jueves, 25 de abril de 2013

¿Construirá una nueva torre?


JUAN JOSÉ MANAUTA 
Crédito: noticias uner.com.ar
(Gualeguay, Entre Ríos, Argentina, 1919- Buenos Aires, Argentina, 2013) 

"El lenguaje entrerriano tiene características particulares: es una especie de isla. Durante décadas no hubo túneles ni puentes, era difícil llegar. A veces un viaje a Gualeguay desde acá duraba doce horas: ahora cuesta tres. Durante mi infancia Buenos Aires estaba lejos, y eso incluía también al lenguaje. En ese sentido, Entre Ríos fue lingüísticamente autosuficiente durante muchos años. Le doy un ejemplo sencillo: a un pan que acá le llamamos felipe, allá le llamamos telera. Es un término que viene de España, directamente. Esa palabra quedó en Gualeguay, nomás. Bueno, yo creo que esa característica geográfica le impuso al entrerriano cierta autonomía, autosuficiencia cultural. Probablemente eso esté patentizado en mis textos: no es algo que yo haya querido evitar." J.J.M.
***
LAS TIERRAS BLANCAS
(Fragmento)

Capítulo I

Odiseo

Odiseo se puso de pie y la Madre lo supo aunque se hallaba de espaldas, inclinada sobre la batea, lavando. Restregaba la ropa con una energía ciega, obstinada, inconsciente; y el vaivén de las manos sobre la dócil prenda enjabonada parecía enajenarla, propiciando en ella un sentimiento de olvido y a la vez nostálgico. Olvido y nostalgia un poco abstractos, quizás, y no referidos directamente a días o acontecimientos ya transcurridos en su vida, pero tal vez nada hubiera en ella digno de la nostalgia, pero tampoco del olvido, de modo que ambos sentimientos, aún siendo paralelos, trataban de repelerse sin poder, empero, no acompañarse. El movimiento acompasado de las manos lograba arrullarla y en ese estado le era fácil –e inevitable- adivinar lo que hacía su hijo, aun sin mirarlo, y no solo cuando se hallaba en casa, jugando con la tierra, sino cuando salía en busca de comida que ella apenas le daba desde que Odiseo tuvo fuerzas para caminar o inteligencia suficiente para lograrla fuera del rancho por sus propios medios.

La Madre

Ahora se ha puesto de pie y mira hacia afuera, no hacia aquí, porque quizá ya tenga hambre. Le di unos mates, y eso era todo cuanto podía darle. Hoy fueron más y mejores que nunca porque su padre no estaba… No vino a dormir. Me imagino porque no ha venido. Andará por ahí, borracho todavía (no digo ni borracho, ni muerto, porque entonces ya me lo hubieran traído), al borde de alguna cancha de taba o en la puerta de algún corralón o en alguna “crujía”, y ya se habrá gastado la plata que sin duda le habrán dado en el comité para que juegue y se emborrache y para que hoy vote por ellos y no por los otros. Y tal vez se haya gastado también la que los otros le deben de haber dado por la libreta para que no vote por ninguno.
Hoy es domingo.
Domingo.
-“Hoy es domingo”- me dijo él cuando llegamos a este lugar y yo traía a Odiseo en brazos, y él, en un atado que cargaba en las espaldas, la ropa, los cacharros de cocina y hasta un banquito de tres patas para que yo me sentara a descansar (todo lo que teníamos entonces, poco menos de lo que tenemos ahora, sin duda, fuera del catre). En ese momento, cuando el me dijo que era domingo –yo no sabía, no recordaba exactamente que día era, puesto que viviendo en el camino durante dos o tres semanas o tal vez un mes, nadie, no solo yo, sería capaz de saber que día era de Dios-, acabábamos de cruzar el puente Pellegrini y el agrego:
“-Ahora estamos en el departamento de Gualeguay-“
“-Bah. ¿Y que hay con eso?”
“-Nada: que estamos en Gualeguay. Del otro lado del puente estamos en el departamento Gualeguaychú, y ahora estamos en Gualeguay, y probablemente aquí nos vamos a quedar.”
Yo pensé que no había mucha diferencia entre haber llegado a un lugar donde empezaba el departamento de Gualeguay y seguir andando por los caminos del departamento de Gualeguaychú.
“-Hoy es domingo”- volvió a decir cuando llegamos a la puerta del primer rancho (este) que encontramos, después de bajar el terraplén, en medio de las tierras blancas.

