(Torquay, 1890-Wallingford, Inglaterra, 1976)
Mató a Poirot en su novela de 1975 La cortina, una muerte de la que se informó en un obituario en primera plana dedicado al detective en The New York Times del 6 de agosto de 1975. Al año siguiente, Christie murió a los 85 años.
"Creo en el presente -comentó Hilda-. No en el pasado. El pasado debe olvidarse. Si tratamos de mantener vivo el pasado, acabaremos desfigurándolo. Lo vemos en términos exagerados, desde una falsa perspectiva."
*
"El carácter de la víctima siempre tiene algo que ver con el asesino. La franqueza y la carencia de sospechas fue la causa de la muerte de Desdémona. Una mujer más suspicaz hubiese advertido las maquinaciones de Yago. La suciedad de Marat le hizo morir en el baño. El temperamento de Mercurio le hizo morir de una estocada."
*
"Son las personas tranquilas y apacibles las que de súbito se demuestran capaces de las mayores valencias cuando pierden el dominio de sí mismas, lo pierden por completo."
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MARY WESTMACOTT
(seudónimo de Agatha Mary Clarissa Miller)
Al instalarse Grannie en casa de Miriam, fue preciso buscar una cocinera para que cubriera el puesto de Rouncy. La sustituyó Mary, una joven de veintiocho años. Era buena y deferente con la anciana. A menudo le hablaba de su novio y de las relaciones entre ambos, que eran ricas en discusiones. Grannie disfrutaba oyéndola hablar de los reumatismos, varices y otros padecimientos que menudeaban en su familia. Le solía dar botellitas con remedios y chales o calcetines para que se los llevara a su gente.
Celia pensó de nuevo en trabajar haciendo algo que se relacionara con la defensa nacional. Pero Grannie se oponía resueltamente, profetizándole los más graves desastres si se fatigaba en exceso.
Adoraba a Celia. No solo le daba continuamente consejos y la advertía misteriosamente contra todos los peligros de la vida, sino que también le regalaba billetes de cinco libras. Fiel a su sistema, seguía sosteniendo la necesidad de tener siempre a mano un billete de cinco libras.
Una vez le dio cincuenta libras en billetes de a cinco pidiéndole que las guardase.
—Que ni tu propio marido se entere de que las tienes. Una mujer nunca sabe cuándo necesitará un huevecito en su nido.
E insistía:
—Recuerda, querida, que los hombres no son muy de fiar. Los caballeros pueden ser muy bien educados, pero de ahí a fiarse de ellos… Por otra parte, un tío débil de carácter no sirve de nada.
Retrato inacabado, novela semi-
**
El atractivo del pasado vino a mí para aferrarse. Para ver una daga lentamente apareciendo, con su resplandor de oro, a través de la arena. El cuidado al levantar potes y objetos de la tierra me llena de un anhelo de ser arqueóloga por mi cuenta.
*
"Es difícil saber cuál es el primer recuerdo que una conserva. Me acuerdo con claridad del día que cumplí los tres años. Nació en mí la sensación de ser importante. Estábamos tomando el té en el jardín, en el lugar donde más adelante se mecería una hamaca entre dos árboles.Había una pequeña mesa de té cubierta de pasteles, con mi tarta de cumpleaños toda bañada en azúcar y con velitas en el medio. Tres velitas. Y luego un hecho significativo: una minúscula araña roja, tan pequeña que apenas podía verla, recorrió el mantel ; mi madre exclamó:
-Es la araña de la suerte, Agatha, la araña de la suerte para tu cumpleaños.
Luego la memoria se desvanece, salvo el vago recuerdo de una porfía interminable de mi hermano sobre la cantidad de pastelillos que podía comer.
¡Estupendo y emocionante el mundo de la niñez!
De Autobiografía, Ripollet (Barcelona).
*
De pequeña, ella sabía que un criado bebía del cucharón antes de servir la sopa a la familia, pero no dijo nada. Cuando la familia se enteró y le preguntó que por qué no lo había contado, ella, que tenía nueve años, les contestó que no le gustaba “compartir información”.
