martes, 15 de enero de 2013

Un edén oscuro y lleno de retumbes, acuchillado por la claridad

Tomada de ciclocarneargentina.com
Dos poemas inéditos de JORGE AULICINO
(Buenos Aires, Argentina, 1949)


Expresionismo

Bien podría, porque lo primero
que vi, o recuerdo como primero,
fue una columna de bronce del alumbrado
y no había tales cosas allá;
bien podría, porque el olor de las bocas de los subtes
y el puerto, y la adusta avenida diagonal
fueron la respiración de un monstruo aventurado,
que crearon cuando dormía en la nada
y conocí recién a los 14 años
–al Centro de la ciudad me refiero–:
bien podría ser que haya salido apenas desde un viaje
iniciático al fondo o la cumbre de la civilización,
y su gramática romana; pero sin embargo no entiendo ahora
su apuesta; duermo en medio de esto,
que se reanima cada mañana y es inabarcable:
casas, ocultas algunas entre árboles, ventanas
del gabinete de Caligari en ciertos barrios,
edificios de vidrio, el ronco sonido permanente,
las voces que viajan sobre los techos, el nubarrón cargado
de medioevo y de otras voces, tan broncas incluso,
perdidas en desiertos, la Tartaria, en los desfiladeros
junto a un río que entreví desde un tren; cúpulas.
Apuesta que hunde la tierra hacia su centro,
que aplasta los despojos, la basura y los minerales
hacia el centro magnético, que desequilibra,
que se entierra a sí misma, transformándose en
capital y en horas muertas; el rugido inabarcable también
del viejo león del zoológico; todo ruinas previas, en fin.
Y ahora que veo la cabeza de una mujer anciana
–lo único que se ve a través del vidrio, desde adentro
del local, el resto lo oculta una especie de esmerilado–,
no sé si esta mujer avanza muy lentamente, por la edad,
o se trata de su cabeza que pende desde la marquesina
y alguien mueve lentamente, mirando hacia el interior del café
que el dueño prefirió llamar brasserie.
 *** 

El bichofeo

a Enrique Molina escribiendo "Una estancia en los arenales"; a Francisco Madariaga


Los leo, y veo bien las barrancas y los loros,
la piel, la cetrería de los nubarrones sobre palmares o desiertos,
la pisada del insomne en la arena, la gutural llamada al vientre materno,
los círculos de oro de la serpiente, 
el modesto arador de pecho pleno, el comedor 
con la bandeja de frutas y esas otras
bandejas simples con el gran pescado en chozas que se llamarían bohíos;
los veo bien, los imagino, rumbo al Ganges, el Paraná, el Nilo,
en tren fluvial *, a caballo,
y puedo ver con meridiana claridad cómo no ven 
las otras cosas dispersas en el paisaje, 
un insólito cinturón de cuero en un basural, 
botellas –al menos de vidrio, aún no de plástico– rotas,
máquinas oxidadas, estaciones y mercados, arroyos de podredumbres.
Que expulsen del paisaje la revolución industrial veo
con profunda comprensión, 
                 pues contemplo la terrible belleza,
y también el sonoro aldabón del trabajo humano todavía sumido
en ese paisaje, no Arcadia, el edén, un edén oscuro
y lleno de retumbes, acuchillado por la claridad.
Yo me arrepiento y lloro, lloro de desesperación, porque con todo
y basurales el paisaje se convierte en una bola de fuego.
Ya no solo nuestra patria, no la lejana Europa, no solo África;
todo un imperio de cristales y de jade yace roto; un imperio
único, imperio de dioses y de Dios, construido con manos factas,
manos de Él que eran las nuestras. Babel de nuevo, pero ya
después de la confusión, en la caída estrepitosa.
Sé que no lo vieron porque era un hecho tanto o más ilusorio
que aquellos enormes pájaros de las aguas, el río manso y grueso.
El pájaro lanza su grito de bañados cerca de mi propia
ventana, sobre esta última forma histórica de Roma **.
Sobre techos oscuros, podridos algunos y secos,
sobre los trasfondos irrespirables,
el benteveo, el bichofeo,
en una tarde de calor real, con sombras de hojas,
humedad que se aferra a los miembros, sopor de siesta animal,
lanza su grito desafiante, casi burlón, metódico.
Inconcebible, de tan cierto.


* Madariaga
** Pasolini
***
Para leer más del autor, aquí

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char