lunes, 13 de febrero de 2017

Y todo lo que saludablemente leo o invento o confundo

Alfredo Veiravé 

(Gualeguay, Entre Ríos, 1928-Resistencia, Chaco, Argentina, 1991)

Retrato de Filodendro

Si Monet pintó varias veces una parva de heno
en el mismo día para demostrar que la luz cambia el
                                              [color de las parvas,
por qué yo no voy a escribir otro poema al filodendro
                                                             [de mi casa
si siempre los amigos que llegan lo entrevistan
y le toman fotografías y él crece orgulloso contra la
pared igual que una vedette del cine mudo
porque el orgullo es objeto de la vanidad y eso se le nota
en los días de lluvia cuando desdeña las gotas pequeñas
y sólo deja caer sobre sus hojas art nouveau o de medusa
                                                                             [verde,
las gotas grandes y las más sonoras, ah, hijo, le reprocho
                                                             con Hipócrates:
la vida es corta, el arte largo, la ocasión fugitiva,
la experiencia falaz, el juicio dificultoso…
y él me sonríe y me cuenta que otra planta que no me
                                                                   [quiere
nombrar lo ama tiernamente en el jardín de las
                                                               [penumbras.

Además, agrega, la felicidad consiste en saber disfrutar
lo que no se tiene, y no sé por qué enredos vegetales
                                                           [manifiesta
ahora un poco serio: “por eso yo no me mezclo en
                                         [rencillas de palacio".
**
Historia clínica con datos verdaderos y prosaicos

No hagas poemas con problemas personales.
Drummond de Andrade

Hace años me hicieron un personal injerto de tibia
en la columna (Mal de Pott), y luego me extrajeron un riñón
(órgano que no es fácil de colocar en un poema)
hace poco
me pusieron un marlex en el cuerpo:
ya parezco el Vizconde Demediado de Calvino.
Pero esa razón, quizás, él resucita y ama más la vida
y el sol del jardín rejuvenece y tranquilo
y feliz como el destino sereno de las plantas,
yo pienso a mis amigos, a la enferma Katherine, y se llena
de energías vitales subterráneas y abro al azar
por ejemplo
las cartas de Herman Hesse o los versos de Ortiz.
Y todo lo que saludablemente leo o invento o confundo
en el Chaco o Nueva York (perdonen los lectores
la experiencia) son discursos simulados
de la imagen / "Puesto que estos misterios nos rebasan
finjamos ser sus organizadores" (¿y por qué no agregar que la poesía
es una abreviada forma personal de la ansiedad?)

Yo bebo en consecuencia a grandes sorbos en la copa transparente
que me sirve la vida, en el rosado vino
(médico-científico) del amor natural.
**
Carta inconclusa a Juan L. Ortiz bajo la noche de Gualeguay

Ahora estás bajo la noche de nuestro pueblo—estrella de la
       luz de la noche, y está bien que así sea, Juan, porque
       ese fue tu mayor deseo durante tu larga vida.
Ahora estás bajo la tierra de Gualeguay que es liviana para tus
       anhelos de danzarín del alba, el parque y el río,
escala alada que no tiene nombre sino simplemente
                                        algunas repeticiones
                                    como la flor del aromito
                                   como el grito del chingolo
                                como el darse la mano de dos hombres sociales
                               como el hilo de las enredaderas
                           como el campo de La Carmencita,
como aquellas palmeras donde anidaban para ti los pájaros ruidosos al caer la                                                                                                                                                                                                [tarde.
Toda una red de sensaciones de percepciones de motivos
       aéreos, que dejaste para la perfección de otros
       genes animales donde soñarán en el sueño
       hasta reconocerse
       la delicada sombra de una perfección
       humana, el sabio conocimiento de la
       vida.
A veces sientes, me dices, las tropillas del viento por las cuchillas
       de Victoria, las verdes quintas de Gualeguay,
       el murmullo del agua que rompe toda su red melódica
       en un sauce; el grito de las ranas en el costado de los ranchitos.
Pero he aquí que advierto que ahora lo estoy tuteando
       como usted me pedía siempre y en verdad jamás pude saltar ese
       puente de los pronombres, ¿sabe por qué? Porque desde mi adolescencia
       sentí a su lado que estaba en presencia de la poesía misma,
       sagrada, mistérica, tan profunda que se nos hacía
       casi insoportable en los vértigos de las profundidades,
que usted, usted abría con su mano huesuda moviéndose en el aire
       de Paraná, frente al Parque Urquiza,
       que a veces recorríamos y donde usted me hacía sentir
       o escuchar o percibir aquella "brisa del otoño" que
       en pleno verano se había refugiado entre la fresca
       sombra de los árboles, según el movimiento de las hojas.
¿Cree Juan que yo percibí su muerte cuando usted murió?
                            aunque estaba en esos minutos
                                  últimos, muy lejos, casi en
                                             otro continente.
¿Y creerá que esa misma noche de septiembre algunos amigos
       me vieron salir de su casa de Paraná?
       ¿Y que, finalmente, Gerarda fue a ocupar la misma casa donde
       yo nací, frente al viejo correo de Gualeguay, y donde ella
       había colocado su cabeza flotante de yeso?
Por supuesto que no solamente creerá estos milagros del azar
       o de la mente, sino que los explicaría orientalmente,
       como lo hace un maestro zen
       con el silencio.
Pero volvamos a esta noche bajo la cual usted
       duerme el sueño de los justos, de los bienaventurados.
Una noche sobre la cual mañana caerá la luz rosada del amanecer
       "cuando el cielo palidece y se franja"
       y sus gatos y su perro Prestes y sus jacarandaes despierten
       cuando los toque con sus dedos finos y comiencen otra vez
       a hablarnos desde las corrientes de las profundidades
       en esta conversación interminable,
       en el "aura" de nuestro paisaje.

"Aura" como usted la llamaba y que era un resplandor,
       un tipo de conocimiento sobrenatural
       en dos espacios al mismo tiempo, uno que provenía aparentemente, de lo real,
       y otro del alma que se desplaza en sueños
       o en vigilias trascendentes como las suyas.

Ahora comprendo Juan que aquella aparente manía de su letra liliputiense
       no era sino la leve pisada de un insecto mágico
       que deslizaba ideogramas, interrogaciones,
       aptos para un idioma del susurro o ese cantito que usted
       murmuraba entre nosotros,
       antes de abrirse
       hacia el mundo.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char