lunes, 5 de octubre de 2015

Te hago un favor, oh, Eco

IVÁN SILÉN 
Tomada de othlo.com

(Puerto Rico, 1944)

El poeta todavía habla con los dioses!..

Los buitres tuyos, entonces, andariegos, locuaces
y el Cálao,
solitario mío,
no pueden volar juntos bajo el mismo cielo,
porque la belleza de uno no se parece
a la ceniza del Hades
y la belleza del otro,
lánguida, idiota, mercanciada
y oscurecida en el sida,
se parece a la belleza del limo
de los copistas del Limbo.

Te hago un favor, oh, Eco,
aunque día de Borges,
aunque lo abandone un poco,
aunque me ría de él rosadamente
con el Narciso que te mira,
mientras remas naufragamente en el corazón de “Dios”
como la-imagen-de-otro-Ego-meus
del universo repetido mío
do contemplas en tu mano
el rubí del rey burgués que finge la mujer
eclipsada de tus lunas y eclipsada
en los cisnes darianos de vidrios azules,
cristal de roca
del cielo mago-azurro,
amarillos y verdosos,
do-contemplas-los-culos-de-los-niños-rotos
en las lámparas de tus vírgenes locas
mientras sueñas climateamente
para huir de los bosques encendidos del tiempo
do mi flecha apunta el corazón
de los plagiarios.
**
El minotauro de Kristo
o el año 2003

Sueñen, poetas,
haraposos del alma de Dios,
cretinos del deseo,
ambiciosos de la muerte,
y beban y canten y miren de mis manos; sueñen.
Os invito cabras, cabrones, cabroncitos,
a comer la santa Cena
de la carne de Dios,
del inconsciente de Dios
y a publicar conmigo el día postrero.
Yo nací oscuro
de la vulva de la muerte.
Nací muerto, incandescente, altivo
de la risa de la madre,
ebrio en el amor de la cadáver
(yo que anduve, soy,
yo decadente, Dandy,
terrorista,
loco,
petulante,
sabio y
fracasado de amor en las caricias).
No tengo nada que ofrecerte del mundo,
no tengo nada que ser del mundo,
ni un dedal, ni una aguja,
ni una pistola, ni un violín,
sino este dolor de muela,
este dolor del falo
como un clavo atravesado en la garganta,
como una espada atravesada en el oído.

Yo quise escribir
como un cretino
que sueña
demokráticamente
en los arrecifes.
Pero estaba prohibido por Dios.
Dios me había prohibido ante los hombres.
Y Dios me llamaba:
“Yván Soledad, fantasma mío,
carne mía, cruz mía.”
Pero estaba prohibido ante la muerte,
aunque ésta cantaba
sirenas
contra la soberbia de Ulises
que sueña ser héroe de San Juan…

Yo quería una red,
un pedazo de ser,
una hostia, una campana,
pero estaba prohibido
el placer de la mariposa negra.
Estaban prohibidos los amigos,
porque a cada estupidez
el Minotauro abría los ojos
y rugía dragonamente
contra los siervos de la poesía y
oían desde el coro que la suerte era gris
en las esquinas confusas de la muerte.

Sólo tengo, sólo me queda
este dolor que orina
y esa palabra que duele,
que aúlla loba parida
en las entrañas de los dioses.
Esta palabra loba
que anda entre los subways,
entre los senos de las mujeres hermosas
como una geisha
en los burdeles.
Esta palabra como una madre hipotecada
(que orgasma en los secretos
y copula en los silencios d’espalda,
de perfil, de sed,
al borde del disparo):
navajas mohosas
que Dios vende
en el mercado de las pulgas
contra todos los poetas del yanquismo.

¡Padre mío, que estás en la locura,
santifícame, orgásmame, úngeme!
Porque yo vivo aterrado como un santo
que pasa ebrio, cantando,
por las sombras del ojo
de la aguja, de los ojos
de las vulvas,
amarillas, azules
y violetas.

