lunes, 28 de octubre de 2013

Los cerveceros del brezo yacían sin vida

ROBERT LOUIS STEVENSON

(Escocia, 1850-1894)

A su cerveza, la Heather Ale

De las campanillas del brezo
Lograron una bebida excelente
Mucho más dulce que la miel
Y más fuerte que el vino.
La elaboraron y bebieron,
Y vivieron en paz años y años
En sus moradas bajo la tierra.

Hubo un rey en Escocia
Cruel con sus enemigos
Batió a los pictos en batalla
Y los cazó como corzos
Persiguiéndolos millas y millas
Por la montaña roja.
Los cazó mientras huían,
Cubriendo sus cuerpos enanos,
Cadáveres y heridos.

Llegó el verano a esas tierras
La campana del brezo estaba roja
Pero no quedaba nadie con vida
Para recordar la receta.
En tumbas, como de niños,
Los cerveceros del brezo
Yacían sin vida.

El rey del páramo rojo
Cabalgaba un día de verano
Las abejas zumbaban, y los zarapitos
Chillaban en el camino.
El rey cabalgaba, iracundo,
Sombrío su semblante y pálido,
Por estar en tierra de brezos
Y no poder gustar su cerveza.

Sucedió que sus vasallos
Cabalgando por los alrededores
Encontraron una piedra caída
Que escondía unas sabandijas.
Arrancaron de su escondrijo,
Sin que dijeran una palabra,
A un hijo y su padre anciano,
Los últimos del pueblo enano.

El rey desde su montura
Contempló a los pequeños hombres,
Y la pareja de enanos
Miró a su vez al rey, quien les dijo:
"Os perdonaré la vida, bellacos,
por el secreto de la bebida".

El padre y el hijo contemplaron
Cielo y tierra, el rojo brezo alrededor,
A lo lejos el bramido del mar.
Se levantó el padre
Y dijo con voz chillona:
"quiero unas palabras en privado,
unas palabras con el rey".

"La vida es cara a los viejos,
poco significa el honor,
venderé con placer el secreto",
así habló el picto al rey.
Su voz era como la de un gorrión
Chillona pero muy clara:
"Venderé el secreto,
pero temo por mi hijo

A él la vida no le importa
La muerte no asusta a los jóvenes
Y yo no me atrevo a vender mi honor
Delante de mi hijo.
Llévatelo, oh rey, y átalo
Y lánzalo a las profundidades
Y así podré desvelar el secreto
Que he prometido guardar".

Agarraron al hijo y le ataron
Cuello y talones a una correa
Y un hombre lo lanzó como una piedra,
Lejos, con fuerza,
Y el mar se tragó su cuerpo,
Como el de un niño de diez años.
Y en el acantilado quedó el padre,
El último de su pueblo.

"Es verdad lo que os dije,
que sólo temía a mi hijo
porque dudo que los imberbes
tengan coraje.
Pero ahora la tortura es inútil,
El fuego será en vano.
En mi pecho morirá
El secreto de la heather ale".
***
Una de las oraciones para el final del día escritas en Samoa

Señor, mira ante ti nuestra familia.
Te damos gracias por el techo que nos cobija.
Por el afecto que nos une.
Por la paz que en el día de hoy nos deparaste.
Por la esperanza con que aguardamos el día de mañana.
Por la salud, el trabajo y el sustento.
Por el claro cielo con el que nos alegras la vida.
Por los amigos que en todas partes del mundo tenemos, y por los que en esta isla nos prestan amistosa ayuda.
Colma de paz, Señor, nuestra pequeñez.
Limpia nuestro corazón de latentes rencores.
Infúndenos verdad y fortaleza para perseverar.
Ofensores nosotros mismos, muévanos tu gracia a entender y perdonar a quienes nos ofendan.
Ingratos, ayúdanos a soportar con ánimo conforme la ingratitud ajena.
Danos valor y alegría y sosiego de espíritu.
Guárdanos en el afecto del corazón amigo; ablanda el corazón del enemigo.
Ampáranos en todos nuestros sanos esfuerzos, si tal es tu voluntad.
Si no lo fuere, danos entereza para que, al sobrevenir lo que nos esté destinado, tengamos valor en el peligro, firmeza en la tribulación, templanza en la ira y en los contratiempos; y hasta las puertas de la muerte, lealtad y afecto unos con otros.
Barro en las manos del alfarero, aspa de molino que el viento anima, hijos del Padre Universal, de ti, Señor, por el amor de Jesucristo imploramos piedad y ayuda.
***
La isla del tesoro
(Fragmento)