Odiseo

Odiseo se puso de pie, más volvió a sentarse en la tierra pelada, blanca. La torre o columna de la izquierda era todavía más baja que la otra, pero antes de recomenzar el trabajo miró hacia fuera (no hacia la calle, porque no había calle ni cosa que se le pareciera, sino, solamente, a setenta o quizás ochenta metros, otro cañaveral que era la parte trasera de otro rancho). Desviando los ojos un poco hacia la derecha, Odiseo miró los sauces, bajo los que se adivinaba, por cierto brillo en el aire y una diafanidad menos indecisa, el río. Odiseo detuvo su mirada unos instantes en ese lugar.
Era temprano, casi de madrugada.
Tenía tiempo, pero luego de un rato tendría que salir y esperar debajo del puente, a la sombra de los pilotes de madera.
“Esta torre –pensó- es muy alta, y me parece que se le van a caer las dos puntas antes de que yo les pegue una patada y se las tire al diablo.”
Necesitaba otro tacho de agua.
“El agua con jabón es la mejor agua para las torres. Es mucho mejor que el agua del río, porque el agua del río es muy blanda, se mueve mucho y no sostiene. Por eso uno tiene que bracear y patalear. Si el agua del río tuviera jabón, como el agua de mama, tal vez lo podría cruzar caminando, como dicen que lo cruzó el perro de Soga Negra.”
Odiseo midió la tierra suficiente en el tachito de conserva y en seguida la derramó en el pequeño estanque cavado en el suelo. Con ambas manos fue juntando la tierra suelta, como si se dispusiera a empezar un amasijo, y con un dedo abrió un agujero en la cima de la montañita de tierra inerte. Era una tierra fácil de trabajar, gomosa, plástica, algo pegajosa, estéril, gastada y lavada por la erosión, muerta; tierra buena para modelar torres, columnas o chimeneas como las que Odiseo construía. Estas llegaban por lo común a sesenta o setenta centímetros de altura, y arriba, en la cúspide, y antes de destruirlas a pedradas o puntapiés, las coronaba con una torrecilla más pequeña, de diámetro menor. Otras veces levantaba dos o tres torres en hilera, y cuando llegaba a la mitad de la altura normal, las unía con una caña; después seguía hacia arriba, y al llegar al máximo de altura, las unía con otra caña. Así formaba un armazón, esqueleto o empalizada, algo cuyo sentido Odiseo no había previsto, ni tampoco trataba de imaginar a posteriori, satisfecho al parecer con el misterioso equilibrio y la muda elocuencia del sostén. Se diría que ello veía emanar una fuerza esencialmente distinta de la que lo mantenía en pie, y que Odiseo necesitará de ella para alimentarse o conformar quien sabe que germen incipiente y voraz, hasta que, una vez ahito, debiera destruir su construcción a pedradas, antes que algún otro perro vagabundo, esperanzado y hambriento, la viniera a oler o a orinar, y antes de que su madre le preguntara: “¿Qué es eso m´hijo? ¿Qué has hecho Odiseo?” y siguiera lavando o haciendo cualquier cosa, menos interesarse seriamente en las construcciones del niño.
Volvió a ponerse de pie y otra vez la Madre adivinó el movimiento del hijo, cual si estuviera unida a el por invisibles hilos o esa tierra fuera capaz de comunicarlos, sin otra señal o convención que su propia y casi definitiva esterilidad. Sintió los pasos (no los oyó porque Odiseo estaba descalzo) que se acercaban. Después vio la mano (la había presentido antes) del niño sumergir el tachito de conserva en la batea y sacarlo chorreante de agua jabonosa.

