martes, 19 de junio de 2012

Una buena dosis de inmortalidad

ALICIA STEIMBERG 
(Buenos Aires, 1933-Buenos Aires, Argentina, 2012)

Una mujer puede ser feliz estando sola, y horriblemente desdichada si está con un hombre que no le gusta. Como en el título de aquella obra de teatro: "No seré feliz pero tengo marido". No vi la obra porque me alcanzaba con el título.

(c) Alicia Steimberg
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Músicos y relojeros

 Mi abuela conocía el secreto de la vida eterna. Consistía en un conjunto de reglas tan simples, que era increíble que nadie más que ella las conociera y las practicara. A veces nosotros participábamos del ritual, asegurándonos así, si no una inmortalidad completa, por lo menos una buena dosis de inmortalidad.
   Una de las ceremonias de ese culto consistía en hervir acelgas y comerlas inmediatamente, chorreando el jugo de la cocción, y rociadas con el jugo de dos limones grandes. En la forma más perfecta de esta práctica las acelgas se hervían debajo de un limonero. Una vez listas, se hacía una incisión en dos limones que colgaran del árbol sobre la olla, para que el jugo que cayera sobre las acelgas conservara intactas sus vitaminas. Así se evitaba "comer cadáveres".
   Decía mi abuela que el noventa por ciento de los males del hombre provenían del estreñimiento. En casa lo padecían todos, y había un continuo ir y venir de recetas para combatirlo. A pesar de su sabiduría al respecto, mi abuela lo padecía más que nadie. Cuando lograba mover el vientre, andaba un rato con una gran sonrisa, se lo contaba a todo el mundo, y hasta era capaz de hacer algún chiste, o acordarse de la primavera en Kiev.
   Esas eran primaveras, después de unos inviernos que también eran verdaderos inviernos. Cuando ya parecía que el frío y la nieve iban a ser eternos, una mañana cualquiera ella corría las cortinas y veía pasar torrentes por su ventana. No bien se escurría el agua, bajo un sol repentino, todo estallaba en flores y los bosques se llenaban de cerezas. Cerezas dulces, no como las de aquí. Y así era al día siguiente, y al otro, y al otro. No como aquí, en estas primaveras que no se sabe lo que son.
   Así hablaba mi abuela de su país natal, cuando la marcha de sus intestinos la ponía de buen humor.
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“Si uno no se divierte un poco, ¿para qué pasó por este mundo? Yo estoy pensando que pasé. Pienso en la muerte todos los días, un rato. Y después…"

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char