Igual que esto, se enfadó mucho de pequeña, con tres o cuatro años, cuando se enteró de que su niñera había estado escuchando cuando hablaba en voz alta con sus amigos imaginarios. Agatha escribía en su autobiografía: “Los Kitten eran mis Kitten y solo míos. Nadie debía saberlo”.
**
"Lejos de ti esta primavera": Naturalmente no puedo juzgarlo, quizá sea anodino, no esté bien escrito o sea pésimo, pero de lo que estoy segura es de su integridad y sinceridad; escribí lo que deseaba y esta es la más preciada joya que un autor puede tener.
**
El momento de la rosa y el momento del tejo son de igual duración.
T.S. ELIOT
PRELUDIO
Me encontraba en París cuando Parfitt, mi criado, vino a decirme que
una señora solicitaba verme. Añadió que le había dicho que se
trataba de algo muy importante.
Por aquel entonces tenía la costumbre de no recibir a nadie sin una
cita previa. La gente que solicita una entrevista para un asunto
urgente lo único que pretende casi siempre es conseguir ayuda
financiera. Por otra parte, quien realmente necesita dinero no suele
pedirlo.
Pregunté a Parfitt cuál era el nombre de mi visitante y me entregó
una tarjeta. En ella leí: «Catherine Yougoubian». Un nombre que
jamás había oído y que francamente no me entusiasmaba demasiado.
Deseché mi idea de que necesitaba ayuda económica y deduje que
tenía algo que vender. Probablemente una de esas falsas
antigüedades por las que se obtiene un precio mejor si las ofrece el
mismo propietario, forzando al poco interesado comprador con la
ayuda de una charla voluble.
Dije que lo sentía pero que no podía ver a madame Yougoubian,
aunque podría escribirme y exponerme su caso.
Parfitt inclinó la cabeza y se retiró. Contaba con toda mi confianza —
un inválido como yo necesita un ayudante absolutamente fiable— y a
mí no me quedó la más mínima duda de que el asunto estaba
zanjado. Sin embargo, para mi gran asombro, Parfitt volvió a
aparecer diciendo que la dama insistía en verme. Era un asunto de
vida o muerte y se relacionaba con un antiguo amigo mío.
Entonces se despertó mi curiosidad repentinamente. No por el
mensaje que obviamente era una treta; vida, muerte y un viejo
amigo son los tópicos acostumbrados. No, lo que estimuló mi
curiosidad fue la conducta de Parfitt. No era propio de él regresar con
un mensaje de ese tipo.
Llegué a la conclusión, completamente errónea, de que Catherine
Yougoubian era increíblemente bella o, por lo menos,
extraordinariamente atractiva. Pensé que solamente eso podía
explicar la conducta de Parfitt.
Y puesto que un hombre es siempre un hombre, aunque tenga
cincuenta años y sea un inválido, caí en la trampa. Deseé ver a esa
radiante criatura que podía pasar por encima de las defensas del
inexpugnable Parfitt. Por lo tanto le dije que hiciera subir a la dama.
Cuando Catherine Yougoubian entró en la habitación, me produjo tal
impresión que casi me quedé sin aliento.
Pues bien, entonces comprendí perfectamente el comportamiento de
Parfitt. Su modo de juzgar la naturaleza humana era completamente
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infalible. Adivinó en Catherine esa persistencia de temperamento
contra el cual, al final, ceden todas las defensas. Sabiamente capituló
a tiempo y se libró de una larga y agotadora batalla. Porque
Catherine Yougoubian tenía la tenacidad de un martillo de herrero y
la monotonía de un soplete oxiacetilénico, combinadas con el efecto
de desgaste del agua que cae sobre una piedra. Para ella, el tiempo
era infinito si deseaba conseguir un objetivo. Podría permanecer
sentada en mi vestíbulo durante todo el día. Pertenecía a ese tipo de
mujeres que solo tienen sitio en la cabeza para una idea, lo cual les
otorga una enorme ventaja sobre los individuos menos obstinados.
