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(Buenos Aires, Argentina, 1949)
Expresionismo
Bien
podría, porque lo primero
que vi,
o recuerdo como primero,
fue una
columna de bronce del alumbrado
y no
había tales cosas allá;
bien
podría, porque el olor de las bocas de los subtes
y el
puerto, y la adusta avenida diagonal
fueron
la respiración de un monstruo aventurado,
que
crearon cuando dormía en la nada
y
conocí recién a los 14 años
–al
Centro de la ciudad me refiero–:
bien
podría ser que haya salido apenas desde un viaje
iniciático
al fondo o la cumbre de la civilización,
y su
gramática romana; pero sin embargo no entiendo ahora
su apuesta;
duermo en medio de esto,
que se
reanima cada mañana y es inabarcable:
casas,
ocultas algunas entre árboles, ventanas
del
gabinete de Caligari en ciertos barrios,
edificios
de vidrio, el ronco sonido permanente,
las
voces que viajan sobre los techos, el nubarrón cargado
de
medioevo y de otras voces, tan broncas incluso,
perdidas
en desiertos, la Tartaria, en los desfiladeros
junto a
un río que entreví desde un tren; cúpulas.
Apuesta
que hunde la tierra hacia su centro,
que
aplasta los despojos, la basura y los minerales
hacia
el centro magnético, que desequilibra,
que se
entierra a sí misma, transformándose en
capital
y en horas muertas; el rugido inabarcable también
del
viejo león del zoológico; todo ruinas previas, en fin.
Y ahora
que veo la cabeza de una mujer anciana
–lo
único que se ve a través del vidrio, desde adentro
del
local, el resto lo oculta una especie de esmerilado–,
no sé
si esta mujer avanza muy lentamente, por la edad,
o se
trata de su cabeza que pende desde la marquesina
y
alguien mueve lentamente, mirando hacia el interior del café
que el
dueño prefirió llamar brasserie.
***
El bichofeo
a Enrique Molina escribiendo "Una estancia en los arenales"; a Francisco Madariaga
Los leo, y veo bien las barrancas y los loros,
la piel, la cetrería de los nubarrones sobre palmares o desiertos,
la pisada del insomne en la arena, la gutural llamada al vientre materno,
los círculos de oro de la serpiente,
el modesto arador de pecho pleno, el comedor
con la bandeja de frutas y esas otras
bandejas simples con el gran pescado en chozas que se llamarían bohíos;
los veo bien, los imagino, rumbo al Ganges, el Paraná, el Nilo,
en tren fluvial *, a caballo,
y puedo ver con meridiana claridad cómo no ven
las otras cosas dispersas en el paisaje,
un insólito cinturón de cuero en un basural,
botellas –al menos de vidrio, aún no de plástico– rotas,
máquinas oxidadas, estaciones y mercados, arroyos de podredumbres.
Que expulsen del paisaje la revolución industrial veo
con profunda comprensión,
pues contemplo la terrible belleza,
y también el sonoro aldabón del trabajo humano todavía sumido
en ese paisaje, no Arcadia, el edén, un edén oscuro
y lleno de retumbes, acuchillado por la claridad.
Yo me arrepiento y lloro, lloro de desesperación, porque con todo
y basurales el paisaje se convierte en una bola de fuego.
Ya no solo nuestra patria, no la lejana Europa, no solo África;
todo un imperio de cristales y de jade yace roto; un imperio
único, imperio de dioses y de Dios, construido con manos factas,
manos de Él que eran las nuestras. Babel de nuevo, pero ya
después de la confusión, en la caída estrepitosa.
Sé que no lo vieron porque era un hecho tanto o más ilusorio
que aquellos enormes pájaros de las aguas, el río manso y grueso.
El pájaro lanza su grito de bañados cerca de mi propia
ventana, sobre esta última forma histórica de Roma **.
Sobre techos oscuros, podridos algunos y secos,
sobre los trasfondos irrespirables,
el benteveo, el bichofeo,
en una tarde de calor real, con sombras de hojas,
humedad que se aferra a los miembros, sopor de siesta animal,
lanza su grito desafiante, casi burlón, metódico.
Inconcebible, de tan cierto.
* Madariaga
** Pasolini
***
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