sábado, 10 de noviembre de 2012

Quería tocar la cabeza de un leopardo loco


HERBERTO HELDER
(Funchal, isla de Madeira, Portugal, 1930)

Yo no duermo, apenas respiro como la raíz sombría
de los astros: raya la laceración sangrienta,
estancada entre el sexo
y la garganta. Yo nunca
duermo,
con la herida de mi propio sueño.
A veces muevo las manos para sostener la luz que salta
de la boca. O la vena negra que irrumpe de esa estrella
salvaje implantada
en medio de la carne, como en el fondo de la noche
el agujero fuerte
de la sangre. La vena que me corta de punta a punta,
que arrastra todo lo oscuro del mundo
hacia la cabeza. A veces muevo los dedos como si las uñas
se iluminasen.
Pero nunca duermo entre mis brazos
palpitantes
como grandes carótidas
que alimenten la belleza y rapidez del rostro sobre
músculos cerrados.
Mientras el sol rompe las membranas
de los espejos: no bailo, no
duermo, no respiro más que la tierra cuarteada por las llamas
lunares.
No trabajo tanto como el verano de la sangre
bajo el pelo
bajo
de los animales, su elegancia violenta,
el alimento.
Hay días en que las manos se mueven por sí mismas,
mal tocando en las grietas
el temblor hirsuto de una cometa clavado desde la espalda
a las sábanas. Nunca sé
dónde está la noche: una sala como un párpado negro
separa
la presa de la luz que soporta la tierra.
- Ahora, la hondura de un
laboreo aéreo, el aliento, una piedra con mi tamaño
cubierto
de poros, o tendones ligando
archipiélagos límpidos
en la penumbra. Estos,
los oscuros fulcros de la locura.
Alguien debería tocarme para sentir que estoy vivo,
que soy
una estaca atravesada por la sangre, y de ella revientan
por ejemplo: ascuas. Esto es una fábrica de demencia:
palabras
donde se maniobra la púrpura, donde
el aroma que mata asciende de jardines construidos
levemente
en la oscuridad. Y una imagen cierra
todo lo que se cierra: cuartos,
días sobre sí mismos, las frutas redondas por virtud
de su dulzura interna. Cuando las voces
feroces se desencovan, la tierra
se mueve como un músculo encharcado entre la boca
y el corazón que no duerme
nunca. - Y todas mis vísceras son
inocentes.
***

Quería tocar la cabeza de un leopardo loco, su lujo
mandibular. Sentir que los dedos se volvían
de granito. Sentir que la deslumbrante
resaca de pelo
bajo me arrebataba furiosamente los cinco dedos.
Como cinco balas de granito.
Una estrella voltaica.
Y tragarla. Y que de pronto toda aquella púrpura nocturna
entrara dentro de mí, de la mano a la cara.
O una herida que me cogiera de pierna a pierna.
Que entrara en mí
la fábula de la demencia y de la animal
elegancia. Sé que la sangre me puntúa, y me estremezco
de poro a poro
con tanto oro sudado que me envenena.

Sé que toco.
Que hay una combustión en las partes sexuales
de mi muerte. Y si miro ese espejo exhalado
de mí mismo, veo
perlas, la anestesia de las perlas. Pero
el fósforo se precipita donde
se enfría la carne, y se vuelve ligera. Y un dolor
instrumental, mi propia música
descubierta, me atrapa como el sonido atrapa
los tubos de un órgano.

Y entonces ninguna razón me oscurece más allá del crimen,
de la metáfora directa
de un leopardo alunado como una joya. Y él levanta
su constelación craneal. Su boca avanza, límpida
llaga
hasta mi rostro. Y en este espejo de las cosas de repente
unidas todas, me besa por dentro hasta
el corazón.
En el centro.
Donde se muere el silencio central
de la tierra.
***
a los amigos

Amo despacio a los amigos que son tristes con
                                                         cinco dedos de cada lado.
Los amigos que enloquecen y están sentados, cerrando los ojos,
con los libros detrás ardiendo para toda la eternidad.
No los llamo, y ellos se vuelven profundamente
dentro del fuego.
  Tenemos un talento doloroso y oscuro.
  Construimos un lugar de silencio.
De pasión.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char