viernes, 3 de enero de 2014

En la oscuridad era fácil amarla sin amarla a ella

ALESSANDRO BARICCO 

(Turín, Italia, 1958)

De Seda
(Fragmentos)

Seis días después Hervé Joncour se embarcó en Takaoka en un barco de contrabandistas holandeses que lo llevó a Sabirk. De allí remontó de nuevo la frontera china hasta el lago Bajkal, atravesó cuatro mil kilómetros de tierra siberiana, superó los Urales, alcanzó Kiev y en tren recorrió toda Europa, de este a oeste, hasta llegar, después de tres meses de viaje, a Francia. El primer domingo de abril –a tiempo para la Misa Mayor– llegó a las puertas de Lavilledieu. Se detuvo, le dio gracias a Dios y entró en el pueblo a pie, contando sus pasos, para que cada uno tuviera un nombre, y para no olvidarlos nunca más.
–¿Cómo es el fin del mundo? -le preguntó Baldabiou.
–Invisible.
A su mujer Hélene le llevó de regalo una túnica de seda que ella, por pudor, no se puso jamás. Si la sostenías entre los dedos, era como apretar la nada.
***

Esa noche Hara Kei invitó a Hervé Joncour a su casa. Había algunos hombres del lugar y mujeres vestidas con gran elegancia, el rostro pintado de blanco y de colores vistosos. Se bebía sake, se fumaba en una larga pipa de madera un tabaco de aroma amargo y embriagador. Llegaron unos saltimbanquis y un hombre que arrancaba carcajadas imitando hombres y animales. Tres mujeres viejas tocaban instrumentos de cuerda, sin dejar de sonreír. Hara Kei estaba sentado en el puesto de honor, vestido de oscuro, los pies descalzos. En un vestido de seda, espléndido, la mujer con el rostro de chiquilla se sentaba a su lado. Hervé Joncour estaba en el extremo opuesto del cuarto: era asediado por el perfume dulzón de las mujeres que estaban en torno a él y sonreía embarazado a los hombres que se divertían contándole historias que él no podía comprender. Mil veces buscó los ojos de ella, y mil veces ella encontró los suyos. Era una especie de danza triste, secreta e impotente. Hervé Joncour la bailó hasta muy tarde, después se levantó, dijo algo en francés para excusarse, se liberó de cualquier modo de una mujer que había decidido acompañarlo y, abriéndose campo entre nubes de humo y hombres que lo apostrofaban en aquella lengua incomprensible, se fue. Antes de salir del cuarto, miró una última vez hacia ella. Lo estaba mirando, con ojos perfectamente mudos, a siglos de distancia.
***

Hervé Joncour vagabundeó por el pueblo respirando el aire fresco de la noche y perdiéndose entre las callejuelas que subían por el flanco de la colina. Cuando llegó a su casa vio un farol, encendido, oscilando detrás de las paredes de papel. Entró y halló a dos mujeres, de pie, frente a él. Una muchacha oriental, joven, vestida con un simple kimono blanco. Y ella. Tenía en los ojos una especie de febril alegría. No le dio tiempo de hacer nada. Se acercó, le tomó una mano, se la llevó al rostro, la rozó con los labios y, después, estrechándola fuerte, la puso entre las manos de la muchacha que estaba a su lado y la tuvo allí, por un instante, para que no pudiera escapar. Retiró su mano, finalmente, dio un par de pasos hacia atrás, tomó el farol, miró por un instante a los ojos de Hervé Joncour y escapó. Era un farol anaranjado. Desapareció en la noche, pequeña luz en fuga.
***

Hervé Joncour no había visto nunca a esa muchacha, ni verdaderamente la vio nunca esa noche. En el cuarto sin luz sintió la belleza de su cuerpo y conoció sus manos y su boca. La amó durante horas, con gestos que no había hecho nunca, dejándose enseñar una lentitud que no conocía. En la oscuridad era fácil amarla sin amarla a ella.

Poco antes del alba, la muchacha se levantó, se puso el kimono blanco y se marchó.
***
(...) Mas tarde, en el fumoir, Hervé Joncour se acercó, tambaleándose debido al exceso de alcohol ingerido, a un hombre que, sentado solo ante una mesa, miraba al frente con una vaga expresión de estupidez en el rostro. Se inclinó hacia él y le dijo lentamente: -Debo comunicaros una cosa muy importante, monsieur. Damos todos asco. Somos todos maravillosos, y damos todos asco.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char