jueves, 27 de agosto de 2015

Aparece una luna con cara de campesino borracho

JORGE TEILLIER
(Lautaro, Chile, 1935-Viña del Mar, Chile, 1996)



Estos trenes que ya no has de beber son los mismos que surgían de los libros y revistas ilustradas que coleccionábamos emocionados en nuestra infancia.

Es el mismo tren que le da forma a mi país, que avanza conducido por el padre de Neruda.

El que atraviesa las canciones mejicanas y el que descubre cada vez el mar, que como el amor, llena todas las ventanas al entrar a Valparaíso.
***
Los trenes de la noche

1
El puente en medio de la noche
blanquea como la osamenta de un buey.
Entre la niebla desgarrada de los sauces
debían aparecer fantasmas,
pero sólo pudimos ver
el fugaz reflejo de los vagones en el rio
y las luces harapientas
de las chozas de los areneros.

 2
Nos alejamos de la ciudad
balanceándonos junto al viento
en la plataforma del último carro
del tren nocturno.

Pronto amanecerá.
Los fríos chillidos de los queltehues
despiertan a los pueblos
donde sólo brilla la luz
de un prostíbulo de cara trasnochada.

Pronto amanecerá.
En las ciudades
miles de manos se alargan
para acallar furiosos despertadores.

Pronto amanecerá.
Las estrellas desaparecen
como semillas de girasol
en el buche de los gorriones.
Los tejados palpitan en carne viva
bajo las manos de la mañana.

Y el viento que nos siguió toda la noche
con cantos aprendidos
de torrentes donde no llega el sol,
ahora es ese niño desconocido
que se despierta para saludarnos
desde un cerezo resucitado.

3
Recuerdo la Estación Central
en el atardecer de un día de diciembre.
Me veo apenas con dinero para tomar una cerveza,
despeinado, sediento, inmóvil,
mientras parte el tren en donde viaja una muchacha
que se ha ido diciendo que nunca me querrá,
que se acostaría con cualquiera, menos conmigo,
que ni siquiera me escribiría una carta.
Es en la Estación Central
un sofocante atardecer
de un día de diciembre.

4
En la estación de Renaico
un caballo blanco enganchado a un coche
espera sin impacientarse.
Espera bajo toda la lluvia
destilada por el mantel sucio del cielo,
rodeado de toda la soledad
de un mundo redondo e infinito.

5
Los pinos descortezados y nudosos
pasan interminablemente delante de nosotros,
y nos miran hasta que nos damos cuenta
de que su rostro es el rostro
de nuestros verdaderos antepasados.

6
La tierra en primavera
y las ruedas del tren
aplastan las hormigas.

7
Cuando el pequeño tren se anima a subir la cuesta
mira temeroso a la luna
que lo contempla con la misma cara airada
conque el reloj de cocina mira a un adolescente
que por primera vez llega tarde a casa.

8
El sol apenas tuvo tiempo para despedirse
escribiendo largas frases sin esperanza
con la negra y taciturna sombra
de los vagones de  carga abandonados.
Y en la profunda tarde sólo se oye
el lamentable susurro
de los cardos resecos.

9
Una estrella nueva
sobre los cercos rotos.
Sobre los cercos rotos de orillas de la línea
a los que vienen a robar tablas este invierno
los habitantes de las poblaciones callampas.

Una estrella nueva
sobre las pobres fogatas
a cuyo rededor se agrupan los hombres
que ni siquiera contemplan el paso de los trenes.

10
Yo hubiese querido ver de nuevo
el pañuelo de campesino pobre
con que amarraste tu cabellera desordenada por el puelche,
tus mejillas partidas por la escarcha
de las duras mañanas del sur,
tu gesto de despedida
en el andén de la pequeña estación,
para no soñar siempre contigo
cuando en la noche de los trenes
mi cara se vuelve hacia esa aldea
que ahogaron las poderosas aguas.

11
Qué hacer en este cuarto de hotel de provincia
después de viajar todo el santo día,
sino tenderse en la sucia cama
a hojear revistas de hace treinta años
(donde sonríe AI Jolson y aún vuelan dirigibles,)
sin poder dejar de oír los oscuros silbatos
que vienen desde los patios ferroviarios.

12
Con un amigo espero la pasada
del Expreso de las 23,15
ese tren fugaz como botella de vino
en manos de mi amigo y yo.
Tendido bajo las estrellas tiernas
como los agujeros en la carpa de un circo pobre
mi amigo habla de una muchacha
a la que espera ver a la pasada del Expreso.

