viernes, 31 de agosto de 2012

¡Oh rumores y visiones!

Tomado de kulturaurbana.com

ARTHUR RIMBAUD
(Charleville, Francia, 1854–Marsella, íd., 1891)


En la taberna verde

Llevaba ocho días destrozando mis zapatos
en los los guijarros del camino. Entré en Charleroi.
En la Taberna Verde: pedí unas rebanadas de pan
con mantequilla y jamón que estuviese templado.

Feliz, estiré las piernas bajo la mesa
verde: contemplé los motivos muy ingenuos
del tapiz. Y fue encantador, cuando
la chica de enormes tetas y ojos vivos,

–¡a esa sí que no le asusta un beso!
–risueña, me trajo rebanadas con mantequilla,
jamón tibio, en un plato coloreado,

jamón rosa y blanco aromado con un diente
de ajo y me llenó la inmensa jarra con su espuma
que doraba un rayo de sol atrasado.

Versión de Claire Deloupy
***
Partida

He visto bastante, la visión se ha encontrado en todos los aires.
He tenido bastante. Rumores de las ciudades por la noche, y al sol, y siempre.
He conocido bastante. Las euforias de la vida.
–¡Oh rumores y visiones!–. Partida hacia relaciones y ruidos nuevos.

Versión: s/d
***
Los sentados

Costrosos, negros, flacos, con los ojos cercados
de verde, dedos romos crispados sobre el fémur,
con la mollera llena de rencores difusos
como las floraciones leprosas de los muros;

han injertado gracias a un amor epiléptico
su osamenta esperpentica al esqueleto negro
de sus sillas; ¡sus pies siguen entrelazados
mañana, tarde y noche, a las patas raquíticas!

Estos viejos perduran trenzados a sus sillas,
al sentir cómo el sol percaliza su piel
o al ver en la ventana cómo se aja la nieve,
temblando como tiemblan doloridos los sapos.

Los Asientos les brindan favores, pues, prensada,
la paja oscura cede a sus flacos riñones
y el alma de los soles pasados arde, presa
de las trenzas de espigas donde el grano cuajaba.

Los Sentados, cual músicos, con la boca en sus muslos,
golpean con sus dedos el asiento, rumores
de tambor, del que sacan barcarolas tan tristes
que sus cabezas rolan en vaivenes de amor.

––¡Ah, que no se levanten! Llegaría el naufragio...
Pero se alzan, gruñendo, como gatos heridos,
desplegando despacio, rabiosos, sus omóplatos:
y el pantalón se abomba, vacío, en torno al lomo.

Oyes cómo golpean con sus cabezas calvas
las paredes oscuras, al andar retorcidos,
¡y los botones son, en su traje, pupilas
de fuego que nos hieren, al fondo del pasillo!

Mas tienen una mano invisible que mata:
al volver, su mirada filtra el veneno negro
que llena el ojo agónico del perro apaleado,
y sudas, prisionero de un embudo feroz.

Se sientan, con los puños ahogados en la mugre
de sus mangas, y piensan en quien les hizo andar;
y del alba a la noche, sus amígdalas tiemblan
bajo el mentón, racimos a punto de estallar.

Y cuando el sueño austero abate sus vísceras,
sueñan, sobre sus brazos, con sillas fecundadas:
auténticos amores, mínimos, como asientos
bordeando el orgullo de mesas de despacho.

Flores de tinta escupen pólenes como tildes,
acunándolos sobre cálices en cuclillas,
como a ras de unos gladios un vuelo de libélulas
––y su miembro se excita al rozar las espigas.

Versión: s/d

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char