(Buenos Aires, Argentina, 1949)
Una
aproximación nada más que intuitiva relacionaría el canto con la
impersonalidad, en el sentido estricto del término. No hay sin embargo una
palabra que haya generado mayores resistencias en los lectores de poesía en el
siglo XX, o al menos en la segunda mitad de ese siglo. Casi siempre, en ese
círculo, la impersonalidad se menciona en un sentido más bien peyorativo, como
al "hermetismo". El rechazo se puede relacionar con la influencia que
aún mantiene la herencia romántica. Impersonalidad significaría falta de
sentimiento; y en nuestro escenario literario, ocupado durante algunas décadas
por el épico debate entre la "sangre" y la "tinta", la
impersonalidad fue quedando del lado de la tinta, unida al hermetismo y al
intelectualismo.
La impersonalidad parece relacionarse de
manera natural con el canto. Y, por extensión, con el arte. Quiero decir:
cuando la criatura humana descubrió que había en la materia sonidos que
provocaban placer al oído, hasta generar incluso éxtasis y beatitud en el
oyente, supo que esos sonidos tenían que ver con su persona, solo en la
medida en que la naturaleza o el cosmos tenían que ver con su persona. En otras
palabras, eran impersonales el canto de los ríos, el de los pájaros, el de las
hojas de los árboles; y fueron impersonales los cantos a los dioses, los
mantras y las fórmulas cantadas de los hechiceros (encantamientos).
Cuando se habla de la poesía, siempre imagino que
su función primitiva, pero esencial aún hoy, es provocar en el sistema nervioso
un goce y un éxtasis momentáneos, una energía, en fin, absolutamente
impersonal, como la que provoca la música.
Los griegos sabían acerca del efecto catártico
de las estrofas dramáticas. Pero no creo que hayan pensado en oponerlas de
ninguna manera a las estrofas líricas o épicas o satíricas. La catarsis era
sólo una de las funciones de la poesía. Y toda la poesía, sin que importara su
cometido específico –lírico, dramático, épico, satírico–, debía estar montada
sobre una base de encadenamientos rítmicos que era anterior: una función de
placer, incluso en el caso de la catarsis. Tal placer era impersonal, aunque
los griegos jamás se lo hayan planteado en esos términos, simplemente porque no
hacía falta hacerlo.
¿Por qué hace falta plantearlo hoy? ¿Por qué
la empatía, que era deseable para los antiguos en un esquema donde, por lo
demás, el arte cumplía una función civil –esto es impersonal– se convirtió en un valor
opuesto a la impersonalidad durante los dos últimos siglos? ¿Por qué insisto en
que la impersonalidad no es una forma de la poesía moderna sino una condición
básica de la poesía, similar a la que tiene en la música, aun cuando la poesía
prescinda de rimas y formas métricas tradicionales? Porque la polémica con el
romanticismo y ciertas necesidades de la vida moderna llevaron a la poesía a
acentuar el carácter impersonal del canto, a construir una paradoja que pone el
énfasis en la falta de énfasis; un dispositivo en el que se acentúa la
prescindencia del emisor de la voz en cuanto a los sentimientos que lo conmueven,
y en el que se prohíbe la hipérbole.
La polémica con el romanticismo no es directa,
pero subyace en la elección de un camino que fue recorriendo una parte
importante de la poesía del siglo XX. Que el romanticismo haya extendido su
influencia durante doscientos años parece discutible en sí mismo. Y sin
embargo, la revolución a la que ese movimiento vino atado no terminó. Esa
revolución, la revolución burguesa, es el más vasto viraje que haya dado la
humanidad, no en doscientos sino en quinientos años. Parece claro que una
percepción del individuo como la que tuvo este terremoto social y cultural no
se había tenido nunca hasta entonces. Unidos de manera ambigua al espíritu
burgués, los románticos hicieron, sin necesidad de programas ni de manifiestos
taxativos, una poética de la enfermedad del alma, un discurso bello y sinuoso
sobre el individuo, una religión cuyo catecismo básico rezaba que la pasión
estaba unida al sufrimiento, y que sus pactos con la belleza eran inestables y
diabólicos. Partidarios de la burguesía en lo ideológico, eran disidentes en la
práctica política. Libertad, igualdad, fraternidad, pero ¿cómo?, si en la vida
diaria el burgués era reprimido, cauto, ambicioso, burocrático. Libertad
individual, derechos del hombre, creatividad personal, iniciativa, ¿dónde?, si
en las ciudades burguesas el gris imitaba al gris, la fortuna buscaba la
fortuna y los sentimientos no eran precisamente los ladrillos de los hogares.
