domingo, 15 de junio de 2014

Oh, corazón, sal a mirar tanta dulzura

Fernando Lorenzo 

(Mendoza, Argentina, 1924-1997)

En un lujoso cementerio

En un lujoso cementerio que se llama Brahms
y en la cara más azul de mi recuerdo intenso
te postrabas, indómita, como la leche honda
de los niños hambrientos, sobre cubierta,
en el mar, blanqueándolo todo.
Aparecías sin milagro, crecías a bordo igual
a las plantas olvidadas. Cohabitabas
con la última luz del día, el primer destello
manso de la mañana. Era como llorar
verte crecer en las colinas terribles
haciendo señales. El mar era la nada.
Un montón de olas muertas flotando y flotando.
La muerte huía.
Por vereda y vereda ronda hoy tu recuerdo.
Morí y morí. Sangré. Basta de dioses.
Echa la falda al fuego y amémonos despacio a través de
las venas azules de los héroes
que gastaron su tiempo sin quejarse. Anda.
Trepa el muro liviano. Hemos muerto como el tiempo
bajo la primavera de los otros.

(Revista "Reloj de Agua", 1976)
**
El agua

De arriba vino lluvia: persistía
la nieve aún en círculos gigantes sobre el liquen,
la estatuaria, el armo,
y se abría el carozo como un labio
a recoger la altura con el agua;
mientras como vestida para la muerte, la cala,
con su espita amarilla de beber la armonía,
salió a encontrar la fábula del mundo.

Oh, corazón, sal a mirar tanta dulzura,
tanta música tuya en el espacio:
las manos como peces, la espalda, el corazón,
brazos que juegan a nacer, que va a hablar,
y dice la rosa y gira, oh, corazón,
sal a mirar cómo gira hasta la perla pura inmóvil el
hombre
porque el pan ha crecido
y el costado del pan, junto a la lanza,
ha dado a la luz la espiga nuevamente.
La paloma y su eje con el pecho mojado.
**
El día

Es azul o violeta el día que se levanta.
El corazón recomienza su pequeño estruendo.
En mi ciudad todos seguimos conociendo el
Ilusorio poema de la vida. Alguien deserta,
alguien se incorpora al coro
con gritos que estremecen la placenta
y los caireles de la lámpara.
Una mujer, un hombre, un árbol hacia arriba,
un nido seco, un perro, un sapo, un caballo,
la ola de dolor en la garganta, la fiebre
de los ríos, la pantera en su casa del zoológico,
el armamento verde de la primavera,
los átomos dispersos y la tristeza unida,
el caliente estertor de los rincones donde
jugaron niños que se fueron,
la gente en la vereda, el alcohol, la comida,
el brusco sueño, el demorado insomnio,
los dedos de la mano en procesión hacia lo
necesario,
el terciopelo cabalgado de la noche volando
con astucia de muerte.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char