miércoles, 9 de julio de 2014

¿Qué quiere acá, ese muerto?

Arturo Capdevila

(Córdoba; 1889-Buenos Aires, Argentina, 1967) 

In Memoriam

Madre del alma, madre: Es la hora en que pienso
las cosas más amargas. De par en par abierto
está el ensombrecido palacio del recuerdo.

Por las desiertas salas, bajo los sacros techos,
la vieja pompa es humo; toda la casa, un hueco;
y en el hogar, tú sabes, que es ya ceniza el fuego.

Así es la vida: polvo. Menos que polvo: viento.
Menos que viento: sombra. Menos que sobra: un eco
Acaso un eco inútil. ¡O todavía menos!

¿Qué me quedó siquiera de tus sagrados besos?
¿Que me quedó de aquellas caricias de otro tiempo?
Polvo en la frente... ¡Vana ceniza entre los dedos!

¿Qué me quedó siquiera de tus postreros besos?
Contigo se callaron. Contigo se durmieron.
-También los enterramos, dirá el sepulturero.

Por el callado alcázar de mi recuerdo, yerro.
Contémplanme las quietas cariátides de yeso,
y hay una que interroga:
-¿Qué quiere acá, ese muerto?
**
Pórtico de Melpómene

Melpómene, la musa de la tragedia viene…
–¡Oh! Y esta noche el viento no sé qué ritmo tiene,
solemne, doloroso. No sé qué notas huecas,
bajo el marchito bosque, sobre las hojas secas,
junto a las muertas aguas…

–Melpómene, ¿qué es esto?

Hoy tienes, más que nunca, desencajado el gesto,
frías las manos, frías como de mármol,
¡frías como de muerta! Cuenta qué ha sido de tus días;
cuenta por qué escondidas cavilaciones viejas
te ahondan las miradas el arco de las cejas.
Tiemblan tus senos. Cuenta por qué tiemblan tus senos,
y aduérmeme sobre ellos, como a los niños buenos…
Estás terrible. Vierten tus pestañas severas
un tinte de violetas de invierno en tus ojeras,
y como rosas manto de oro, tus mejillas
se alargan ovaladas, fragantes y amarillas…

Tus ojos se me antojan más negros que otras veces,
la solitaria esfinge de un páramo  pareces.
¿Qué tienen tus pupilas? Hoy noto que están ellas
muchísimo más tristes que todas las estrellas.

Melpómene: Me acuerdo de aquella cacería…
El bosque a medianoche, y la mujer que huía…
Yo en pos, con ambos brazos hambrientos, extendidos
allá por los más agrios senderos escondidos;
Y ella delante siempre, jadeando de congojas,
mientras su fuga hacía crujir las muertas hojas.
¿Recuerdas? A la lumbre lunar, apenas era
como un fantasma aquella mujer de mi quimera,
que yo amaba y odiaba desesperadamente.

Después, junto a la margen sonora de una fuente,
cayó…¡caíste! ¡Puesto que eras tú misma! Estabas
pálida como ahora…Caíste vencida, agonizante…
y yo rodé por tierra, desmelenado, hipante,
y comencé a besarte, y comencé a morderte,
como quien va a matarte por fin, ¡o a poseerte!...
Después fuiste mi sombra de mala agorería…
Un lamento que pasa…, una traición que espía…,
Un poco de crespones y de ceniza; un poco
de miedo, de vergüenza, de pensamiento loco…
Vientre preñado…, boca de antojo y de lascivia…,
beso que no se cumple…, rencor que no se entibia…,
visión de desvarío, de infamia y de pecado…
¡Antes de que te toque, ya sé que me has manchado!
Un eco en una tumba: eso es lo que tú eres.
¡Pero por eso mismo me buscas y me quieres!
¡Pero por eso mismo, de par en par abiertas,
están para tu paso mis consagradas puertas;
y en toda noche infame, con un amor mendigo,
En tálamos monstruosos te acostarás conmigo!

