martes, 10 de junio de 2014

Más duro que garrón de vizcacha. Mañero como petizo de lavandera. Solemne como pedo de inglés

LEOPOLDO MARECHAL

(Buenos Aires, Argentina, 1900-1970)

Del amor navegante

Porque no está el amado en el amante
ni el amante reposa en el amado,
tiende amor su velamen castigado
y afronta el ceño de la mar tonante.

Llora el amor en su navío errante
y a la tormenta libra su cuidado,
porque son dos: amante desterrado
y amado con perfil de navegante.

Si fuesen uno, amor, no existiría
ni llanto ni bajel ni lejanía,
sino la beatitud de la azucena.

¡Oh amor sin remo, en la unidad gozosa!
¡oh círculo apretado de la rosa!
con el número Dos nace la pena.
***
Poema sin título

En una tierra que amasan potros de cinco años
el olor de tu piel hace llorar a los adolescentes.

¡Yo sé que tu cielo es redondo y azul como los huevos de perdiz
y que tus mañanas tiemblan,
gotas pesadas en la flor del mundo!

Yo sé cómo tu voz perfuma la barba de los vientos...

Por tus arroyos los días descienden como piraguas.
Tus ríos abren canales de música en la noche;
y la luna es un papagayo más entre bambúes
o un loro que rompen a picotazos las cigüeñas.

En un país más casto que la desnudez del agua
los pájaros beben en la huella de tu pie desnudo...

Te levantarás antes de que amanezca
sin despenar a los niños y al alba que duermen todavía.
(El cazador de pumas dice que el sol brota de tu monero
y que calzas al día como a tus hermanitos.)

Pisarás el maíz a la sombra de los ancianos
en cuyo pie se han dormido todas las danzas.

Sentados en cráneos de buey
tus abuelos fuman la hoja seca de sus días;
chisporrotea la sal de sus refranes
en el fuego creciente de la mañana.
(Junto al palenque los niños
han boleado un potrillo alazán...)

En una tierra impúber desnudarás tu canto
junto al arroyo de las tardes.
Tú sabes algún signo para pedir la lluvia
y has encontrado yerbas que hacen soñar.

Pero no es hora, duermen
en tu pie los caminos.

Y danzas en el humo de mi pipa
donde las noches arden como tabacos negros...
***
ADÁN BUENOSAYRES
(Fragmentos)

Al escribir mi Adán Buenosayres no entendí salirme de la poesía. Desde muy temprano, y basándome en la Poética de Aristóteles, me pareció que todos los géneros literarios eran y deben ser géneros de la poesía, tanto en lo épico, lo dramático y lo lírico. Para mí, la clasificación aristotélica seguía vigente, y si el curso de los siglos había dado fin a ciertas especies literarias, no lo había hecho sin crear «sucedáneos» de las mismas. Entonces fue cuando me pareció que la novela, género relativamente moderno, no podía ser otra cosa que el «sucedáneo legítimo» de la antigua epopeya. Con tal intención escribí Adán Buenosayres y lo ajusté a las normas que Aristóteles ha dado al género épico.
Leopoldo Marechal

“¡Salve, otoño, padre de la cursilería! “Mostradme una hoja seca, y soltaré automáticamente un lugar común.” Enfermedad o privilegio de ver en todo figuras y translaciones, desde mi niñez, allá en Maipú, cuando los árboles eran para mí llamas verdes con su chisporroteo de pájaros, o el tiempo un arroyo invisible cuyas aguas hacían girar las ruedas de los relojes familiares. “Y el amor más alegre que un entierro de niños.”
**
Libro Quinto, Parte III
—Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce.

Las doce campanadas eran doce mochuelos:
Alguien abrió la puerta de la torre, y huyeron.

