Charles Kenneth Williams
(Nueva Jersey, EE.UU., 1936-2015)
CRISTAL
Pensaba que ahora ya habría pasado,
como todo pasa antes o después, pero aún me ocurre
que cuando de repente me topo con mi imagen en un cristal, siento una especie de sacudida, un temblor. Miro rápidamente a otro sitio.
Últimamente, desde que murió mi padre y me acerco a su edad,
lo veo primero a él, y tengo que fijar bien la vista para reconocerme.
He llegado a pensar que mi preciosa singularidad se estaba diluyendo,
pero aún más duro, más cruel que eso, es la manera en que, cuando era joven,
creía cuando mirabas debías poner en ello sentido,
algo más serio, con mayor sustancia: me fijaba en mi pobre rostro
y pensaba, "Todavía no está ahí". Parece que aún lo hago.
¿Qué es lo que no está? ¿La belleza? No es probable. ¿Sabiduría? Menos.
¿Acaso vivimos o intentamos vivir con la intención de embellecernos?
Todo lo que veo por mi parte son los restos de mis otros rostros fracasados.
Pero puede que lo que busquemos sea justamente una mirada menos hiriente:
No un "Todavía no está ahí", sino algo así como "Ya llegará, tranquilo".
***
Suciedad
Mi abuela me lava por dentro la boca
con jabón; ha pasado más de medio siglo
y todavía viene a mi
con aquella cruel, dura barra amarilla.
Todo por una palabra que dije,
que ni siquiera dije, sólo repetí,
pero Abre, dice, ¡abre la boca!
sujetándome la cabeza con la mano.
Ahora sé que su vida fue dura;
perdió tres hijos cuando eran bebés,
luego se murió su marido, también,
dejándola con hijos pequeños, sin dinero.
Me sostenía ante el fregadero para mear
porque nunca había sitio en el baño.
Pero, ¡oh, aquel jabón! ¿Fue quizá su acre sabor
lo que hizo de mí un poeta?
La calle en que vivía no estaba pavimentada,
un apartamento de dos habitaciones estrechas y
la fétida cocina en la que me cazó al acecho.
¿Me atrevo a admitir que después de aquello
nunca volví a quererla realmente?
Vivió hasta los cien, y ni así.
Fue una época triste, de penurias,
pero nunca, hasta ahora, la quise de nuevo.
***
PELIGRO
Difícil saber si el ser humano se muestra especialmente inquieto
con las crisis, calamidades, desastres, o si los desea inconscientemente.
Esos condicionantes tan horrendos, esos previsibles imprevistos,
los habitamos reculando, haciéndoles fintas,
endureciéndonos:
¿pero acaso no prevalece la corazonada sobre la inquietud?
¿acaso no resulta ese estar en guardia una señal del deseo?
¿Cómo podemos llegar a creer que la atención desmesurada
es el mejor modo de enfrentarse a las insinuaciones de la catástrofe?
Se estremece la conciencia: puede que el motivo no
sea tanto el miedo a lo que el futuro pueda o no pueda traernos
como el deseo de eso mismo mediante el miedo, la atención, el cuidado.
Como si la vida resultara más convincente silbando como una navaja.
Pero apenas nos precipitamos en los hechos más allá del tumulto doméstico,
que de por sí puede acarrear terribles consecuencias. Pocas
veces, por fortuna.
Y así sudamos fervorosamente
por los insípidos asuntos del honor y por las ambiciones
frustradas.
Perdemos la amistad. Perdemos la lujuria. Nos tragamos
nuestras pequeñas penas,
nos hacemos ver, ejecutamos nuestra danza de antipatías.
Siempre, "Esos gigantes inconcebibles".
Siempre, "¿Qué serían capaces de hacerme?"
Y así nos colocamos nuestra armadura mental,
nos doblamos y sentimos algo, el pago de la estricta atención
que siempre aguardamos.
Pero todavía una vigilancia tensa, la musculatura del peligro,
aún el secreto grito interior: ¿Qué más, no hay más?
De Reparación. Bartleby Ediciones, 2007. Traducción de Jaime Priede
***
ESTO OCURRIÓ
Una estudiante, una chica joven, en el pasillo del cuarto piso de su liceo,
sentada en el borde de una ventana abierta charlando con amigos
en un descanso entre clases;
pasa un profesor y le dice, ten cuidado, te puedes caer,
casi reprendiéndola en broma, te puedes caer,
y la joven, dieciocho, una niña casi, aunque ella no
piense así,
tan brillante como es, la primera de su clase, y hermosa, también, se lo dicen
a menudo,
le sonríe, y se inclina hacia la ventana abierta, que no estaría
abierta si fuera invierno,
si fuera invierno alguien la habría cerrado ya (¡Ciérrala!)
se inclina hacia la ventana, más y más, sonriendo, un poco más,
ocurre todo en menos tiempo que ahora, un instante realmente, y se deja
caer. Se deja caer.
Un impulso, un capricho, sin haberlo pensado antes, casi tampoco
en el momento de hacerlo…
No, más que un impulso, un capricho, la chica sabe bien lo que está haciendo,
la chica lo hace con sentido, quiere decir algo,
porque, se le ocurre justo en ese momento, sea hermosa o no, brillante
o no,
no se siente ella, no es la persona que es realmente, y el motivo, se da
cuenta de repente,
es que todo está demasiado premeditado en su mundo, demasiado
trazado previamente, demasiado planificado,
apenas hay personas auténticas ahí donde está, o si las hay, no es su caso, no
del todo,
un ser suplantado vive su propia vida, y al parecer cuando
piensa en ello,
sabe lo que está perdiendo: gracia, no premeditación sino gracia,
una forma espontánea de estar en el mundo, con gracia.
El peso del mundo sobre mí.
El peso de este yo que adornaba el mundo sin ser de verdad él mismo.
El peso de este yo que llevo a cuestas,
la liberación de todo eso es lo que deseo y lo que obtengo.
Y la chica recuerda, en ese instante infinito que le devuelve tantos otros
instantes,
el dolor que sintió una vez, sin apenas ser consciente de ello, sólo por habitarse
a sí misma.
Sí, la chica se tira, una caída absurda, baja a la tierra con el impulso de atraer
hacia sí todo ese tipo de caídas,
debe entender que es absurdo, aunque la chica cayendo no sea mi yo,
o aunque lo sea, pero un yo que tomo de mi propia volición hacia mí mismo.
Para siempre. Con gracia. Esto ocurrió.
C. K. Williams. EL CANTO. Edición bilingüe. Traducción de Jaime Priede. Bartleby Editores, Madrid, 2008.
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