Yo no espero ver
sino esas sombras que recorren los cercos
No espero escuchar sino esos pasos
que vienen desde el aserradero incendiado.
No espero ver sino los pedazos de botella
que la luna hace brillar entre los rieles,
y no espero oír
sino los maullidos del gato perdido entre los geranios
llenos de hollín
que cuidara la hija enferma del guardacruzadas.

El oleaje del Expreso
pasa remeciendo la Estación.
Mientras mi amigo corre
hacia ventanillas iluminadas y sin rostros,
yo escondo tras los dedos del pasto
mi cara resquebrajada como una hoja
cansada de soportar el peso de la noche.

13
El silbato del conductor
es un guijarro
cayendo al pozo gris de la tarde.
El tren parte con resoplidos
de boxeador fatigado.
El tren parte en dos a un pueblo
como cuchillo que rebana pan caliente.
Los vagabundos quedan mirando
a los niños andrajosos
que juegan entre castillos de madera.
De las chozas dispersas a lo largo de la vía
salen mujeres a recoger carboncillo entre los rieles,
otras reúnen la parchada ropa
crucificada en los alambres
tendidos en los patios llenos de humo,
y algunas inmóviles y serias como grandes sandías
recogen en los umbrales el lerdo sol de fines de otoño,
ese sol que apenas puede escurrirse entre los álamos.

14
Sobre el techo recién pintado de azarcón
de la bodega triguera
enredada en la humareda que deja el tren nocturno
aparece una luna con cara de campesino borracho
enrojecida por el resplandor de los roces a fuego.

15
Podremos saber
que nada vale más
que la brizna roída por un conejo
o la ortiga creciendo
entre las grietas de los muros.
Pero nunca dejaremos de correr
para acompañar a los niños
a saludar el paso de los trenes.

16
Los pueblos se arremolinan en mi memoria
como páginas de un libro viejo arrancadas por
una ventolera:
Renaico, Lolenco, Mininco, Las Viñas,
Púa, Perquenco, Quillén y Lautaro.

De nuevo aparecen con sus postes de telégrafo
derribados por el último temporal,
con sus casas afirmadas hombro a hombro
como ancianas que se emborrachan
para recordar las fiestas de principios de siglo.

Los pueblos flotan en mi cabeza
que he inundado de vino en este largo viaje
como flotan los viejos troncos
en los ríos en crecida.

Inundo de vino mi cabeza
para olvidar la cancioncilla senil
que tararea el carro de tercera,
para olvidar a los torpes campesinos
con sus canastos con quesos o gallinas,
y a los viajantes con voz de abejorros
que ofrecen los naipes y peinetas.

Cierro los ojos
y afirmo mi frente enhollinada
en los vidrios de la ventanilla
mientras la noche hunde en los ríos
su frente arrugada por los peces.

17
Ha terminado el verano.
Regreso a la ciudad como tantas otras veces
en el sudoroso tren de la tarde.
Ha terminado el verano,
no sin antes marchitar con sus manos polvorientas a los
girasoles,
no sin antes resecar los cardos que crecen junto
a los rieles.
A la ciudad debía acompañarme el viento del sur.
El viento que se queda rondando por los campos y es el sereno
que los villorrios escuchan sin esperanza todo el invierno
como ancianos que en caserones ruinosos pegan sus oídos
a relojes sin agujas.
El viento que barre con cardos y girasoles.
El viento que siempre tiene la razón y todo lo torna vacío.
El viento.
Quizás debiera quedarme en este pueblo
como en una tediosa sala de espera.
En este pueblo o en cualquier pueblo
de esos cuyos nombres ya no se pueden leer en el retorcido
letrero indicador.
Quedarme resignado como una mosca en invierno
escribiendo largos poemas deshilvanados
en el reverso de calendarios inservibles
sin preocuparme de que nadie los lea o no los lea,
o conversando con amigos aburridores
sobre política, fútbol o viajes por el espacio
mientras tictaquean las goteras del bar.

Todo empieza a quedar en penumbras.
El viento apaga la luz de los últimos girasoles.
Todo está en penumbras.
La campana anuncia la llegada del tren
y siento el mismo temor del alumno nuevo
cuando sus compañeros lo rodean
en el patio de cemento de la escuela.
Pero debo dejar el pueblo
como quien lanza una colilla a un suelo:
después de todo ya se sabe bien
que en cualquiera parte la vida es demasiado cotidiana.

Hasta luego: rieles, girasoles,
maderas dormidas en los carros planos,
caballos apaleados de los carretoneros,
carretilla mohosa en el patio de la casa del jefe-estación,
tilos en donde los enamorados han grabado torpemente
sus iniciales.

Hasta luego,
hasta luego.
Hasta que nos encontremos sin sorpresa
viajando por los trenes de la noche
bajo unos párpados cerrados.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char