miércoles, 12 de febrero de 2014

¿No hay monstruos? ¿No hay demonios? ¿No hay satanases?

GIORGIO MANGANELLI

(Milán, Italia, 1922–Roma, id., 1990)

"De acuerdo con la razón, tendría que aceptar que estoy muerto; y, sin embargo, no tengo memoria de esa lacerante descomposición, la opaca decadencia corporal, ni de las manías interiores, terrores y esperanzas que, dicen, acompañan el recorrido hacia la muerte; aunque sí recuerdo cierta aridez tanto del cuerpo como de la mente; un desasosiego taciturno, un continuado desasimiento de las preocupaciones graves, para entretenerme con imágenes entre pobres y sórdidas, casi como si jugara con las deshilachadas orlas de mis terrores..."
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“Repaso los tiempos en los que no habría dudado en llamarme vivo; y enumero los síntomas del existir; la estrechez del cuerpo, el miedo del alma intolerante de sueños nocturnos, por lo que sólo me llegaban fragmentos de color, casi lamentos de sueños que yo abortaba, o diseños inacabados de cuerpos descuidados y fofos, y el asomar culpable del sueño, condenado, horrorizado ante el cómputo de las horas inminentes; y me pregunto si no sería aquella condición de muerto, y no habría ahora subido al infierno, tal vez bien merecido por mi desesperación.”
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“–¿No hay monstruos? ¿No hay demonios? ¿No hay satanases?
–No he dicho tanto. Pero tal vez los monstruos pertenecen a otros infiernos; o tal vez son juegos de este donde permanecemos; o mejor aún, te persiguen recortes de noche. No ansían devorarte, pero no se separan de ti, porque la noche, diferente ella sola de ésta que ahora conocemos, nos persigue, o tal vez nos mendiga y suplica (…)."
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“–Pero si estamos en algún lugar, tendríamos también que "ser"; pero tal vez "ser" no es lo mismo que "vivir".
–Claro que podrían ser condiciones diferentes; incluso incompatibles.
–¿El que vive no es?
–Exacto.
–Pero para responder a esta pregunta tendríamos que saber dónde estamos. ¿No estamos en el infierno?
–Es posible, es probable. Pero no sabría decir más.
–Vamos, algún modo habrá de saber si estamos en el infierno. Y si resulta claro que estamos aquí, nos dispondremos a una estancia prolongada, tal vez molesta. (…)”

(De Giorgio Manganelli. Del infierno. Editorial Anagrama. Barcelona 1991.)
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"He depuesto mis ansias de volátil, apagado el estruendo de la interrogación, depuesto el silencio de la espera. Estoy de nuevo en el bosque, y una minúscula, perfecta felicidad me ha sido otorgada. Amor, he decidido desposarte. Irremediablemente. No me digas que ni siquiera sé cómo te llamas, dónde estás, si existes. Yo te desposaré en cualquier caso. Quisieras preguntarme dónde está el anillo; por una vez, no te diré nada. Te poseo en el bosque; no me interesa que tú estés aquí o no; te he encontrado.
Donde los árboles se desarriman, abriendo espacio a un subitáneo claro, me topo con un árbol sutil, antiguo, solitario. Eres tú. Yo afirmo que eres tú. ¿Quién más podría decirlo? No, no le hablaré a ese árbol. Ante él me inclinaré. "Te saludo, esposa mía". Un estremecimiento sacude las infinitas hojas de todos los árboles del mundo. Lentamente camino, te contemplo. Yo soy tu anillo, amor.
Amor, aquí abajo el clima es idéntico y dulce, mullido de lluvia. Te echo de menos, te echo mucho de menos. ¿Ya sabes, pues, que ésta es la descripción de nuestro amor; que yo no esté jamás donde tú estás, y que tú no estés jamás donde estoy yo?
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«Amor, creo necesario nombrarte, más exactamente pronunciar tu definición, tu cometido, puesto que de ti ignoro nombre y existencia. Así pues, yo te nombro: un dedo fónico te señala en el centro de la noche. No rememoro tiempos en que no fuera de noche, de manera que no he tenido jamás forma distinta para señalarte que no fuera este distraído y atento juego de una mano que no diviso. Esto, a ti que no puedes escuchar, quisiera decirte: tengo que marcharme, al punto, en esta noche que en todo instante está igualmente lejos del alba y del ocaso; camino y hablo quedamente, rechina bajo mis pasos la madera del pórtico, escucho el fragor del bosque. Bajo la luminiscencia de nubes bajas, de nieblas, intento escribir una carta que no irá a parar a ti jamás.»
(Giorgio Manganelli, Amore, Siruela, Madrid, 2008. Trad. cast. de Carlos Gumpert.)
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"La persona que vive allí, en el tercer piso, no existe. No quiero decir que el apartamento está desalquilado, o deshabitado; quiero decir que la persona que lo habita es inexistente. En cierto modo, la situación es simple: una persona que no existe no tiene problemas sociales, no tiene que afrontar el menudo cansancio de la conversación con los vecinos. Si bien no saluda a nadie, también es cierto que a nadie ofende, y no tiene problemas con ninguna persona. Por ejemplo, en el apartamento habitado ahora por la persona que no existe, vivía antes un hombre de profesión imprecisa, pero desagradablemente conocido por su tendencia a molestar indistintamente a todas las mujeres a las que por alguna razón se aproximaba. Lo más molesto era precisamente el hecho de que no se trataba de un vicioso, para cuya corrección habría bastado con un buen escarmiento, sino de un hombre que se enamoraba con una frecuencia excepcional siempre con intenciones serias, y deseaba casarse, aparentemente con cualquiera, hasta con mujeres casadas, madres maduras, abuelas canosas de charla fácil. En cualquier caso, el señor era molesto; tanto, que un día había abandonado su apartamento, no había vuelto a dar señales de vida. Como al cabo de cierto tiempo había ocupado la casa la persona inexistente, alguien se había preguntado si entre el señor enamorado y el inexistente no había alguna relación; y hubo incluso quien dijo que el inexistente no era más que el enamorado, muerto; pero le hicieron observar que un muerto, o un fantasma, no tiene nada que ver con un inexistente. Como es normal, al principio hubo comentarios, preguntas, curiosidades después, la extrema discreción del inexistente hizo que fuera prácticamente ignorado; no intentaba casarse, no manifestaba polémicas ideas políticas, no ensuciaba la escalera. En cierto modo, era el inquilino ideal. Y aquí es, precisamente, donde comenzó el malestar; una vaga irritación, que altera la concordia de la casa, de sus tranquilos y dignos habitantes. Todos ellos se sienten un poco culpables porque, inevitablemente, hacen ruido, charlan, cuando se encuentran, de cosas irrelevantes y tal vez indiscretas, sacuden las alfombras, ensucian la escalera. Advierten en la impecable conducta del inexistente una continua reconvención. “Pero quién se cree que es, sólo porque no existe”, murmuran: está claro, han comenzado a envidiar, y pronto odiarán, la desenvuelta y evasiva perfección de la nada." 
De Centuria. Cien pequeñas novelas río (Ed. Anagrama, 1979).

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char