viernes, 7 de marzo de 2014

Una sonrisa aguda, de devoradora de hombres

Émile Zola 

(París, Francia, 1840-ibídem, 1902) 

Nana 
(Fragmentos)

Abajo, el gran vestíbulo con losas de mármol, donde estaba el control de entrada, empezaba a llenarse de público. Por las tres verjas abiertas se veía circular la vida ardiente de los bulevares, que bullían y resplandecían en aquella hermosa noche de abril. El rodar de los carruajes se detenía un momento, las portezuelas se cerraban estrepitosamente, y todo el mundo entraba, formando pequeños grupos, detenidos unos ante la taquilla y otros subiendo la doble escalera del fondo, en donde las mujeres se retrasaban evitando los empujones con una simple inclinación del cuerpo. A la cruda claridad del gas, sobre la desnuda palidez de aquella sala, que una pobre decoración imperio convertía en un peristilo de templo de cartón, se destacaban violentamente unos altos cartelones con el nombre de Nana en grandes letras negras. Los caballeros, como pegados a la entrada, los leían; otros hablaban de pie y taponaban las puertas, mientras, cerca de la taquilla, un hombre grueso, de ancha y afeitada cara respondía bruscamente a los que insistían para conseguir una localidad. 
–Ahí está Bordenave –exclamó Fauchery, bajando la escalera.
Pero el director ya le había visto. 
–¡Vaya si es servicial!–le gritó desde lejos–. ¿Es así como me hace una crónica? Abro esta mañana Le Figaro, y nada. 
–No tan aprisa –respondió Fauchery–. Hay que conocer a su Nana antes de hablar de ella. Además, no le prometí nada.
Luego, para cambiar de tema, presentó a su primo Héctor de la Faloise, un joven que llegaba a París para completar su formación. El director midió al joven de una ojeada mientras Héctor lo miraba con cierta emoción. Entonces, aquel era el célebre Bordenave, el exhibidor de mujeres que las trataba como un cabo de vara, el cerebro que siempre lanzaba algún reclamo, gritando, escupiendo, golpeándose los muslos, cínico y con alma de gendarme. Héctor consideró que debía decir alguna frase amable. 
–Su teatro... –empezó con voz aflautada.
Bordenave le interrumpió tranquilamente, con una palabra cruda de hombre que gusta de las situaciones francas. 
–Diga mi burdel.
Entonces Fauchery tuvo una risa aprobadora mientras de la Faloise se quedaba con su cumplido ahogado en la garganta, muy extrañado y tratando de digerir la expresión. El director se había apresurado a estrechar la mano de un crítico dramático cuyas reseñas gozaban de gran influencia. Cuando regresó, Héctor de la Faloise ya había recobrado su aplomo. Temía que le tratase de provinciano y estaba muy cohibido. 
–Me han dicho –añadió, queriendo encontrar una frase– que Nana tiene una voz deliciosa. 
–¿Ella? –gruñó el director encogiéndose de hombros–. Sí, una verdadera grulla.
El joven se apresuró a añadir: 
–Además, es una excelente actriz. 
–¿Ella? Un paquete. No sabe dónde poner los pies ni las manos.
Héctor de la Faloise se sonrojó ligeramente. No comprendía aquello y balbució: –Por nada del mundo habría faltado al estreno de esta noche. Sabía que su teatro... 
–Diga mi burdel –interrumpió nuevamente Bordenave con la fría terquedad de un hombre convencido.
Fauchery, mientras tanto, observaba tranquilamente a las mujeres que entraban. Al ver que su primo se quedaba con la boca abierta, sin saber si echarse a reír o enfadarse, acudió en su ayuda. 
***
[...] Un estremecimiento conmovió a toda la sala. Naná estaba desnuda. Aparecía desnuda con una tranquila audacia y la certeza del poder de su carne.
La envolvía una simple gasa; sus redondos hombros, sus pechos de amazona, cuyas puntas rosadas se mantenían levantadas y rígidas como lanzas; sus anchas caderas, que se movían en un balanceo voluptuoso; sus muslos de rubia regordeta... Todo su cuerpo se adivinaba, se veía, bajo el ligero tisú, blanco como la espuma. Era Venus naciendo de las aguas y sin más velo que sus cabellos. Y cuando Naná levantaba los brazos, se advertía, a la luz de la batería, el vello de oro de sus axilas. Ya no hubo aplausos. Nadie volvió a reír los rostros de los hombres se alargaban, se les encogía la nariz y tenían la boca irritada y sin saliva. Parecía que un viento muy tenue hubiese pasado, preñado de una sorda amenaza. De repente, en la bonachona muchacha, se erguía la mujer inquietante, aportando la locura de su sexo, descubriendo lo desconocido del deseo. Naná continuaba sonriendo, pero con una sonrisa aguda, de devoradora de hombres. [...]
***
FRAGMENTO DE CARTA A M.  FELIX  FAURE   

[...] Señor Presidente, concluyamos, que ya es tiempo.
   Yo acuso

al teniente coronel Paty de Clam como laborante –quiero suponer inconsciente– del error judicial, y por haber defendido su obra nefasta tres años después con maquinaciones descabelladas y culpables. 
   Acuso al general Mercier por haberse hecho cómplice, al menos por debilidad, de una de las mayores iniquidades del siglo. 
   Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas de la inocencia de Dreyfus, y no haberlas utilizado, haciéndose por lo tanto culpable del crimen de lesa humanidad y de lesa justicia con un fin político y para salvar al Estado Mayor comprometido. 
   Acuso al general Boisdeffre y al general Gonse por haberse hecho cómplices del mismo crimen, el uno por fanatismo clerical, el otro por espíritu de cuerpo, que hace de las oficinas de Guerra un arca santa, inatacable. 
   Acuso al general Pellieux y al comandante Ravary por haber hecho una información infame, una información parcialmente monstruosa, en la cual el segundo ha labrado el imperecedero monumento de su torpe audacia. 
   Acuso a los tres peritos calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard por sus informes engañadores y fraudulentos, a menos que un examen facultativo los declare víctimas de una ceguera de los ojos y del juicio. 
   Acuso a las oficinas de Guerra por haber hecho en la prensa, particularmente en L'Eclair y en L'Echo de París una campaña abominable para cubrir su falta, extraviando a la opinión pública. 
   Y por último: acuso al primer Consejo de Guerra, por haber condenado a un acusado, fundándose en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra, por haber cubierto esta ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver conscientemente a un culpable. [...]

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char