Como digo, el shock que recibí cuando entró en la habitación fue
tremendo. Estaba dispuesto a enfrentarme con la belleza. Por el
contrario, aquella mujer era de una vulgaridad monumental que casi
causaba terror. Pero no era fea. La fealdad tiene su propio ritmo, su
modo de ataque peculiar. Sin embargo, Catherine tenía una enorme
cara achatada como un pastel, una cara como una especie de postre.
Su boca era grande, con un ligero, muy ligero bigote en el labio
superior. Sus ojos, pequeños y oscuros, le hacían pensar a uno en la
grosella de clase inferior de un bollo de mala calidad. Tenía el pelo
abundante, mal recogido y grasiento. Su figura era tan indescriptible
que prácticamente no era en modo alguno una figura. Sus ropas la
tapaban adecuadamente y se acomodaban a ella en todos los lugares.
No se notaba si era delgada u opulenta. Tenía una gran mandíbula y,
como pude comprobar cuando abrió la boca, una voz áspera y
desagradable.
Lancé a Parfitt una mirada de profundo reproche, que él recibió
imperturbable. Claramente daba a entender que, como siempre,
sabía lo que estaba haciendo.
—Madame Yougoubian, señor —dijo y se retiró cerrando la puerta y
dejándome a merced de aquella fémina de aspecto tan determinante.
Catherine avanzó resueltamente hacia mí. Nunca me había sentido
tan desamparado, tan consciente de mi situación de inválido. Me
encontraba ante una mujer de la que convenía salir corriendo y yo no
podía hacerlo. Habló con voz fuerte y firme:
—Por favor, ¿sería tan bueno como para venir conmigo?
Se trataba más de una orden que de una petición.
—Le pido que me disculpe... —contesté, sorprendido.
—Me temo que no hablo bien el inglés. Pero no hay tiempo que
perder. No, no hay tiempo. Le pido que venga a ver al señor Gabriel.
Está muy enfermo. Pronto, muy pronto morirá y ha preguntado por
usted. Así que tiene que verle enseguida.
Me quedé mirándola fijamente. Con franqueza, pensé que estaba
loca. El nombre de «Gabriel» no me había producido ninguna
impresión, en parte, debo confesarlo, porque lo había pronunciado
mal. No sonó en absoluto como «Gabriel», pero, aunque hubiera
sonado así, no creo que hubiera suscitado en mí ningún recuerdo.
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Todo había pasado hacía mucho tiempo. Por lo menos habían
transcurrido diez años desde la última vez que se me ocurriera
pensar en John Gabriel.
—¿Dice usted que alguien se está muriendo? ¿Alguien que yo
conozco...?
Me dirigió una mirada de infinito reproche.
—Claro que sí, usted le conoce. Le conoce muy bien y él pregunta por
usted.
Evidentemente estaba tan convencida que comencé a devanarme los
sesos. ¿Qué nombre había dicho? ¿Gable? ¿Galbraith? Había conocido
a un Galbraith, un ingeniero de minas, pero solo de manera casual,
por lo que me parecía muy improbable que quisiera verme en su
lecho de muerte.
Sin embargo, el que yo no dudara ni un momento de la veracidad de
su afirmación, suponía un tributo a la firmeza de carácter de
Catherine.
—¿Qué nombre ha dicho usted? —pregunté—. ¿Galbraith?
—No, no. Gabriel. ¡Gabriel!
Reflexioné. Ahora había escuchado perfectamente la palabra, pero
solo me sugirió la visión mental del arcángel Gabriel con un enorme
par de alas. La visión concordaba muy bien con Catherine
Yougoubian. Tenía un aspecto semejante a esa clase de mujeres
fervorosas que usualmente se encuentran arrodilladas en el extremo
izquierdo de un cuadro antiguo italiano. Poseía esa peculiar
simplicidad de forma, combinada con la mirada de ardiente devoción.
Añadió con persistencia y tenacidad:
—John Gabriel!
Y entonces me acordé.
Todo volvió a mí. Me sentí como mareado y ligeramente enfermo. St.
Loo, las viejas señoras, Milly Burt y John Gabriel con su pequeño, feo
y dinámico rostro, meciéndose con suavidad sobre sus talones. Y
Rupert, alto y guapo como un joven dios. Y, desde luego, Isabella...