La rebelión romántica (un auténtico y sistemático acto de insensatez) fue tan
profunda, entró tan a fondo por la brecha que la burguesía había abierto en la
costra de la servidumbre, que conservamos aún glóbulos rojos inoculados –a fuerza de desmanes personales, trémolos y
exageraciones– por los románticos. Aquella retórica tocó algo cierto: una
apetencia de vida plena; la ofuscación por la pérdida –antes de obtenerla– de una edad dorada. En
pleno siglo XX, Dylan Thomas escribe: "el paraíso es el trino".
¿Debía aun subrayarse eso que a su vez sintió Keats ante el canto del ruiseñor
en el bosque? ¿Debieron Thomas y Keats decir expresamente esto que para los
antiguos estaba implícito en la práctica del canto? Creo que la respuesta es
sí. Debieron subrayarlo Keats y Thomas, separados por "un océano de
tiempo": hasta tal punto significó un shock espectacular la promesa de la
industria, la ciencia, la libertad, el ocaso del dogma. ¿Pero por qué insistir?
En Europa, en los años 20, Ezra Pound colocó
una bomba de tiempo al romanticismo. La declaración de guerra parecía dirigida
directamente contra la hipérbole. Pound incluía ésta y otras formas retóricas
bajo el nombre general de fiorituras. No podría medir cuánto influyó Pound en
los poetas de mi generación en la Argentina –supongo que su canon y sus lecturas
influyeron más que su poesía, y está bien–, pero en cambio sé que Alberto Girri
solía mencionar la palabra ornamento, tan cercana a fioritura, cuando hablaba
de las efusiones sentimentales en la poesía. La estrategia de Girri para eludir
ese problema en la práctica está a la vista. Girri rastrea, por caminos cada
vez más escarpados, el sentido de los textos, como alguien que siguiera líneas
en la arena. Una exigencia resumía sus procedimientos: "atiende al
texto".
Girri solía mencionar a Borges, por su prosa,
como el iniciador de un castellano de emisión precisa e impersonal. Y Borges
estuvo cerca, en su juventud, del ultraísmo español, que combatía la
sobrecarga. Ni Borges ni Girri son meros episodios de nuestra literatura.
Tampoco son fundadores de escuelas o ismos o corrientes. Dan más bien la
impresión de que captaron una tensión interna de la lengua que debía resolverse
de manera distinta al modo que proponían algunas vanguardias. Y quiero poner el
acento en eso: en que ellos tenían en cuenta la lengua, no un sistema estético
exterior. Ese era su terreno.
Pound había visto a su vez en la corrupción de
la lengua un camino seguro hacia la destrucción de las instituciones y del
orden social (confrontar ensayos reunidos en, por ejemplo, Introducción a
Pound, editorial Alianza), y esta crítica, vale la pena decirlo de pasada,
es paralela a su cuestionamiento, desde el campo fascista, al capital
financiero, cuyo mecanismo resumió en las palabras usura y amortización. La
crítica marxista podría decir que Pound se equivocaba no solo en emplazar su
artillería en el bando fascista, sino en considerar la inexactitud, la
imprecisión de la lengua como causa y no como síntoma de la putrefacción de un
sistema social. Pero una crítica marxista honesta admitiría que Pound no erraba
al poner en relación una cosa con la otra. Y que de este modo daba la extensión
que podría adquirir una buena crítica de la lengua. Por otra parte, debería
admitirse que la estética de Pound señalaba el comienzo de un juicio a fondo de
la ideología burguesa y del romanticismo burgués, tanto o más que la crítica de
los teóricos marxistas europeos, puesto que Pound fundaba, con elementos
extremos y fascistas, la práctica de otra poesía, sin el menor vestigio de
sentimentalismo. Ninguna vanguardia había avanzado por este terreno. En las
vanguardias, casi todas filomarxistas, se cambiaban los cañones, pero no la
dirección del disparo. Se escribía según el antiguo manual de los románticos
cuya disposición central era superar el mundo burgués, permitirse las libertades
que el sistema proclamaba pero no otorgaba en realidad. Por ejemplo, soñar. Y
este fue el programa de los surrealistas. La escuela oficial del socialismo
ajustaba a su vez la vieja doctrina a las nuevas necesidades. El héroe
romántico era sustituido por el héroe proletario, el “personaje positivo” que
recomendaba la Sociedad de Escritores soviética. Un obrero lúcido en lugar de
Lord Byron, autor y personaje del universo romántico. De este modo se pretendía
superar las limitaciones de la crítica de la literatura burguesa a la sociedad
burguesa.