Medianoche: soledad y vacío. Sólo yo solo en la corteza de un mundo que gira huyendo, que huye girando, "viejo trompo sin niños". ¿Por qué sin niños? Entonces yo jugaba con la lógica, sin advertir que siempre hay una relación de armonía entre lo disímil: splendor ordinis. Anoche lo explicaba yo en lo de Ciro: bastante mamado. Como aquella otra figura: "La Tierra es un antílope que huye"; o aquella otra: "Mundo, piedra zumbante de los siete colores." Terror cósmico, desde la infancia: un niño que, abrazado a su caballo inmóvil, sollozaba de angustia bajo las constelaciones australes. Fría mecánica del tiempo, cono de sombra, cono de luz, la noche y el día, solsticio y equinoccio: el sol que nos cuenta mentiras fabulosas, y la tierra que se viste y se desviste de sus esplendores como una prostituta, "¡salve, moscardón ebrio!». Y al fin sólo una piedra que huye girando, que gira huyendo en un espacio infinito... no, indefinido; porque la noción de infinito sólo corresponde... ¡Bueno, alma, bueno ¡ojo fosforescente Adán se detiene, bajo la lluvia, en la esquina de Gurruchaga y Triunvirato. Desde allí, todavía indeciso, contempla el ámbito fantasmal de la calle Gurruchaga, un túnel abierto en la misma pulpa de la noche y alargado entre dos filas de paraísos tiritantes que, con sus argollas de metal a los pies, fingen dos hileras de galeotes en marcha rumbo al invierno. Fosforescente como el ojo de un gato, el reloj de San Bernardo atisba desde su torre: no queda ya en el aire ni una vibración de la última campanada, y el silencio fluye ahora de lo alto, sangre de campanas muertas. Inesperadamente, una ráfaga traidora sacude los árboles, que se ponen a lloriquear como niño: Adán recibe un puñado de lluvia en la cara y se tambalea entre un diluvio de hojas que caen y se arrastran con un rumor de papeles viejos, mientras que los faroles colgantes ejecutan arriba un loco bailoteo de ahorcados. Pasó la ráfaga: el silencio y la quietud se reconstruyen bajo el canturreo de la lluvia. Soledad y vacío, Adán entra en la calle Gurruchaga.
***
Adán sueña que avanza con una legión de guerreros anacrónicamente armados, entre los cuales, y a golpes de rebenque, anda, se tambalea, cae de rodillas y vuelve a incorporarse un hombre que lleva una cruz. Y, ¡cosa extraña!, en aquel hombre azotado reconoce al linyera del umbral; pero en sus barbas cobrizas hay sangre ahora, y sucios lagrimones gotean de sus ojos entre consternados y alegres. Lo más curioso de aquel sueño es que la víctima y los verdugos están cruzando una ribera semejante a la de Olivos o el Tigre, bajo un sol torrencial que se exalta en el brillo metálico de las abejas y en el subido color de las mariposas. Una multitud festiva discurre por allí, sin inmutarse al paso del cortejo (¿es que no lo ven?), indiferentes al chasquido de la fusta (¿es que no lo oyen?). Machos y hembras bailan aquí, al son de un fonógrafo portátil que se desgañita en el suelo; allá, hombres y mujeres panzudos vigilan sus asados, abren latas de conservas y arrojan papeles grasientos; los chiquilines, aullando como fieras, cazan mariposas a golpes de toalla o apalean flaquísimos caballos de alquiler; parejas furtivas, tras un ojeo circular, se pierden con astucia en los cañaverales; viejos borrachos se insultan con lengua estropajosa, cambian golpes lentos y se desploman al fin vomitando a chorros; más allá, caras brutales, en círculo, se asoman a un reñidero donde gallos rojos de sangre batallan a espolonazos. Y Adán vuelve sus ojos al hombre de la cruz, y su ánimo se conturba en sueños ante la ceguera de aquel gentío: quiere gritarles, pero ningún sonido brota de su garganta. Observa entonces a los guerreros que marchan a su lado, y el terror lo invade, porque todas y cada una de aquellas fisonomías parecen símbolos: esta cara de tinte amarillento, con bolsas azules debajo de los ojos, es el mismo semblante de la Lujuria; en esa otra de nariz encorvada, filoso mentón y ojitos de clavo se nombra la Avaricia; allí están la Pereza de ojos lagañosos, la Cólera de apretadas mandíbulas, la Gula de doble papada y la Envidia royéndose los pulgares. Llorando de pavor, Adán tantea sus propias facciones, y en ellas descubre los mismos rasgos odiosos, mientras el cortejo se abre camino en la multitud ciega y el hombre azotado cae y se levanta.
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“¡Señor, yo hubiera querido ser como los hombres de Maipú, que sabían reír o llorar a su debido tiempo, trabajar o dormir, combatirse o reconciliarse, bien plantados en la vistosa realidad de este mundo! Y no andar como quien duda y recela entre imágenes vanas, leyendo en el signo de las cosas mucho más de lo que literalmente dicen, y alcanzando en la posesión de las cosas mucho menos de lo que prometían. Porque yo he devorado la creación y su terrible multiplicidad de formas: ¡ah, colores que llaman, gestos alocados, líneas que hacen morir de amor!; para encontrarme luego con la sed engañada y el remordimiento de haber sido injusto con las criaturas al exigirles una bienaventuranza que no saben dar.”
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XIII 

