martes, 20 de mayo de 2014

Un bruto con galones, olvidando precisamente que es un bruto, no se obsesionaría con el recuerdo de haber hecho sufrir

MARGUERITE YOURCENAR 
(Bruselas, Bélgica, 1903-EE.UU., 1987)



Prefacio de la autora
a EL TIRO DE GRACIA
(1939)

El tiro de gracia, novela corta que se sitúa en torno a la guerra del 1914 y a la Revolución rusa, fue escrito en Sorrento en 1938 y publicado tres meses antes de la Segunda Guerra Mundial –la de 1939–, o sea, aproximadamente veinte años despues del incidente que relata. El tema se halla a un mismo tiempo lejos de nosotros y muy cercano; lejos, porque innumerables episodios de guerra civil se han ido superponiendo a estos a lo largo de veinte años, y muy cerca porque el desamparo moral que describe sigue siendo el mismo en que nos vemos aún, y más que nunca, sumidos. El libro se inspira en un suceso auténtico y los tres personajes que aquí se llaman Eric, Sophie y Conrad son poco más o menos semejantes a como me los había descrito uno de los mejores amigos del principal interesado. La aventura me conmovió, como espero que conmoverá al lector. Además, mirándola desde el punto de vista literario, creo que lleva en sí todos los elementos del estilo trágico y, por consiguiente, se presta admirablemente a insertarse en el marco del relato tradicional, que parece haber contenido ciertas características de la tragedia. Unidad de tiempo, de lugar y –como lo definía antaño Corneille con expresión singularmente acertada– unidad de peligro; acción limitada a dos o tres personajes de los cuales uno, al menos, es lo bastante lúcido para tratar de conocerse y juzgarse a sí mismo; finalmente, inevitabilidad del desenlace trágico al que tiende siempre la pasión, pero que, de ordinario, en la vida cotidiana, adopta unas formas insidiosas o más invisibles. El escenario mismo, ese oscuro rincón de un país báltico aislado por la revolución y la guerra, parecía satisfacer –por unas razones análogas a las que Racine expuso perfectamente en su prefacio a Bajazet– las condiciones del juego trágico, liberando la aventura de Sophie y de Eric de lo que serían para nosotros sus contingencias habituales, y dando a la actualidad de ayer esa distancia en el espacio que es casi lo equivalente al alejamiento en el tiempo. Mi intención, al escribir este libro, no era la de recrear un medio o una época, o no lo era sino de forma secundaria. Pero la verdad psicológica que buscamos pasa demasiado por lo individual y particular para que podamos, con la conciencia tranquila, como lo hicieron antes que nosotros nuestros modelos de la época clásica, ignorar o silenciar las realidades exteriores que condicionan una aventura. El lugar que yo llamaba Kratovicé no podía ser únicamente un vestíbulo de tragedia, ni aquellos sangrientos episodios de la guerra civil eran solo un fondo rojo para una historia de amor. Habían creado en sus personajes cierto estado de desesperación permanente sin el cual sus actos y gestos no tenían explicación. Aquel muchacho y aquella muchacha a los que yo solo conocía por un breve resumen de su aventura no existirían plausiblemente a no ser bajo su propia iluminación y, siempre que ello fuera posible, dentro de unas circunstancias históricas. De ahí que este tema, elegido porque me ofrecía un conflicto de pasiones y voluntades casi puro, haya terminado por obligarme a desplegar mapas de Estado Mayor, a indagar más detalles en boca de otros testigos oculares, a buscar viejas revistas para tratar de encontrar en ellas el débil eco o el débil reflejo –que por aquella epoca llegaban a Europa occidental– de las oscuras operaciones militares en la frontera de un país perdido. Más tarde, en dos o tres ocasiones, hombres que habían participado en esas mismas guerras en el país báltico, me hicieron el favor de asegurarme espontáneamente que El tiro de gracia coincidía con sus recuerdos, y ninguna crítica favorable me ha tranquilizado nunca tanto sobre la sustancia de uno de mis libros. La narración está escrita en primera persona