Yo paso pánico, furioso,
como una monja
delante del asesino deseado.
(Yo leo como un negro ciego que pide limosna.)
Como una niña que ha tomado
la guagua equivocada
para soñar el cielo…
Yo sólo anhelo a Dios en las esquinas.
En la vulva de l’amada,
caracol del cielo,
gimiendo por la risa o por tus hostias de mujer
te oigo, Dios,
en las palabras pequeñas, añejas
como risas, como rosas de lata
como angustias de moho
en las paredes, Rumi,
de tus canciones.
Yo amo estos sueños inciertos,
como un asesino.
Yo amo ese Dios que orina
contra las copas del templo,
contra las copas de Jerusalén,
y contra el fetichismo de las mezquitas
y contra la costra de la sangre
de las mujeres en lunas
asesinadas por los musulmanes
y por los cristianos.

¡Os invito, poetas,
rebélense en nombre del amor
contra el cielo y la tierra
a publicar la muerte
(la vergüenza, la traición,
el odio de ustedes
sulamitamente
en la nave de los locos
que levitan
en el deseo
de tocar el odio,
el oído, el inconsciente
de Dios
como una vulva)!

Yo colecciono los clítoris de pan
de las estatuas de ustedes.
Los gatos azules de las monjas
de ustedes:
en las gavetas inciertas
de los sueños mohosos de ustedes,
en la sombra vulgar de mi padre
y en la sombra reluciente de mi abuelo,
de mi caballo blanco incierto
oscuro de otoño,
en la isla de Patmos,
do Visnú pasa en el enano verde de la noche,
do Visnú pasa en el pez falo de Pan,
do Visnú canta nabimente
en el reino de los hombres
(¡oh, Tláloc!,
¡oh, Dyonisio!,
¡oh, Kristo!)…

Yo pasé delante del espejo de la muerte.
Yo tengo Mala Suerte
como una madre
que me lleva y que me trae
en el sinsabor de los amigos
que publican hermosas ediciones de oro
y los críticos los masturban
por fama en el mes de julio
delante de las puertas de l’Academia.
Yo sólo escribo debajo de l’arena
(un ataúd, una cerveza, un mar),
un vidrio,
un alacrán,
un sueño,
una sed, una ceniza, una farfalla,
en la madera d’extraños ataúdes
el nombre mío de Israfil
ebrio, Henoc,
distante
esquizo,
anunciando
que Cristo
ha resucitado de los muertos.

E io vampiro
como un Cristo cojo, inclemente, airado,
como una farfalla
que reparte la lengua
entre los niños que matricidan,
que corren, aúllan y
mastican amapolas,
espinas y pompones
en el sueño americano
(cabroncitos de Dios, ¡despierten!)
d’esas madres de trapo
que los visten
y los cantan y
los envían al infierno.

Las muñecas más oscuras que las madres,
las madres más oscuras que la muerte,
más cremadas,
ahumadas, cocidas…
Esas madres imposibles
como la ira
que llorara Jesús,
marihuanamente solo
clavado a una rosa lila,
a un denario roto…

Madre, he ahí tu muerto;
he aquí tu sombra, hijo,
porque Cristo se ha sublevado
anarquistamente
como un salmo de David,
y se ha sublevado como un niño
mirramente
que brinca la tablita y
peregrina,
en el columpio de la cruz.
Cristo se arroja en su Volkswagen encendido,
molotov al hombro,
como hojas de otoño,
como lluvia de mar en las espumas,
como la sed de mar
en los espejos,
aúlla la cruz
altoparlantemente:

Yo conozco los nombres de todos mis amigos
que no acudieron cuando estuve triste,
ni llegaron cuando estuve solo
ni me dieron amistad
cuando tuve anhelos,
ni me dieron sed
cuando tuve hambre,
ni me dieron de comer
cuando tuve insomnios,
ni me dieron de soñar
cuando estuve muerto.
Y ellos te preguntarán, Señor:
¿cuándo lo vimos triste o solo,
sediento o paranoico?
¿Cuándo te vimos nostálgico y furioso,
desamparado y risueño?