Un portón de hierro sin aparatosidad ninguna comunicaba el octavo círculo infernal con el noveno y último. Allí nos despedimos de Samuel Tesler, quien, tras un apretón de manos bastante frío, nos volvió sus espaldas y regresó a la Ciudad del Orgullo. Abierto el portón, Schultze me hizo entrar; y descendimos, el uno detrás del otro, cierta escalerita helicoidal que nos condujo al borde mismo de la Gran Hoya en que terminaba el Infierno schultziano. Me asomé a la hoya, y en su fondo vi estremecerse una gran masa como de gelatina, que daba la sensación de un molusco gigante, aunque no lo era. 
—Es el Paleogogo —me advirtió Schultze gravemente. 
Volví a contemplar el monstruo, y aunque no le noté forma de maldad alguna, me pareció que las reunía todas en la síntesis de su masa ondulante, y que las abominaciones del infierno schultziano tomaban origen y sentido en aquel animal gelatinoso que se retorcía en la Gran Hoya. 
—¿Qué le parece? —me interrogó Schultze al fin, señalando al Paleogogo. Le contesté: 
—Más feo que un susto a medianoche. Con más agallas que un dorado. Serio como bragueta de fraile. 
Más entrador que perro de rico. De punta, como cuchillo de viejo. Más fruncido que tabaquera de inmigrante. Mierdoso, como alpargata de vasco tambero. Con más vueltas que caballo de noria. Más fiero que costalada de chancho. Más duro que garrón de vizcacha. Mañero como petizo de lavandera. Solemne como pedo de inglés.

 ALA (Ediciones académicas de la literatura argentina) de la editorial Corregidor, 2013.
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De MEGAFÓN o LA GUERRA
“Fue aquella misma noche y al filo de la madrugada cuando Megafón tuvo la experiencia o el ensueño que me refirió después y que titulo ahora La Calesita del Tango… Según el Autodidacto, de Villa Crespo, fue al llegar a la intersección de San Pedrito y Tandil cuando llegó a sus oídos aquella música fantasmal que al parecer brotaba de la misma esquina y en la que no tardó en reconocer los compases del Tango Nueve de Julio, pero transferido a lamentables escalas dodecafónicas… Y al entrar en el baldío comprobó dos hechos: el lugar parecía lleno de cierta luz fosfórica muy tenue y el tango resonaba en él con mayor fuerza… Jinetes de caballitos y cisnes de madera, giraban también ciertos hombres no identificables aún, bajo la mirada estudiosa de dos personajes que se mantenían de pie junto al palo de la sortija y que, según supo luego Megafón, eran un demonio llamado Ben y un demonio llamado Nelson. El matungo alazán comenzó a detener su marcha penosa, y con ella fueron deteniéndose la calesita y la música. No bien reinó el silencio y fue lograda la inmovilidad, el demonio llamado Ben se dirigió a los jinetes . -Senores-. les dijo en son de triunfo-, es inútil darle más vueltas a la calesita. ¡El tango ha muerto!”…  (Rapsodia II).

“La existencia de un pueblo no se da en un círculo cerrado: se desarrolla en una espiral abierta y creciente. La Paleoargentina es una vuelta de espiral que ha terminado su recorrido: la Neoargentina es una vuelta de la misma espiral que arranca en el punto exacto donde concluye la otra. De tal modo, la espiral entera se parece a una víbora enroscada en un árbol… La Víbora es la Patria. Hay, pues, dos Argentinas en sucesión y no en real enfrentamiento. Lo que sucede aún es que los argentinos finales, en su agonía, se resisten a la otra vuelta de la espiral y estorban su desarrollo; porque lo que actúa en los argentinos finales es una mentalidad igualmente finalista y cerrarda. Ustedes, los de la Metahistoria, la llamaron colonialista… Es una mentalidad que no rompe las estrechas y cómodas estructuras del coloniaje: un horizonte mental en que cabía otra noción de la Patria naciente y  sus destinos posibles. Un horizonte, al fin de cuentas, es también un círculo cerrado; y la Patria es un animal viviente que se desenrosca en expansión y exaltación”. (Rapsodia IV)
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"La Tristeza no es un gas inodoro como sostienen  los químicos…  La Tristeza  huele a jabón de azufre; a rana en su pozo y a helecho que brota en la juntura de dos ladrillos." (Rapsodia VIII)
“Ahora sí, hermanos, este punto se va… Entonces, por haberme dictado las Escrituras y ejercido las virtudes heroicas, el filósofo recibió una copa rebosante de amrita, el vino de la Inmortalidad. ¿Y luego?: En la existencia universal no hay puntos finales- decía Samuel Tesler-: sólo hay puntos suspensivos"… (Rapsodia X)

(Final Enmarcado: Marechal/Editor):  ”Y éstas fueron las dos batallas de Megafón que debí narrar tan sólo en sus viscisitudes exteriores… Sea como fuere, todo está aquí en movimiento y como en agitaciones de parto. ¡Entonces, dignos compatriotas, recomencemos otra vez!. Asi lo aconsejaba Heródoto, gran farol de la Historia, que sabía un kilo. ¡Y adiós, que me voy!”. (Rapsodia X)

Editorial Planeta Argentina. Buenos Aires, 1970.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char