domingo, 4 de mayo de 2014

¿Quién es más necio que yo, ni más desleal?

WALT WHITMAN 

(West Hills, 1819-Camden, EE.UU., 1892)



Me siento a contemplar todos los dolores del mundo, y toda la
       Opresión y vergüenza,
oigo los sollozos compulsivos, secretos, de los jóvenes en
       Conflicto con ellos mismos, arrepentidos de sus actos,

veo en el arroyo a la madre ultrajada por sus hijos, que muere
       Abandonada, extenuada, desesperada,
veo la mujer ultrajada por su marido, veo al infame seductor
       de las jóvenes,

observo el encono de los celos y del amor desdeñado que intenta
      ocultarse, veo estos espectáculos sobre la tierra,
veo los efectos de las batallas, de la peste, de la tiranía, veo
      a los mártires y a los prisioneros,

observo el hombre del mar y a los marineros echando suertes
      para ver cual morirá para salvar la vida de los otros,
observo las humillaciones y degradaciones impuestas por los
     orgullosos a los obreros, a los pobres, a los negros;

todas estas cosas, todas las vilezas y agonías sin fin me siento
     a contemplar,
a ver, a oír, y permanezco mudo.

¡Oh mi yo! ¡Oh vida!, de sus preguntas que vuelven,
del desfile interminable de los desleales, de las ciudades llenas
      de necios,
de mí mismo, que me reprocho siempre (pues, ¿quién es más
      necio que yo, ni más desleal?)
de los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos despreciables,
      de la lucha siempre renovada,
de los malos resultados de todo, de las multitudes afanosas y
        sórdidas que me rodean,
e los años vacíos e inútiles de los demás,
la pregunta, ¡Oh mi yo!, la pregunta triste que vuelve – qué
       de bueno hay en medio de todas estas cosas, oh, mi yo, oh
       vida?

Que estás aquí – que existen la vida y la identidad,
Que prosigue el poderoso drama, y que puedo contribuir con un
       verso.

Versión: s/d

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char