La Madre

¿Construirá una nueva torre? Si, pero después la echará abajo a patadas. Todo es así, como nosotros…
Y ese domingo, cuando llegamos a este rancho, no detuvimos en la entrada porque al principio creímos que estaba abandonado. Tal era su aspecto. Pero de entre el cañaveral de fondo vimos aparecer un niño algo mayor de lo que es ahora Odiseo. Asomó furtivamente, echando miradas indecisas hacia atrás, como si alguien, oculto en el cañaveral, le hubiera mandado asomarse, le ordenara avanzar y el no se animara. El chico estuvo así un momento, sin atreverse a dar un paso ni tampoco a retroceder, mirándonos. Nosotros también lo mirábamos en silencio, hasta que el niño, sobrepuesto de su extraña cautela, no se acercó, pero comenzó a mirarnos con mayor firmeza, sin necesidad de apelar al cañaveral y actuando por si solo. Mi marido lo llamó con una seña y el chico obedeció, pero tras el, apareció otro muchacho y otro y un cuarto, de más edad, o por menos de mayor estatura y robustez. De cualquier manera, el primero era el más chico de todos, pero más grande que Odiseo (este Odiseo, ya crecido, y no el que yo llevaba en brazos y mamaba aun no se que de mis pechos, pues hacia varios días que no tomábamos más que mate).
Mi marido les preguntó:
“-¿Dónde esta el padre de ustedes?”
Ellos le contestaron en seguida, sin esperar haberse acercado a nosotros lo suficiente, despreocupados de que les oyéramos o no. No recuerdo cual de ellos habló primero: tal vez el más chico, el que se parecía a Odiseo.
“-No tenemos padre.”
Entonces el les volvió a preguntar:
“-¿Y la madre?”
Ninguno de nosotros dos esperábamos que nos contestaran lo que nos contestaron:
“-No tenemos madre.”
Cuando dijeron eso me pareció y me ha seguido pareciendo durante mucho tiempo que los cuatro habían hablado una a la vez y que los cuatro tenían cara de eso: cara de no tener madre; no de ser huérfanos, sino de son haber tenido nunca madre –lo cual es una estupidez-, y haber nacido por su cuenta, pero es entupido, porque ni eso siquiera era posible en esas –estas- tierras blancas, donde no crece ni el abrojo, ni el sorgo de Aleppo, ni el abrepuño, y apenas la manzanilla de perro, ni ninguna otra plaga y menos alguna planta como la gente, sacada la caña, con flor y con fruta.
Era la primera vez que yo oía semejante cosa, y nunca se me había ocurrido pensar en ello. Es probable que a mi marido le pareciera tan extraño como a mí el hecho de que hubiera en el mundo –aunque se tratara del desconocido departamento de Gualeguay- niños abandonados, sin padre ni madre. Pensábamos en lo mismo cuando el les preguntó:
“¿Murieron?”
“-No, no murieron. No tenemos, y se acabó. ¿Por qué?”
Esta vez el que habló fue el mayor. Lo recuerdo porque vi en el rostro de los otros tres el deseo de relatar algo, de contarnos una historia y revelarnos quizá el misterio de su nacimiento o de la manera en que habían perdido a sus progenitores, pero el mayor, con un gesto, se adelantó a ellos.
“-¿Siempre ha sido así?” –insistió aún mi marido. Yo mientras tanto, miraba a Odiseo, que dormía en mis brazos. Pensé, y eso alivió mi cansancio, que mi hijo era más rico, finitamente más rico y dichoso que los cuatro muchachos del rancho, que no tenían padre ni madre y que jamás los habían tenido.
“Es indudable –me dije- que todo ser humano ha nacido de mujer y necesita haber tenido un padre. Sin embargo, el hecho de no haberlos conocido equivale a no haber tenido jamás, y a eso quizás se refieren los muchachos. De cualquier modo no estamos tan mal: mi Odiseo tiene padre y madre, es decir que alguien lo quiere, y todavía lo amamanta.”
“-Siempre” -le contestaron.
Mi marido silbó, y además parecía seguir adivinando mi pensamiento, pues yo fui presa de la misma curiosidad y les hubiera hecho la misma pregunta.
“-¿Y donde comen?”
“-En el tres” –contestaron.
“¿Qué es el tres?, me pregunte yo, pero mi marido, que seguía aún adivinando mi pensamiento:
“-¿Y que es el tres?”
Y yo, que miraba a Odiseo, dejé de mirarlo, porque el hambre que tenia me obligaba, me ha obligado siempre que la padezco, a mirar donde se habla de comer, y también porque me consumía de curiosidad por saber donde comían esos muchachos –sin-padre-ni-madre, y que significado tenía ese número “tres”.
Los muchachos se echaron a reír antes de contestar. Uno de ellos se tiró al suelo y dio una vuelta carnero, mientras se destornillaba de risa.
