bellos ojos de mujer
lee los manuscritos que el héroe dibuja obstinadamente
en un mapa de islas
que los otros ven en navegaciones diurnas
y que ella, la africana Rama Kan, con negros tordos en la copa
cambia como en un caleidoscopio según sus arrebatos como le dije
esta mañana
al entrar al jardín botánico
cuando al lado
del frondoso ybirapitá de los anhelos
pude conversar en medio de un torbellino de auto
móviles que pasaban sin hacer
caso a los semáforos a las miradas de los vecinos de la ciudad
real, quienes comentaban esa conversación entre Ulyses y Penélope
que como el ybirapitá destejía el telar de una manera
risueña
volvía a colocar las agujas debajo de su
brazo y se marchaba rápidamente al compás de músicas que habían
crecido en ese cruce de avenidas:
extraños soles pequeños diálogos que crecen a la sombra del gran árbol
de la mitología de sus llamados, cada vez que al concentrarse le
reprocha sus viajes sus ausencias sus navegaciones y hace volar
los tordos del pecho de la inmensidad del año que termina.
Cuando se abrazan de nuevo el ybirapitá de Itaca entra en
una furiosa alegría y así Homero
lo cuenta en la Odisea.
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