y puesta en boca del principal personaje, procedimiento al que a menudo he recurrido, pues elimina del libro el punto de vista del autor o, al menos, sus comentarios y permite mostrar a un ser humano haciéndole frente a la vida y esforzándose más o menos honradamente por explicarla, así como, en primer lugar, por recordarla. Pensemos, no obstante, que un largo relato oral hecho por el personaje central de una novela a unos complacientes y silenciosos oyentes es, pese a todo, un convencionalismo literario; en La sonata a Kreutzer o en El inmoralista, el héroe se narra a sí mismo con esa precisión de detalles y esa lógica discursiva; no es así en la vida real; las confesiones verdaderas suelen ser más fragmentarias o repetitivas, más enredosas o más vagas. Estas reservas pueden aplicarse también, como es natural, al relato que hace el héroe de El tiro de gracia en una sala de espera, a unos camaradas que apenas le hacen caso. Una vez admitido, no obstante, este convencionalismo inicial depende del autor de una narración de esta clase el crear aun ser de carne y hueso, con sus cualidades y sus defectos expresados por sus propios tics de lenguaje, sus enjuiciamientos acertados o falsos y los prejuicios que él ignora tener, las mentiras que él confiesa o sus confesiones que son mentiras, sus reticencias e incluso sus olvidos. Pero semejante forma literaria tiene el defecto de requerir más que ninguna otra la colaboración del lector: le obliga a reconstruir los acontecimientos y los seres vistos a través de un personaje que dice«yo», como si fuesen unos objetos vistos a través del agua. En la mayoría de los casos, esa desviación del relato en primera persona favorece al individuo que –se supone– se expresa en él; en El tiro de gracia, por el contrario, esa deformación inevitable cuando uno habla de sí va en detrimento del narrador. Un hombre como Eric von Lhomond piensa a contracorriente de sí mismo; su horror a engañarse lo empuja a presentar sus actos, en caso de duda, de la manera menos favorable para él; su temor a dar  pábulo a críticas lo encierra dentro de una coraza de dureza que no suele soportar un hombre auténticamente duro. De ello resulta que el lector ingenuo puede hacer de Eric von Lhomond un sádico y no un hombre decidido a enfrentarse, sin pestañear, con la atrocidad de sus recuerdos; un bruto con galones, olvidando precisamente que es un bruto, no se obsesionaría con el recuerdo de haber hecho sufrir; también puede el lector tomar por antisemita profesional a ese hombre en quien la burla referida a los judíos forma parte de un conformismo de casta, pero que deja asomar su admiración por el valor de la prestamista israelita e introduce a Grigori Loew en el círculo heroico de los amigos y adversarios muertos. Suele ser, como imaginamos muy bien, en las relaciones complicadas entre amor y odio donde más se marca esa separación entre la imagen que el narrador traza de sí mismo y lo que él es o lo que ha sido. Eric parece relegar a un segundo plano a Conrad de Reval, y no ofrece de este amigo ardientemente amado, sino un retrato bastante desdibujado, primero porque no es hombre a quien le guste insistir sobre aquello que más le conmueve y, seguidamente, porque no tiene gran cosa que decirles a unos indiferentes sobre aquel camarada desaparecido antes de haberse afirmado o formado. Un oído sagaz tal vez reconocería, en algunas de las alusiones a su amigo, ese tono de ficticia desenvoltura o de imperceptible irritación que uno siente hacia quien amó demasiado. Si, por el contrario, deja en el lugar mejor a Sophie y la pinta con bellos colores hasta en sus flaquezas o en sus pobres excesos, no es sólo porque el amor de la joven lo halaga y hasta lo tranquiliza, es porque el código de Eric lo obliga a tratar con respeto a ese adversario, que es una mujer a quien no ama. Otras tergiversaciones son menos voluntarias. Ese hombre, por lo demás clarividente, sistematiza sin quererlo unos impulsos y unos rechazos que fueron los de la primera juventud: quizás