Algunas cartas de Cesare Pavese
A su hermana María, acerca de Tina, "la mujer de la voz ronca":
"...ni siquiera pensáis en aliviarme esta tortura de cada instante con una esquela de mano de..."(3-3-36)
"Hace mucho tiempo que no tengo ni un saludo de...y no sé si estará ofendida conmigo. Yo sigo esperando. (5-3-36)
"¿Cuándo os hartaréis de fingir que no os enteráis que pido noticias, noticias, noticias y una postal firmada por...? Y aún tenéis el tupé de escribirme si necesito algo. Hace un mes que no pido otra cosa." (12-3-36)
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CARTA ÚLTIMA A PIERINA
Bocca di Magra, agosto 1950
Querida Pierina, he acabado causándote esta aflicción, o esta amargura, pero créeme no podía cumplir de otra forma. La razón inmediata es la inquietud de esta carrera en la que, sin bailar ni conducir, acabo perdedor, pero hay un motivo aún más cierto. Yo estoy, como se dice, al final de la vela.
Pierina, quisiera ser tu hermano -primero porque de esa manera no habría una relación frívola entre nosotros, y además para que tú pudieses escucharme y creerme con confianza. Si me he enamorado de ti no es, como se dice, porque te desease sino porque tú estás hecha con mi misma levadura, actúas y hablas como haría yo, en cuanto hombre, si en vez de haber aprendido a escribir, hubiese tenido tiempo para aprender a estar en el mundo. En realidad, en lo que yo he escrito y en tus días cohabitan la misma elegancia y seguridad. Sé, por lo tanto, con quien hablo.
Sin embargo tú, por árida y cínica que seas, no estás al final de la vela como yo. Tú eres joven, increíblemente joven, eres como yo a los veintiocho años cuando, decidido a matarme por no sé qué decepción, no lo hice –tenía curiosidad por el mañana y por mí mismo- la vida me había parecido horrorosa pero aún así seguía teniendo interés en mí mismo.
Ahora es todo lo contrario: sé que la vida es preciosa pero yo ya no estoy en ella, todo gracias a mí, y que esta es una fútil tragedia, al igual que tener la diabetes o el cáncer de los fumadores. ¿Puedo confesarte, amor, que nunca me desperté con una mujer a mi lado que sintiese mía, que ninguna de las que amé me tomó en serio, y que ignoro la mirada de agradecimiento que dirige una mujer a su hombre? Y, ¿recordarte que, a causa de mi trabajo, siempre tuve los nervios tensos y la imaginación clara y preparada, y el gusto de ganarme la confianzas de los demás? Y, ¿que llevo cuarenta y dos años en el mundo?
La vela no puede quemarse por ambas partes –en mi caso la quemé entera por un solo lado y su ceniza son los libros que he escrito. No te digo todo eso para suscitarte piedad –sé cuanto esta significa, en tales circunstancias- sino para clarificar, para que no creas que cuando me enfurruñaba fuera por diversión o para mostrarme intrigante. Yo ya estoy más allá de la política. El amor es como la gracia de Dios, no nos sirve la astucia.
En cuanto a mí, te quiero, Pierina. Te quiero como una hoguera. Llamémoslo el último esguince de la vela. No sé si volveremos a vernos. A mí me gustaría –en verdad no anhelo otra cosa- sin embargo muy a menudo me pregunto qué te aconsejaría si fuera tu hermano. Lástima que no lo soy. Amor.
Cesare Pavese. Cartas (1926 – 1950), vol. II. Traducción de María Esther Benítez. Madrid, Ibarra/ Alianza, Col. Alianza Tres, 4, 1973.
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De Natalia Ginzburg sobre Leone Ginzburg. «A finales del invierno, Leone Ginzburg regresó a Turín desde la penitenciaría de Civitavecchia», había salido de allí el 13 de marzo de 1936, «donde había cumplido su pena. Llevaba un gabán demasiado corto, un sombrero ajado, plantado un poco de través sobre la negra cabellera.
Caminaba despacio, con las manos en los bolsillos; y lo escrutaba todo a su alrededor con sus ojos negros y penetrantes, los labios apretados, la frente fruncida, las gafas de concha negras, plantadas un poco bajas en la gran nariz». Estaba bajo vigilancia especial. El ojo del régimen nunca más se apartaría de él. Cesare Pavese, continúa Natalia, «venía a ver a Leone todas las tardes; colgaba del perchero su bufandita de color lila, su abrigo con martingala, y se sentaba a la mesa. Leone estaba en el sofá, con el codo apoyado en la pared. Pavese explicaba que venía a casa no por valor, porque él valor no tenía; ni tampoco por espíritu de sacrificio. Venía porque no habría sabido si no cómo pasar la velada,
y no soportaba pasar las veladas solo. Y explicaba que no venía para oír hablar de política, porque a él la política “le importaba un bledo”». Pasada la medianoche, cuando Pavese, tras agarrar la bufanda y el abrigo, había escapado, «Leone se quedaba aún un rato de pie junto a la estantería, sacaba un libro y se ponía a hojearlo, y lo leía como al desgaire, largamente, con el ceño fruncido. Se quedaba así, leyendo como al desgaire, hasta las tres». Después,
un día, «Leone empezó a trabajar con un editor amigo suyo». Los dos, prosigue la narradora, «intentaron convencer a Pavese de que trabajara con ellos. Pavese se resistía. Decía:“¡Me importa un bledo!...». Le bastaba, para vivir, con la suplencia en un instituto. «Al final se convenció... Se convirtió en un empleado puntilloso, meticuloso, les regañaba a los otros dos por llegar tarde por la mañana y por irse a comer a las tres”. Pero ¿quién era Leone Ginzburg, reciente redactor de la pequeña y pobre editorial? «Su verdadera pasión
era la política. No obstante tenía, aparte esta vocación esencial, otras apasionadas vocaciones: la poesía, la filología y la historia».
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Imagen tomada de cartasenlanoche.blogspot.com.es
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
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