Es raro tu destino,  trágica musa. Pero…
Zeus lo manda. Zeus ha dicho: Así lo quiero.
Son para ti las aras en que doblega el toro
los coronados cuernos mientras salmodia el coro.
Es tuya aquella estatua que con un signo hace
guardar silencio ante esa tumba en que un hombre yace.
Es tuyo, en el propíleo, cada agrietado plinto;
tuyas las sepulcrales calles del laberinto.
Es tuya esa ondulante víbora que discurre
por  tanto sacro mármol donde a dormir se escurre.
Es tuyo el eco  vano: tuya la piedra rota;
tuya esa inútil agua que entre las ruinas brota;
tuyo el intercolumnio del templo derruido,
en medio de este inmenso silencio del olvido;
tuyo el carcaj que brilla con lámina siniestra;
tuyo el ensangrentado puñal de Clitemnestra;
tuya la eterna Roma que se enrojece y arde;
tuya Pompeya, a solas con el sol de la tarde….,
tuya la noche, tuya la sombra, hebra por hebra,
la urna que se rompe, la losa que se quiebra;
tuyo el sit, tivi,y el requiescat in pace,
y tuya cada cosa que en polvo se deshace.

Eres sacerdotisa de todos los que gimen:
Esfinge del misterio y oráculo del crimen.
Pero sin la tragedia, sin la llaga y la herida,
sería algún suceso muy mísero la vida.
Se ha menester el puño chispado de amargura,
y el hacha que destroza de un golpe la armadura.
Ha menester la tierra, de la sentencia inscripta
con sangre sobre el mármol funeral de una cripta.
 Los campos se avergüenzan de las vitales mieses:
¡Ellos quisieran bosques profundos de cipreses!
¡Yo te declaro eterna, Melpómene enemiga,
Melpómene traidora, Melpómene mendiga!
Cae en mis brazos, musa; sobre mis brazos cae…
Tu llanto me refresca: tu infamia me distrae…

Ayer, cuando tornaba del camposanto, ¡oh musa!,
con la cabeza baja, con la razón confusa,
y con los ojos llenos de lágrimas estaba
junto a mi umbral la Muerte.
                                                        Me dijo: –Te esperaba.
Se deslizó conmigo por zaguán obscuro,
palpando como una ebria los zócalos del muro.
Cogióme de la mano. Me estremecí de frío.
Abrimos las dos puertas de un gran salón vacío.
– No, no es aquí; sigamos…
                                                 Seguimos poco a poco,
abriendo puertas, puertas…
                                                  ¡Y no era allí tampoco!

Atravesamos juntos el patio. Anduvo…, anduvo…
Iba…, tornaba…; iba…, tornaba…  Se detuvo.
Era la alcoba en donde mi madre balbucía      
las tristes oraciones de la viudez sombría.
Entre sus nobles manos brillaba el crucifijo.
La Muerte, en una mueca letal:
                                                        –Aquí es, me dijo.
–¡No!  ¡No entres! –clamaba mi súplica–. ¡No entres!
¡Ciega te vuelva el Cielo para que no la encuentres!
¡Y mi rencor te muerda! ¡Y mi dolor te ladre!–
Pero ella entró, y ahora yo ya no tengo madre…

Deja que llore, deja correr mi amargo lloro.
Unos tenemos llanto, como otros tienen oro…
Ayer, cuando mi madre finó su trayectoria,
Cantaban las campanas del sábado de gloria.
Ayer, cuando mi padre se ahogaba en su agonía,
cascabeleaba el mundo y el Carnaval reía.
Hoy, cuando añoro su amor y les bendigo,
profano mis recuerdos al trasnochar contigo.
Deja que llore; deja correr mi amargo lloro.
Unos tenemos llanto, como otros tienen oro.
Pero lo mismo es todo. Reír…, llorar… ¡Lo mismo!
Somos un río negro rodando hacia un abismo.
La diferencia es pobre. La diferencia es leve:
Una onda lleva espuma y otra onda lleva nieve.
Ved la verdad.
                          Yo mismo tuve una edad florida;
Desparramé las horas; desperdicié mi vida.
Fuí llama, y al ser llama, fui crédulo y fui ciego.
Porque ignoré que el humo es la vejez del fuego.
¿No adviertes mi humareda? Me quemo y me consumo.
¡Que nunca sea fuego quien tiemble de ser humo!
Y ahora, musa, canta lo que los dos sufrimos…
Alza tu voz sincera con que a sentir coadyuvas.
Las vides de mi verso se cargan de racimos:
¡Que sople un viento fuerte que haga caer las uvas!

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char