Yo conozco los nombres de todas las moscas
que rondaron mis poemas:
bienaventurado el poeta
que no plagió la muerte, ni registró la muerte,
ni anduvo en los poemas del otro poeta.
Bienaventurado el que no desea su auto,
ni la espada de su fama,
ni la mujer oscura de su amigo,
ni el anhelo podrido de su elogio,
ni su taza de arroz mezquinamente,
ni su saliva envenenada
ni la orgía de sus noches de bodas.

Enterradlo,
picadlo
en las latas de salmón molido,
en los paquetes de condones,
o en las hostias amarillas y duras
de los sacerdotes pedófilos
que rezan delante de las mariposas molidas,
machacadas
cuando yo esté
delante de vosotros
con ametralladora pulida,
con niños pulidos
y abra fuego
artaudsianamente
contra ustedes
y abra el sello azul, y
abra el ángel rojo,
y el caballo bermejo del otoño abra
(una noche del eclipse
–un eclipse de la noche–)
y t’escupa Dios, lector, por cobarde,
por pasivo,
por tibio,
por cabrón,
mientras los judíos cantan
un sabbat
fascista
contra los puertorriqueños
y los negros.

Yo creo, blasfemo santamente,
yo bendigo a la pluvia
como a este dolor de muelas,
como a esta fiebre de otoño,
este miedo, este pavor,
como a esa nieve que cae
detrás de tus ojos enamorados…
como esa muerte tuya
y esta muerte mía que lloran
en las palabras duras del poeta,
y en las palabras tiernas de los muertos.

Yo me sublevo, Cristo.
Me sublevo, amor, enamorado de la vida,
de la muerte altiva que se enamora de tu carne
y me visto delicado,
me plancho,
me almidono
como si la muerte me hubiera
caído de las rosas,
y el cielo
me hubiera caído
de los labios de l’amada.

He aquí, minotauramente,
yo estoy delante del Hades y clamo
por el héroe mío
que nos ha de salvar de la costra,
de la maldad, de los burgueses.

Yo t’escribo con mis uñas,
te hurgo el corazón
con est’alma que canta y
te llamo a que me oigas
(en las palabras violentas del amo
–en las palabras tiernas del odio–),
mientras brincas el tiempo
aliciamente,
en los columpios inciertos,
en los caballos de ajedrez que bermejan
la hora en que Cristo orina
contra las vitrinas de Broadway.

Oh, yo te invito, poeta,
navideñamente, porque
os ha nacido un Terrorista en la ciudad de Belén,
yo te sublevo con mi voz de ángel
(de buzo, de astronauta, de gígolo),
una mañana de otoño
no caerá la nieve de tus ojos;
yo te invito a divagar,
entre el insomnio y la noche,
este sueño de amor
yo te clavo las navajas
de oro enamoradas
contra tu confort de mierda.
Yo te invito a soñar como semen,
yo te invito cristianamente,
como a esas hostias o a esas moscas,
o a esos nombres o a esos amigos
(que no quebraron su cáliz a la hora del amor,
ni su cuchara a la hora del odio)
que se burlan y pitan
y coronan la cabeza de Cristo
o la cabeza de Yván Soledad
en las palabras dulces del silencio,
en el tema del amor enterrado
(entre el cenit y el nadir,
entre el ocaso y el alba)…

Yo os invito, poetas,
a beber la risa de mis manos,
a comer la Cena de mi miedo,
cuando el Minotauro se subleve en Cristo
(y cuando Kristo se subleve en Tauro
entre los besos
con una espada,
entre las vulvas como una espada,
yo os invito, entre el orgasmo,
como la espada del amor
contra la espada del odio).

26 de diciembre del 2002
Nueva York

Tomados de circulodepoesia.com


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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char