Recordé la última vez que había visto a John Gabriel en Zagrade y lo
que había sucedido allí, despertándose en mí un antiguo sentimiento
de ira y repugnancia.
—Así que se está muriendo, ¿no? —pregunté salvajemente—. ¡Me
encanta oírlo!
—¿Perdón?
Hay cosas que no se pueden repetir fácilmente cuando alguien dice
«¿perdón?» con voz cargada de amabilidad. Catherine Yougoubian
parecía completamente confundida. Me limité a repetir la pregunta:
—¿Dice usted que se está muriendo?
—Sí. Y sufre, sufre terriblemente.
Pues bien, también me sentía encantado de oír aquello. Ningún
sufrimiento de John Gabriel podría compensar todo lo que había
hecho. Pero no podía decírselo a alguien que evidentemente era
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devota admiradora de él.
Me pregunté irritado qué tendría aquel tipo para que las mujeres se
volvieran siempre locas por él. Era feo como el pecado. Pretencioso,
vulgar y fanfarrón. Sin embargo, tenía un cerebro brillante y era, en
determinadas circunstancias (sucias circunstancias), buen
compañero. También poseía humor. Pero ninguna de esas cualidades
era una característica que llamase particularmente la atención de las
mujeres.
Catherine interrumpió el curso de mis pensamientos.
—Por favor, ¿vendrá conmigo? ¿Vendrá enseguida? No hay tiempo
que perder.
La mujer era porfiada, pero yo no desesperé.
—Lo siento, querida señora —dije—, pero me temo que no puedo
acompañarla.
—Pero él pregunta por usted —insistió la mujer.
—No voy a ir —aseguré.
—Usted no me comprende —dijo—. Está enfermo. Se está muriendo y
pregunta por usted.
Me preparé lo mejor que pude para la lucha. Había empezado a
darme cuenta (cosa que Parfitt había comprendido a primera vista)
de que no era nada fácil deshacerse de Catherine Yougoubian.
—Está usted cometiendo un error —aclaré—. John Gabriel no es
amigo mío.
La mujer afirmó con la cabeza muy convencida.
—Sí, claro que lo es. Leyó su nombre en el periódico. Y se enteró de
que usted estaba aquí como miembro de la Comisión. Me dijo que
tenía que enterarme de dónde vivía y conseguir que me siguiera. Y
por favor, tiene usted que venir rápidamente, porque el doctor afirma
que ya le queda poco. ¿Vendrá?
Me pareció que lo más oportuno era sincerarme. Contesté:
—¡Por lo que a mí respecta, ese condenado se puede ir al infierno!
—¿Perdón?
Se me quedó mirando con ansiedad, arrugando su gran nariz e
intentando comprender sin perder su amabilidad.
—John Gabriel no es amigo mío —dije despacio y con toda la claridad
que me fue posible—. Es un hombre al que odio. ¡Que odio!
¿Comprende por fin?
Se quedó perpleja. Parecía que comenzaba a comprender.
—¿Dice usted que odia a John Gabriel? —preguntó con lentitud, como
un niño que repite una lección difícil—. ¿Eso es lo que quiere darme a
entender?
—Exactamente —contesté.
Esbozó una sonrisa de desconcierto.
—No, no —dijo con indulgencia—. No es posible... Nadie puede odiar
a John Gabriel. Es un gran hombre. Un hombre muy bueno. Todos los
que le conocemos moriríamos por él con alegría.
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—¡Dios santo! —exclamé exasperado—. ¿Qué es lo que ha hecho ese
hombre para que la gente opine así de él?
No puedo quejarme porque había sido yo quien lo había preguntado.
Catherine olvidó la urgencia de su misión. Se sentó, retiró un mechón
de pelo grasiento de su frente y sus ojos brillaron con entusiasmo.
Abrió la boca y las palabras comenzaron a fluir como un torrente.
Creo que habló por espacio de un cuarto de hora, más o menos, y sin
interrupción. Lo que decía era a veces incomprensible a causa de las
dificultades de la pronunciación. Otras veces sus palabras fluían como
una corriente cristalina. Pero, en conjunto, su declamación tuvo el
efecto de un gran poema épico.
