domingo, 24 de noviembre de 2013

A causa del sol


                                                          

ALBERT CAMUS
(Mondovi, Argelia, 1913-Villeblerin, Francia, 1960)

El extranjero
(Fragmentos)

Persistía el mismo resplandor rojo. Sobre la arena el mar jadeaba con la respiración rápida y ahogada de las olas pequeñas. Caminaba lentamente hacia las rocas y sentía que la frente se me hinchaba bajo el sol. Todo aquel calor pesaba sobre mí y se oponía a mi avance. Y cada vez que sentía el poderoso soplo cálido sobre el rostro, apretaba los dientes, cerraba los puños en los bolsillos del pantalón, me ponía tenso todo entero para vencer al sol y a la opaca embriaguez que se derramaba sobre mí. Las mandíbulas se me crispaban ante cada espada de luz surgida de la arena, de la conchilla blanqueada o de un fragmento de vidrio. Caminé largo tiempo. Veía desde lejos la pequeña masa oscura de la roca rodeada de un halo deslumbrante por la luz y el polvo del mar. Pensaba en el fresco manantial que nacía detrás de la roca. Tenía deseos de oír de nuevo el murmullo del agua, deseos de huir del sol, del esfuerzo y de los llantos de mujer, deseos, en fin, de alcanzar la sombra y su reposo. Pero cuando estuve más cerca vi que el individuo de Raimundo había vuelto.

Estaba solo. Reposaba sobre la espalda, con las manos bajo la nuca, la frente en la sombra de la roca, todo el cuerpo al sol. El albornoz humeaba en el calor. Quedé un poco sorprendido. Para mí era un asunto concluido y había llegado allí sin pensarlo.

No bien me vio, se incorporó un poco y puso la mano en el bolsillo. Yo, naturalmente empuñé el revólver de Raimundo en mi chaqueta. Entonces se dejó caer de nuevo hacia atrás, pero sin retirar la mano del bolsillo. Estaba bastante lejos de él, a una decena de metros. Adivinaba su mirada por instantes entre los párpados entornados. Pero más a menudo su imagen danzaba delante de mis ojos en el aire inflamado. El ruido de las olas parecía aun más perezoso, más inmóvil que a mediodía. Era el mismo sol, la misma luz sobre la misma arena que se prolongaba aquí. Hacía ya dos horas que el día no avanzaba, dos horas que había echado el ancla en un océano de metal hirviente. En el horizonte pasó un pequeño navío y hube de adivinar de reojo la mancha oscura porque no había cesado de mirar al árabe.

Pensé que me bastaba dar media vuelta y todo quedaría concluido. Pero toda una playa vibrante de sol apretábase detrás de mí. Di algunos pasos hacia el manantial. El árabe no se movió. A pesar de todo, estaba todavía bastante lejos. Parecía reírse, quizá por el efecto de las sombras sobre el rostro. Esperé. El ardor del sol me llegaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor amontonárseme en las cejas. Era el mismo sol del día en que había enterrado a mamá y, como entonces, sobre todo me dolían la frente y todas las venas juntas bajo la piel. Impelido por este ardor que no podía soportar más, hice un movimiento hacia adelante. Sabía que era estúpido, que no iba a librarme del sol desplazándome un paso. Pero di un paso, un solo paso hacia adelante. Y esta vez, sin levantarse, el árabe sacó el cuchillo y me lo mostró bajo el sol. La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que me alcanzara en la frente. En el mismo instante el sudor amontonado en las cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y espeso. Tenía los ojos ciegos detrás de esta cortina de lágrimas y de sal. No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente e, indiscutiblemente, la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mí. La espada ardiente me roía las cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que- daba en la puerta de la desgracia.
(...)
Cuando el Procurador volvió a sentarse hubo un momento de silencio bastante largo. Yo me sentía aturdido por el calor y el asombro. El Presidente tosió un poco, y con voz muy baja me preguntó si no tenía nada que agregar. Me levanté y como tenía deseos de hablar, dije, un poco al azar por otra parte, que no había tenido intención de matar al árabe. El Presidente contestó que era una afirmación, que hasta aquí no había comprendido bien mi sistema de defensa y que, antes de oír a mi abogado le complacería que precisara los motivos que habían inspirado mi acto. Mezclando un poco las palabras y dándome cuenta del ridículo, dije rápidamente que había sido a causa del sol. En la sala hubo risas. El abogado se encogió de hombros e inmediatamente después le concedieron la palabra. Pero declaro que era tarde, que tenía para varias horas y que pedía la suspensión de la audiencia hasta la tarde. El Tribunal consintió.
(...)
Me sentía agotado y me arrojé sobre el camastro. Creo que dormí porque me desperté con las estrellas sobre el rostro. Los ruidos del campo subían hasta mí. Olores a noche, a tierra y a sal me refrescaban las sienes. La maravillosa paz de este verano adormecido penetraba en mí como una marea. En ese momento y en el límite de la noche, aullaron las sirenas. Anunciaban partidas hacia un mundo que ahora me era para siempre indiferente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo pensé en mamá. Me pareció que comprendía por qué, al final de su vida, había tenido un «novio», por qué había jugado a comenzar otra vez. Allá, allá también, en torno de ese asilo en el que las vidas se extinguían, la noche era como una tregua melancólica. Tan cerca de la muerte, mamá debía de sentirse allí liberada y pronta para revivir todo. Nadie, nadie tenía derecho de llorar por ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo. Como si esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char