No digo
que la impersonalidad que Pound recomendaba bajo el slogan de una poesía
"lo más cercana al hueso" lograra por sí misma una superación de la
desmesura romántica, y mucho menos la construcción de un punto de vista anti
burgués para la poesía en particular y la literatura en general. Digo que
inicia un enjuiciamiento y también señala en qué terreno debía librar su
batalla el que se propusiera esas metas. Mucha gente, y no solo Pound,
comprendió que era la lengua ese campo de pruebas. Y que la poesía desplegaría
allí un combate vital, porque no es la poesía mera emanación de la ideología o
caja de resonancia del potro de los tormentos burgués, sino un fenómeno de la
lengua. Escribir una poesía sin subterfugios significaba un compromiso real con
un fenómeno real. Cuando Borges se hace entender en un castellano que expone
como imitación del de los orilleros, logra ganancias para la lengua, para el
antiguo sitio de la poesía y quizá para una visión del mundo mucho menos
autocompasiva y egocéntrica. Cómo se cubren las distancias entre este hecho
innovador y una ideología que aparenta escepticismo aristocratizante no es
materia de este tratado. Pound, ya se vio, las cubrió por su cuenta y como
pudo. Más que nada interesa el trabajo y, en todo caso, lo que Pound o Borges
comentaron sobre el trabajo específico de escribir. Bastante menos, lo que
dijeron sobre la economía y la política.
No encuentro, después de estas vueltas, que
haya un centro de emanación claro, digamos una escuela, de la impersonalidad o
la desubjetivización en la poesía contemporánea. Los autores citados actuaron
sin acuerdo previo y sin conocerse. La ubicación de Borges como un maestro
"de corte" en lo que respecta a la impersonalidad en la literatura
argentina se debe a Girri. Que a su vez sí conocía a Pound, pero no parecía
gustar mucho de él. De todos modos, el nuevo planteo para la lírica se rastrea,
como huellas de un meteoro, en muchos autores entre nosotros. En el humor de
Oliverio Girondo, por ejemplo, o en la distancia que Raúl González Tuñón
lograba con sus escenas de películas mudas. Eran autores que trabajaban con
personajes. Y este es, me parece, un procedimiento muy vinculado a la
despersonalización. Curiosamente, hay allí –en Girondo, en Tuñón– personas en el sentido
clásico del término: máscaras. Entre esos recursos de farsantes y la posición
de severa prescindencia que asume Girri, me parece que existe un puente.
Ninguno de ellos lo hubiese recorrido ni tenía por qué hacerlo. Hubiesen
cometido casi una traición a sus objetivos de haberlo intentado. Y sin embargo,
allí está. Si entendemos por impersonalidad el hecho de no reverenciar el
propio pathos, la obra de estos
autores es testimonio de un lenguaje menos subjetivista en la literatura
argentina. Que abunda en otros ejemplos: la poesía dramática de Joaquín
Giannuzzi, que se repliega en reflexiones, o los larguísimos versos –lentas e impersonales raíces acuáticas– de
Juan L. Ortiz, para quien el paisaje era un razonamiento manso y continuo.
En fin, el objeto de nuevo. El objeto que
tenía su canto antes, mucho antes de que la gente aprendiera a hacer música o a
escribir palabras.
De Escrito sobre papel, Espacio Hudson Ed., 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario