domingo, 1 de diciembre de 2013

Y bailé como la llama de una vela en un velorio

ALEJANDRO URDAPILLETA

(Uruguay, 1954-Argentina, 2013)

LA PARALÍTICA

¡Sí, es verdad! ¡Sí, es verdad! ¡Es verdad, oficial! Sí, sí, sí, yo la maté. Pero es que me tenía harta, ella era mala, pérfida, ladina, ponzoñosa. Y me cansé de sus ojos de mosquita muerta. Y de que se hiciera la paralítica. Porque ella no podía moverse, es cierto, ahí están los certificados de los dotores, pero no era como para poner ojos de paralítica, ella se regodeaba con su tragedia y yo le decía paralítica de mierda y le tiraba el caldo con cabello de ángel, hirviendo se lo tiraba en la cabeza y por eso estaba toda pelada. Sí, es verdad, día por medio a las cinco de la mañana le tiraba el caldo porque no soportaba sus piernas flácidas y el olor de paralítica y la mentalidad de discapacitada y sobre todo que no había tenido la culpa de que se subiera al andamio en la obra en construcción en el Chaco, cuando yo era bailarina, más que le Belfiore, que me fui al monoblock en contrucción atrás del obrero paraguayo y ella, como buena madre hija de puta que era, me persiguió para espiarme y se cayó del andamio, porque yo en esa época tomaba cañita Legui, sí, y después licor Ocho Hermanos, que no hay nada más dañino que eso, y un día me preguntó por el hámster y yo no le entendía porque decía lmmmmm jjmmmúmmter desde la silla de ruedas, en el patio de atrás, mientras yo colgaba los pañales de su incontinencia todos percudidos lmmmmm jjmmmúmmter ¿¡el hámster!? le dije, ¿¡sabés lo que le hice a tu hámster!? ¡Lo desollé vivo! Y ahora está enterrado abajo de tu cama. ¡¡¡Lmmmmm jjmmmúmmter!!! ¡Hablá bien gangosa de mierda!, le decía yo, oficial, porque ella me lo hacía a propósito para cagarme porque yo era bailarina y peluquera y me debía a mi arte, no tenía por qué vivir así entonces, la maté, ¡sí!, ¡la maté, oficial! ¡Y no sabe qué liberación! Puse un disco de Richard Clayderman el claro de luna y bailé como la llama de una vela en un velorio.

Vagones transportan humo, 2000
***
Urdapilleta , Urda, para la Revista Viva, año 2000

Hace seis años, Alejandro Urdapilleta deslumbraba a todos con su joven Hitler en “Mein Kampf, farsa”. Elogios unánimes: que es el mejor actor argentino por acá, y que tenemos al sucesor de Alcón por allá, y un reportaje tras otro y otro más.
Un protagónico brillante y en el Teatro San Martín y bajo las órdenes de un director prestigiosísimo como Jorge Lavelli: la consagración oficial de un loquito surgido del under de los 80 era la historia periodística perfecta, casi un obvio guión hollywoodense.
Pero Urdapilleta detesta Hollywood; rechazó el papel que el mundo parecía querer asignarle y se evaporó. Apareció en algunos programas de televisión (“Tumberos”, “Sol negro”, “Mujeres asesinas”), un par de películas (“La niña santa”, “Adiós querida luna”), también publicó un libro, pero, salvo por cuatro funciones de “Historia de un soldado”, al escenario no se subió más.

Hasta ahora: en dos semanas lo veremos como el Rey Lear de Shakespeare, otra vez en el San Martín, otra vez dirigido por Lavelli. “El teatro es muy arduo emocional y físicamente. Es desgastante, y yo venía haciendo teatro desde muchísimos años atrás. Incluso el Parakultural era riguroso: por más que se piense que hacíamos boludeces, había que laburar.

Entonces, como soy vago por naturaleza, quise descansar y vivir un poco del cine o la televisión. Lo que me ofrecían en teatro no me gustaba, y el descanso se extendió. Y se extendió mucho”. Sentado en un hall del San Martín, Urdapilleta aclara que habla del “teatro-teatro, el de posta”, es decir, “con un gran director, textos importantes, todas las noches”, y no de “esas obras en las que cuatro minas o cuatro tipos hablan de la mujer, del hombre, de la pareja, que son un horror y no tienen nada de teatro”.

-Bueno, no hace mucho dijiste que el San Martín era para señoras con tapado que compran las entradas por teléfono.
-Es así. “Rey Lear” se va a llenar de señoras con tapado que piensan en el fideo de Pippo que se van a comer después de la función. Por eso acá se puede llegar a caer en un teatro muerto, formal, convencional. Y la gente cree que eso es el teatro. El teatro se puede hacer en un baño público o en una sala oficial, pero tiene que estar vivo. En realidad, el San Martín debería ser una fábrica de explosiones, de gente nueva experimentando.

-¿Es lógico pedirle eso a un teatro estatal?
-Totalmente. Porque justamente obras como ésta, grandes, con muchos personajes y producción, un productor privado no las hace; va a lo más seguro y lo más barato. No se puede encarar la gran búsqueda sobre un texto importante porque no hay producción. Estos lugares deberían ser los que auspiciaran eso.

-Da la impresión de que pidieras que el San Martín tuviera la movida del Parakultural. ¿Extrañás mucho los 80?
-Extraño la energía, la marcha que había en esa época. Y no sólo en lo artístico. Había bares, y noche. El mundo entero no estaba tan hecho mierda. Había cierta dosis de esperanza, había un espíritu. No sé si era sólo por lo político y por haber salido de la negrura anterior... Había ganas de romper cosas y crear.

-¿No se mitifica un poco aquella época?
-Sí, se mitifica como todo. También dicen que los 60 eran maravillosos, y por ahí lo maravilloso era un grupito, y lo demás era un garrón. Pero en los 80 había un interesante circuito de salas: no sólo el Parakultural, sino también Babilonia, el Rojas, Mediomundo Varieté. A toda esa época también la hizo el público, que era diferente: la gente se prendía en ir a ver espectáculos, todos apretujados, sin lugar, como si fuera un recital.

-O sea que, mitificada y todo, es una época para añorar.
-No soy de mirar el pasado y decir “qué maravilloso que era antes”. Ahora todo me parece una cagada, y antes también. Pero la pasaba bien, porque era joven, tenía una energía increíble y hacía tres obras por noche. En una época, hacía “Hamlet” (en el San Martín, dirigido por Bartís), “La carancha” (con Batato Barea) y el Parakultural. Y a veces después hasta actuábamos en fiestas privadas. Tenía muchos hermanos, luchábamos todos por lo mismo.
La madurez también está buena, pero es otra historia.

_Antes de llegar a esta “madurez” de 52 años, Urdapilleta pasó unas cuantas. Nació en Montevideo porque su padre, militar él, estaba exiliado en Uruguay por haber participado, en 1951, de un intento de derrocamiento de Perón. Pese al lógico prejuicio, cuenta que ni él ni sus cuatro hermanos crecieron en un hogar represivo. Lo único a lo que los obligó la vida castrense fue al desarraigo: los distintos destinos del general hicieron que la familia peregrinara por todo el país. Y así, cuando pudo, también él hizo las valijas: a los 23 años, sin haber terminado el secundario, se fue a Europa. Vivió en Londres, Sevilla, Ibiza: cumplió el sueño del joven que busca bohemia y aventura y, mientras limpiaba casas, era mayordomo o pedía dinero por la calle, disfrutaba de la intensa vida de sexo, drogas y rocanrol que el destape español ofrecía. Volvió cinco años después, huyendo de la heroína, y se encontró con un país al borde de la guerra: perdido, sin rumbo, se anotó como voluntario para ir a Malvinas. Nunca lo llamaron. Con la primavera democrática, descubrió el teatro, estudió con Augusto Fernandes, y formó la sociedad creativa con Batato Barea y Humberto Tortonese. Después, cuento conocido: el recorrido por los sótanos del under, la experiencia en televisión -en dupla con Tortonese- en el programa de Antonio Gasalla, la llegada al San Martín y el Cervantes, los paréntesis entre trabajo y trabajo. Y ahora, sumergido en el Rey Lear, lleva una vida casi monástica. “Siempre le digo a Lavelli que tendría que ponerse una clínica de adelgazamiento, porque es mejor que Ravenna: a los diez días ya pesás tres kilos menos. Otra que Cormillot, es increíble. Son ensayos de seis horas sin parar, y el resto del tiempo tenés que estar metido en tu casa como un monje, abocado al Lear este de mierda (ríe). Estás bañándote y decís los textos, hablás por teléfono y querés que el otro se calle para poder seguir aprendiendo la letra, tenés que decirle a la mucama que no vaya para que no te rompa las pelotas. Es un gasto de energía, y con las funciones va a ser peor. No podés ni ir a una reunión a la noche, aunque tomes un champancito, que para mí es una naranjada”.