estuviera más enamorado de lo que creía de Sophie; con toda seguridad estaba más celoso de ella de lo que su vanidad le permitía reconocer y, por otra parte, su repugnancia y su rebelión en presencia de la insistente pasión de la joven son menos extrañas de lo que él supone, son efectos casi banales del primer encuentro de un hombre con el terrible amor. Más allá de la anécdota de la muchacha que se ofrece y del hombre que la rechaza, el tema central de El tiro de gracia es, ante todo, esa comunidad de especie, esa solidaridad de destino entre tres personas sometidas a las mismas privaciones y a los mismos peligros. Eric y Sophie, sobre todo, se parecen por su intransigencia y su apasionado deseo de ir hasta el final de sí mismos. Los extravíos de Sophie se deben, sobre todo, a la necesidad de entregarse en cuerpo y alma, mucho más que al deseo de ser poseída por alguien o de gustar a alguien. El afecto que Eric siente por Conrad es más que un comportamiento físico o incluso sentimental; su opción corresponde verdaderamente a cierto ideal de austeridad, a una quimera de camaradería heroica; forma parte de una manera de ver la vida; su erótica incluso es un aspecto de su disciplina. Cuando Eric y Sophie se encuentran al final del libro, he tratado de mostrar, a través de las escasas palabras que merecía la pena intercambiasen entre ellos, esa intimidad o ese parecido más fuerte que los conflictos de la pasión carnal o de vasallaje político, más fuerte incluso que los rencores del deseo frustrado o de la vanidad herida, ese lazo fraternal tan apretado que los une hagan lo que hagan y que explica la hondura misma de sus heridas. En el punto al que han llegado, importa poco cuál de esas dos personas da o recibe la muerte. Poco importa incluso que se hayan aborrecido o amado. Sé que me inscribo a contracorriente de la moda si añado que una de las razones que me hizo escribir El tiro de gracia es la intrínseca nobleza de sus personajes. Hay que entender bien el sentido de esta palabra, que para mí significa ausencia total de cálculos interesados. No ignoro que existe una suerte de peligroso equívoco en hablar de nobleza en un libro cuyos tres principales personajes pertenecen a una casta privilegiada, de la que son los últimos representantes. Sabemos muy bien que las dos nociones de nobleza moral y de aristocracia no siempre se superponen, ni mucho menos. Y, por otra parte, se caería en el prejuicio popular actual al negarse a admitir que el ideal de la nobleza de sangre, por muy ficticio que sea, ha favorecido en ocasiones en ciertos temperamentos el desarrollo de una independencia o de un orgullo, de una fidelidad o de un desinterés que, por definición, son nobles. Esa dignidad esencial, que a menudo la literatura contemporánea niega por convencionalismo a sus personajes, tiene tan poco que ver, por lo demás, con el origen social, que Eric, pese a sus prejuicios, se la concede a Grigori Loew y se la niega al hábil Volkmar que, sin embargo, pertenece a su medio y a su campo. Con el sentimiento de tener que subrayar así lo que debería caer por su propio peso, creo mi deber mencionar finalmente que El tiro de gracia no tiene por objetivo exaltar o desacreditar a ningún grupo ni a clase alguna, a ningún país ni a ningún partido. El hecho mismo de que yo, deliberadamente, le haya puesto a Eric von Lhomond un nombre y unos antepasados franceses –quizá para poder prestarle esa acre lucidez que no es especialmente una característica germánica– se opone a la interpretación que consistiría en hacer de ese personaje un retrato idealizado o, por el contrario, un retrato-caricatura, de un cierto tipo de aristócrata o de oficial alemán. Es por su valor de documento humano (si es que lo tiene), y no político, por lo que fue escrito El tiro de gracia, y así es como debe ser ser juzgado.
30 de marzo de 1962
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El tiro de gracia, trad. Emma Calatayud, Alfaguara, Madrid, 1988.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char