Habló con reverencia y temor, con humildad y devoción. Habló de
John Gabriel como quien habla del Mesías —y sin duda, para ella lo
era—. Dijo cosas sobre él que a mí me parecieron ferozmente
fantásticas y completamente imposibles. Se refirió a un hombre
tierno, valiente y fuerte. ¡Un líder y un salvador! Un hombre que
arriesgaba su vida para que otros no murieran. Alguien que odiaba la
crueldad y la injusticia con santa y ardiente pasión. Para ella, John
Gabriel era un profeta, un rey y un sabio. Un hombre que descubría
en las personas el valor interior que ellas mismas ignoraban poseer.
Había sido torturado más de una vez; mutilado y medio muerto. Pero
de algún modo su débil cuerpo había superado todas las calamidades
gracias a una enorme fuerza de voluntad y había continuado
realizando lo imposible.
—¿Dice usted que ignora lo que ha hecho? —preguntó al final
completamente incrédula—. ¡Pero si todo el mundo conoce al padre
Clement! ¡Todo el mundo!
Me quedé perplejo porque lo que decía era verdad. Todo el mundo
había oído hablar del padre Clement. Solo su nombre era la
conjuración del mal, aunque algunas personas sostenían que
únicamente era un nombre, un mito y que el hombre real nunca
había existido.
¿Cómo podría describir la leyenda del padre Clement? Imaginen una
mezcla de Ricardo Corazón de León, el padre Damián y Lawrence de
Arabia. Un hombre que tan pronto es guerrero como santo y que
posee la inocente sed de aventuras de un niño. En los años
subsiguientes a la guerra de 1939-1945, Europa y Oriente habían
caído en un negro período. El miedo crecía por doquier y ese mismo
miedo engendraba un nuevo tropel de crueldades y salvajadas. La
civilización había comenzado a resquebrajarse. En India y en Persia
sucedían cosas abominables. Por todas partes masacres, hambre,
torturas y anarquía...
Y de la oscuridad y la niebla surgió una figura, una figura casi
legendaria —el hombre que se llamaba a sí mismo «padre
Clement»—, que salvaba niños, libraba a la gente de la tortura,
conducía a su rebaño por intransitables caminos a través de las
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montañas, dirigiéndolo a zona segura y estableciéndolo en
comunidades. Admirado, querido y adorado, más que un hombre era
una leyenda.
Y según Catherine Yougoubian, el padre Clement era John Gabriel. En
un principio miembro del Parlamento por St. Loo, mujeriego y
bebedor. Un hombre que siempre había intrigado para su propio
provecho. Un aventurero y un oportunista. Un hombre que no tenía
ninguna virtud, a no ser la del valor físico.
De repente, aunque no sin cierto desasosiego, mi incredulidad
comenzó a tambalearse. Por imposible que me pareciera en la
historia de Catherine había un punto de plausibilidad. Tanto el padre
Clement como John Gabriel eran hombres de un valor físico poco
frecuente. Algunas de las hazañas de la legendaria figura, la audacia
de los rescates, las claras baladronadas y, ¿por qué no?, la
imprudencia de sus métodos coincidían con la forma de obrar de John
Gabriel.
Pero John Gabriel había sido siempre un comediante. Todo lo que
hacía, lo hacía con un ojo puesto en la galería. Si John Gabriel era el
padre Clement, el mundo entero estaría enterado del hecho.
No, no lo creía, no podía ser...
Pero cuando Catherine se detuvo sin aliento, cuando la llama de sus
ojos se apagó y cuando con su tono de voz monótono y persistente
me volvió a preguntar «¿Vendrá ahora, por favor?», llamé a Parfitt.
Con su ayuda me levanté y agarré las muletas. Parfitt me ayudó a
bajar las escaleras y a meterme en un taxi. Catherine se acomodó a
mi lado.
Como veis tenía que enterarme de la verdad. ¿Era simple curiosidad o
mi actitud se debía a la insistencia de Catherine Yougoubian? Quizá
hubiera conseguido deshacerme de ella, pero deseaba ver a John
Gabriel. Quería saber si podría conciliar al padre Clement y toda su
historia con lo que yo conocía del John Gabriel de St. Loo. Y quizá
deseara ver también lo que Isabella había visto, lo que tenía que
haber visto para hacer lo que había hecho...