-En la época de “Mein Kampf”, contabas que habías dejado las drogas y el alcohol. ¿Cómo se reemplazan?
-Muy simple: con drogas y alcohol (ríe). Y sí, es así: es volver, ir y volver, ir y volver. Una obra así no la podés hacer en estado de reviente porque no te acordás la letra. No tengo la problemática de estar enganchado con una droga. Pero no dejé nada, sigo haciendo lo que se me da la gana, como siempre. Uso lo que quiero, soy libre.

-Pero eso no contribuye con tu creatividad. ¿O sí?
-No. En la juventud, cuando uno está haciendo cosas e inventándose a sí mismo, en la droga grossa había sufrimiento y angustia. También he escrito cosas geniales estando drogado, pero eso depende de cómo estés del corazón, de la bocha, del alma. Ahora por ahí me sirve en términos recreativos o de placer sensual, pero no para hacer cosas.

-En el 2000, cuando decías que estabas “limpio”, venías de una internación psiquiátrica.
¿Qué te dejó esa experiencia?
-Yo me río de esa internación. Ahí aprendí la manga de canallas que son los psiquiatras y los psicólogos. Son la policía del alma: pretenden encajar a todos en un modelo de vida y censuran la poesía. La locura también puede ser lúcida, puede resultar el camino de conocimiento de una persona y llevar a lugares interesantes. De hecho, los manicomios están llenos de gente lúcida, tan lúcida que sabe más que los que van por la vida dormidos, toman el taxi, van al cafecito, garchan con la mujer, tienen hijos y los educan.

-Nunca fantaseaste con tener hijos.
-No, me parece un crimen. Ni siquiera se me pasó por la cabeza. Y vivir con alguien tampoco. En ese aspecto, para esta sociedad soy un enfermo. Pero no lo soportaría: soy independiente, muy personal, muy arbitrario. Soy muy egocéntrico, muy egoísta. Me gusta la soledad, despertarme cuando me da la gana, hacer lo que quiera: dormir tres días seguidos o estar despierto tres días seguidos. Para mí no existen las modas, nada me obliga a nada. Y lo que me obliga a algo, lo saco. Entre las obligaciones que Urdapilleta rechaza, figuran ir al teatro (“después hay que ir a saludar y no sabés qué carajo decir; la famosa devolución, qué palabra de mierda”), responder a la gente que lo espera a la salida de una función (“me pone nervioso, no entiendo lo que se deposita en los actores”); en fin, toda formalidad. “Pero muchas las tenés que cumplir porque sabés que son parte del juego”, admite, y en ese rubro inscribe molestias necesarias como las entregas de premios, las fotos, esta entrevista: no ve la hora de liquidarla y empezar el ensayo. También odia las cuestiones domésticas: “Soy un desastre, no lavo ni una cuchara. Cada tanto llevo a casa de mis viejos una bolsa con ropa, toallas y sábanas. Hace poco, cuando cobré acá, en el San Martín, pude decirle a la mucama que fuera. Era un horror: me movía a oscuras para no ver nada, porque en la cocina había un olor siniestro, estaba llena de esas mosquitas a las que no las matás ni con el peor Raid. Tenía todo cerrado, y a mi cuarto lo ventilaba un poco a la mañana. Era como “Casa tomada”, no era mi casa”.

-Cuesta imaginársela.
-Es muy chica, un departamentito que compré. Siempre me alquilaba lugares muy grandes, lujosotes, enfrente del Botánico, por ejemplo. Y hacía fiestas y todo. Ahora ya no, aunque quisiera tener un lugar más grande, con un poco de pastito. Pero soy muy austero, y soy un romántico. No creo en la prosperidad, el progreso: vamos a la fosa, eso está claro. Odio al ser humano, a mis semejantes; me gustan los animales, me gusta el alcohol, me gusta lo trágico y estar arriba de un escenario. Nada más.

Fuentes: clarín.com y el blog de Urdapilleta

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char