Tomada de |
(Bolonia, Italia, 1922-Ostia, id., 1975)
La rabia
Camino sobre el portal del jardín, una pequeña
galería de piedra hundida a ras
de tierra, hacia el suburbano
huerto, abandonado aquí desde los días de Mameli,
con sus pinos, sus rosas, sus achicorias.
Aldededor, detrás de este paraíso de paisana
tranquilidad, aparecen
las fachadas amarillas de los rascacielos
fascistas, de las últimas obras,
y, debajo, más allá de un camino de gruesas lajas,
hay una caballeriza, sepulcral. Dormita
bajo el buen sol, un poco frío, el gran huerto
con la casita en medio, ochocentesca,
blanca, donde murió Mameli,
y un mirlo cantando, trama su intriga.
Este pobre jardín mío, todo
de piedra... Pero he comprado una adelfa
-nuevo orgullo de mi madre-
y tiestos de toda especie de flores
e incluso un muñequito de madera, un querubín
obediente y rosado, un poco malandra,
encontrado en Porta Portese, caminando
en busca de muebles para la nueva casa. Colores,
pocos, la estación es amarga: horas
de luz ligera, y verdes, todo los verdes...
Sólo un poco de rojo, torvo y espléndido,
semiescondido, amargo, sin alegría:
una rosa. Pende humilde
de su rama adolescente, como de una tronera,
tímido resto de un paraíso hecho añicos.
De cerca, es todavía más humilde, parece
una pobre cosa indefensa y desnuda,
una pura actitud
de la naturaleza, que se encuentra al aire, al sol,
viva, pero de una vida que la ilusiona
y la humilla, que la hace casi avergonzarse
de ser tan rústica
en su extrema ternura de flor.
Me acerco todavía más, siento su olor...
¡Ah, gritar es poco, y es poco callar:
nada puede expresar una existencia entera!
Renuncio a todo acto... Sé solamente
que en esta rosa sigo respirando,
un solo, mísero instante,
el olor de mi vida: el olor de mi madre...
¿Por qué no reacciono, por qué no tiemblo
de alegría, o gozo de una pura angustia?
¿Por qué no sé reconocer
este antiguo lazo de mi existencia?
Lo sé: porque en mí está ya contenido el demonio
de la rabia. Un pequeño, sordo, lóbrego
sentimiento que me intoxica:
agotamiento, digo, febril impaciencia
de los nervios: pero no es libre ya la conciencia.
El dolor que poco a poco de mí me aliena,
si yo me abandono apenas,
se despega de mí, se arremolina por su cuenta,
me late desacordado en las sienes,
me llena el corazón de pus,
no soy más el dueño de mi tiempo...
Nada habría podido, una vez, vencerme.
Estaba encerrado en mi vida como en el vientre
materno, en este ardiente
olor de humilde rosa mojada.
Pero luchaba por escaparme, allá, en la bella provincia
campestre, poeta veintiañero, siempre, siempre,
para sufrir desesperadamente,
desperadamente alegrarse... La lucha terminó
con la victoria. Mi existencia privada
no está encerrada entre los pétalos de una rosa
-una casa, una madre, una pasión afanosa.
Es pública. Hasta el mundo que me era desconocido,
me es cercano, familiar,
si es dado conocer, y poco a poco,
se me impuso, necesario, brutal.
No puedo ahora fingir que no lo sé:
o no saber cómo él me quiere.
Qué especie de amor
cuenta en esta relación, qué acuerdo infame,
No arde una llama en este infierno
de aridez, y este árido furor
que impide a mi corazón
reaccionar ante un perfume, es un escombro
de la pasión... Con casi cuarenta años,
me encuentro en la rabia, como un joven
que de sí sólo sabe que es nuevo,
y se encarniza contra el viejo mundo.
Y como un joven, sin piedad
o pudor, no escondo
este estado mío: no tendré paz, jamás.
De "La religione del mio tempo. Poesie incivili" (abril, 1960), Tutte le poesie, Mondadori, Milán, 2003
Versión: Jorge Aulicino
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