No sabía lo que me esperaba mientras seguía a Catherine
Yougoubian. Subí los estrechos peldaños y entré en el pequeño
dormitorio de la parte de atrás de la casa. Allí se encontraba un
doctor francés con barba y modales de pontífice. Estaba inclinado
sobre su paciente, pero alzó la vista hacia mí y me indicó con gesto
cortés que avanzara.
Advertí que sus ojos me miraban con curiosidad. Yo era la persona a
quien un gran hombre moribundo solicitaba ver.
Recibí una gran impresión cuando vi a John Gabriel. ¡Había pasado
tanto tiempo desde aquel día de Zagrade! No habría podido reconocer
la figura que yacía tranquilamente en la cama. Me di cuenta de que
se estaba muriendo. Su fin estaba próximo. En la cara del hombre
que estaba allí tendido, no aparecía ninguno de los antiguos rasgos
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que yo conocía. Porque tengo que reconocer que, por lo menos
aparentemente, Catherine había estado en lo cierto. Aquel rostro
demacrado era el rostro de un santo. Tenía las señales del
sufrimiento y de la agonía... Denotaba ascetismo. Y también poseía
paz espiritual...
Y ninguna de esas cualidades correspondían al hombre que yo había
conocido como John Gabriel.
Abrió los ojos y me vio, sonriendo burlonamente. Era la misma mueca
y los mismos ojos. Unos ojos hermosos en una diminuta y fea cara de
payaso.
Su voz sonó muy débil:
—¡Así que lo encontró! ¡Los armenios son estupendos! —dijo.
Sí, era John Gabriel. Hizo una seña al doctor. Con voz débil por el
sufrimiento, pero en tono imperioso, pidió un prometido estimulante.
El doctor vaciló. Gabriel insistió. Sospeché que el estimulante
aceleraría el final, pero Gabriel dio a entender claramente que un
postrer derroche de energía le era necesario. Tenía gran importancia
para él.
El doctor se encogió de hombros y accedió. Le administró la inyección
y entonces Catherine y él me dejaron a solas con el paciente.
Gabriel comenzó inmediatamente:
—Quiero que sepa cómo murió Isabella.
Le dije que lo sabía.
—No. No creo que lo sepa —dijo.
Fue entonces cuando me describió aquella escena final en el café de
Zagrade.
La contaré a su debido tiempo.
Después de eso solo dijo una cosa más. Por causa de esa cosa más
decidí escribir esta historia.
El padre Clement sólo pertenece a la historia. Su increíble vida de
heroísmo, entrega, compasión y valor se presta para ser descrita por
ese tipo de gente que gusta de relatar vidas de héroes. Las
comunidades que ha fundado son la base de nuestros nuevos
experimentos de forma de vida y se escribirán muchas biografías del
hombre que las imaginó y creó.
Esta no es la historia del padre Clement. Es la historia de John
Merryweather Gabriel, Cruz de la Victoria en la guerra; un
oportunista, un hombre de pasiones sensuales y de gran encanto
personal. Los dos, cada cual a nuestro modo, hemos amado a la
misma mujer.
Todos comenzamos como la figura central de nuestra propia historia.
Luego nos hacemos preguntas, dudamos y nos llenamos de
confusión. Así ocurrió conmigo. Primero era mi historia. Luego pensé
que era la historia de Jennifer y también la mía. La historia de los
dos. Romeo y Julieta, Tristán e Isolda. Y después, en mi oscuridad y
desilusión, surgió ante mí Isabella, como la luna en una noche
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oscura. Se convirtió en el tema central de la trama y yo únicamente
fui el telón de fondo a punto de cruz. Nada más. Nada más, pero
tampoco nada menos, porque sin el difuso telón de fondo la forma no
se destacaría.
Ahora, otra vez ha variado el personaje central. No es mi historia. No
es la historia de Isabella. Es la historia de John Gabriel.
La historia termina aquí, donde la estoy comenzando. Termina con
John Gabriel. Pero también comienza con él.
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