“-¿Ustedes no son de acá entonces?” –dijo el mayor, y lanzó una nueva carcajada. Se reía de una manera extraña, desesperada. No se porque, oyéndolo reír así, que de los cuatro era el que más cara de huérfano tenía. Siguió riéndose, pero se me ocurrió sin alegría. Por el contrario, su risa me entristeció.
“-No –dijo mi marido-, no somos de acá.”
Nuevas carcajadas, entre las que sobresalía las del mayor: Parecía reír concientemente así, superando adrede a los demás y dejar sentado que no eran alegría lo que esas risas expresaban, sino todo lo contrario, una profunda e inevitable tristeza.
“-Ah, me parecía” –dijo el mayor.
Consultó a los demás con una mirada socarrona, convencional, que no sé si sus amigos le entendieron, pero que de cualquier modo les provocó nuevos accesos de risa. El, en cambio, calló otra vez, tratando de dirigir a su arbitrio las actitudes de los otros, pero estos no le obedecieron y se siguieron riendo y tirándose al suelo, simulando luchar entre sí, y revolcándose como gorriones en un patio desierto. Algunos de ellos lanzó provocativamente unas palabrotas, no dirigida, empero, a ninguno de los presentes, mas dando a entender que ya no les impresionaba nuestra presencia y como para borrar definitivamente el clima de alarma y cautela que había creado entre ellos nuestra imprevista llegada. Mientras los otros revoloteaban a nuestro alrededor, mi marido y el mayor intercambiaron una larga e intensa mirada, de esas que cambian dos hombres antes de pelearse a muerte, midiendo sus fuerzas. De no haber sido el otro algo más que un niño, yo me hubiera asustado.
“¿Qué es eso del “tres”? –preguntó mí marido, no se si interesado todavía en ello o para dar fin a esa peligrosa mirada.
“-El regimiento –dijo el mayor con naturalidad, como si lo anterior lo no hubiese embarazado en lo más mínimo-, el regimiento 3 de Caballería, pero lo malo –agregó, pasando con la misma naturalidad a un tono confidencial y amistoso- es que hay que ayudar a limpiar la “morocha” después, y las mujeres se van no bien les llenan los tachos, haciéndose las que les tienen miedo a los soldados. Son unas vivas.”
Pareció que iba a hacer un gesto obsceno y me miró a mí dando a entender claramente que no lo hacía no por respeto a las mujeres que iban al regimiento, sino por mí. Se acercó y miró a Odiseo. Sus amigos corrían y gritaban alrededor del rancho, se acercaban y se alejaban de nosotros, delegando en el mayor, en nombre de todos, la conversación, pero como si quisieran controlar, de tanto en tanto, el giro que esta tomaba. El mayor parecía asumir el papel dirigente, sin un ápice de afectación o inquietud, con una responsabilidad innata y del todo serena.
“-Lo traen de lejos” –dijo.
Pero mi marido, que pensaba lo mismo que yo, le preguntó:
“-¿Me van a enseñar donde queda el regimiento?”
“-Lindo gurí –dijo el otro. No se porque me pareció premeditado su elogio de Odiseo que, pese a ser mi hijo, no creo que ofreciera en ese momento un aspecto muy saludable. El elogio, sin embargo, aunque cargado de una oculta intención, no me pareció insincero. Se me ocurre que el muchacho, por alguna razón, trataba de captarse mi simpatía, sin importarle mucho ni poco la relación con mi marido.
“-Que va a ser lindo –dijo mi marido-, pero… ¿me vas a enseñar o no donde queda el regimiento?”
“-¿Qué apuro tiene? –dijo el muchacho-. Y no me van a decir que no es un lindo gurí. ¿No señora?”
“-Yo lo veo lindo –dije-, pero soy la madre. Todos hemos sido lindo para nuestra madre. ¿No te parece?”
Esta vez el muchacho no contestó. Me miró, en cambio, pero de una manera distinta por cierto que a mi marido, con dulzura e inquietud. Solo entonces me pareció que perdía su habitual serenidad, preguntándose tal vez si el también, en esa forma al menos, había sido asimismo admirado. Trató inmediatamente de ocultar esa debilidad, y sintiéndose descubierto por mí, se dirigió a mi marido:
“-Le voy a enseñar, como no, pero mire: no hay que abusar; ya somos muchos, y a veces no alcanza para todos los que van.”
Debo suponer que mi marido esta vez también pensó lo mismo que yo, aunque nada dijo. Estuve en un tris de pedirle que nos apuráramos a fin de ser los primeros, pero supuse, y supuse bien, como mi marido, que no valía la pena ir al regimiento tan temprano, sino al mediodía o aún más tarde.
***
Buenos Aires  -   Editorial Sopaus -   1958



No hay comentarios:

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char