Mi padre era propietario de la hostería del "Almirante Benbow"...se hospedó en nuestro hogar un viejo lobo de mar, cuyo rostro curtido por la intemperie hallábase surcado por la siniestra cicatriz que en él dejara un terrible sablazo.
Persiste en mi mente con toda nitidez -como si fuera ayer- el recuerdo de la llegada de aquel hombre, que se presentó e nuestra hostería, renqueando y seguido de una carretilla en la que llevaba un pesado cofre de marinero.
Era alto, ancho de hombros, fornido y muy moreno. La embreada coleta le caía sobre la espalda, rozando una vieja casaca sucia y verdosa, llena de manchas. Tenía las manos agrietadas, surcadas de cicatrices imborrables, las uñas rotas y sucias.
Pero lo que primero llamó la atención en él, era la huella dejada en su mejilla derecha desde la mandíbula hasta la sien.
Silbando entre dientes anduvo un rato escudriñando la ensenada cercana hasta que de pronto, volviéndose de espaldas al mar, mientras regresaba a la hostería, entonó aquella extraña y antiquísima canción que tantas veces oí cantar después, en sus interminables horas de soledad y de ocio:
"Quince hombres sobre el cofre del muerto, ¡ja, ja, ja!
¡Y una botella de ron!" (...).
***
La suerte está echada y para siempre
(Fragmento)

La suerte está echada y para siempre maestro y discípulo, amigo, amante, padre e hijos, caminarán separados, aunque cercanos parezcan, cada uno ve a los que ama tan lejos como estrellas. Así nosotros, amada mía, por siempre separados nos acercará el llanto, con llantos contemplaremos la bahía, las Grandes Puertas, como dos grandes águilas que volaran sobre las montañas, sólo unidas por sus lamentos, hasta perderse entre los cedros. Los años nos acercaron, día tras día irán atrayéndonos, semana tras semana, hasta que la muerte disuelva esta separación. Porque amamos lo que soñamos, y en nuestro suelo, aunque muy lejos el uno del otro, vivimos juntos, corazón a corazón. Olvidamos lo que somos, nuestras almas están protegidas por un vano sueño. Como el soldado que de una atroz guerra vuelve sin temor, o el marino desde los abismos, como el caminante regresa de la helada noche y de los bosques a su refugio, aún con los ojos llenos de rocío y de oscuridad. 
***
Doctor Jeckyll y Mister Hyde
(Fragmento)

 Aquella noche llegué al fatal cruce de caminos. Si me hubiera enfrentado con mi descubrimiento con un espíritu más noble, si me hubiera arriesgado al experimento impulsado por aspiraciones piadosas o generosas todo habría sido distinto, y de esas agonías de nacimiento y muerte habría surgido un ángel y no un demonio. Aquella poción no tenía poder discriminatorio. No era diabólica ni divina. Sólo abría las puertas de una prisión y, como los cautivos de Philippi, el que estaba encerrado huía al exterior. Bajo su influencia mi virtud se adormecía, mientras que mi perfidia, mantenida alerta por mi ambición, aprovechaba rápidamente la oportunidad y lo que afloraba a la superficie era Edward Hyde, y así, aunque yo ahora tenía dos personalidades con sus respectivas apariencias, una estaba formada integralmente por el mal, mientras que la otra continuaba siendo Henry Jekyll, ese compuesto incongruente de cuya reforma y mejora yo desesperaba hacía mucho tiempo. El paso que había dado era, pues, decididamente a favor de lo peor que había en mí. 

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char