jueves, 3 de julio de 2014

Si no tengo demasiadas trufas lo haré sin trufas

COLETTE

(Seudónimo de Sidonie Gabrielle Claudine Colette; Saint Sauveur en Puysaye, Borgoña, 1873 - París, Francia, 1954)

Creo que hay ocupaciones más urgentes y honorables que la pérdida de tiempo en un estado de sufrimiento.
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Si no tengo demasiadas trufas lo haré sin trufas.
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La libertad... ¿es muy pesada? ¿es difícil de manejar?, ¿o será una gran alegría, la jaula abierta, la tierra toda para mí?
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Colette ha sido la única escritora francesa que tuvo derecho a unos funerales nacionales. Fue enterrada en el cementerio Père Lachaise en París, junto con su hija.
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De Claudine en la escuela

Me llamo Claudine y vivo en Montigny, donde nací en 1884 y donde 
probablemente no moriré. Mi Manual de Geografía Regional dice así: «Montigny––
en––Fresnois, pequeña y linda ciudad de 1.950 habitantes, construida en forma de 
anfiteatro sobre el Thaize, en la que puede admirarse una torre sarracena en buen 
estado de conservación.» A mí, estas descripciones no me dicen nada. En primer 
lugar, no existe el tal Thaize; sé perfectamente que se supone que cruza los prados por 
debajo del paso a nivel; pero en ninguna estación del año hallaréis en él agua 
suficiente para lavar las patas de un gorrión. ¿Montigny está construida «como un 
anfiteatro»? No, yo no lo veo así; a mi modo de ver, está formada por casas que van 
bajando desde lo alto de la colina hasta el fondo del valle; desciende escalonándose 
desde un enorme castillo reconstruido bajo el reinado de Luis XV y más deteriorado 
ahora que la torre sarracena, encorsetada de hiedra, que se desmorona día tras día. Es 
un pueblo y no una ciudad; las calles, ¡gracias a Dios!, no están adoquinadas y los 
aguaceros forman pequeños torrentes en ellas, secándose al cabo de dos horas; es, 
pues, un pueblo, ni siquiera muy bonito y, sin embargo, lo adoro. 
El encanto y la delicia de esta tierra, formada por colinas y valles tan estrechos 
que a veces no son más que barrancos, estriba en los bosques, los bosques profundos 
y omnipresentes, que se suceden y ondulan hasta el horizonte, hasta más allá de la 
lejanía... Salpicados aquí y allá por verdes prados o por pequeños cultivos, poca cosa 
en realidad, los soberbios bosques lo devoran todo. De manera que esta hermosa 
comarca es espantosamente pobre, con sus escasas granjas diseminadas, apenas las 
precisas para que con sus tejados rojos hagan resaltar aún más el verde aterciopelado 
de los bosques. 
¡Queridos bosques! Los conozco todos. ¡Los he recorrido tan a menudo! Está el 
monte bajo, los arbustos que te arañan malignamente al pasar, llenos de sol, de fresas, 
de lirios silvestres y también de culebras. En ellos me he estremecido con sofocantes 
escalofríos al ver deslizarse ante mis pies esos atroces cuerpecillos, lisos y fríos; mil 
veces me he detenido, anhelante, al sentir bajo mi mano, cerca de la malvarrosa, a una 
astuta culebra, enroscada en una espiral perfecta, la cabeza erguida, con sus ojitos 
dorados mirándome fijamente; no era peligroso, pero ¡qué pavor! Daba lo mismo: 
siempre termino por volver allí, sola o con mis compañeras; más bien sola, porque 
esas chicas mayores me dan dentera, con su miedo a arañarse con los espinos, con su 
miedo a los animalitos, a las orugas aterciopeladas y a las arañas de los brezos, tan 
bonitas, redondas y rosadas como perlas. Gritan, se cansan... en una palabra: 
insoportables. 
(...)

Dutertre, el delegado comarcal, es además médico de los niños del hospicio, cuya 
mayor parte frecuentan la escuela; doble cualidad que le autoriza a visitarnos, y ¡Dios 
sabe cuánto la usa! Hay quien asegura que la señorita Sergent es su amante. Yo no sé 
nada. Pero sí apostaría a que le debe dinero; las campañas electorales cuestan caras y 
Dutertre, que no tiene un chavo, se obstina, siempre en vano, en reemplazar al viejo 
cretino mudo, pero millonario, que representa en la Cámara a los electores del 
Fresnois. ¡Estoy segura de que la apasionada pelirroja está enamorada de él! Se pone 
a temblar de rabiosos celos cuando ve que nos roza con demasiada insistencia. 
Porque, repito, nos honra frecuentemente con sus visitas, se sienta sobre las 
mesas, no guarda la compostura, se entretiene junto a las mayores, sobre todo junto a 
mí, lee nuestros deberes, nos mete los bigotes en las orejas, nos acaricia el cuello y 
nos tutea a todas (¡nos conoce desde tan pequeñas!), mientras le brillan sus dientes de 
lobo y sus ojos negros. Le encontramos muy amable; pero yo sé que es tan 
despreciable que no me intimida en absoluto, lo cual escandaliza a mis compañeras. 
Es el día de la clase de costura, sacamos las agujas perezosamente charlando con 
voz inaudible. ¡Vaya, ya empiezan a caer los copos! ¡Qué suerte! Patinaremos, nos 
pegaremos porrazos y nos pelearemos con las bolas de nieve. La señorita Sergent nos 
mira sin vernos, con el pensamiento en otra parte. 
¡Toc! ¡toc! en los cristales. A través de las bailarinas plumas de la nieve vemos a 
Dutertre que llama, con abrigo y gorro de pieles, buen mozo, con sus ojos relucientes 
y sus dientes siempre a la vista. El primer banco (yo, Marie Bethomme y Anaïs la 
grandullona) se agita; me arreglo los cabellos sobre las sienes, Anaïs se muerde los 
labios para que cobren color y Marie se aprieta un agujero más el cinturón; las 
hermanas Jaubert juntan las manos como dos estampitas de primera comunión: «Yo 
soy el templo del Espíritu Santo.» 
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De La casa de Claudine

"Sé que casa y jardín viven aún, mas qué importa, si la magia los ha abandonado, si se ha perdido el secreto que abría -luz, aromas, armonía de árboles y de pájaros, murmullo de voces humanas que dejó en suspenso la muerte-. Un mundo del que ya no soy digna?"
(...)
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De Ensueño de año nuevo

“Hechizada aún por mi sueño, me sorprendo de haber cambiado, de haber envejecido, mientras soñaba. Con trémulo pincel, podría pintar, encima de este rostro, el de una lozana niña bronceada por el sol, sonrosada por el frío, unas mejillas elásticas que acababan en una esbelta barbilla, unas cejas móviles prestas a fruncirse…Hay que envejecer. No llores, no juntes unos débiles dedos suplicantes, no te rebeles: hay que envejecer. Repítete estas palabras, no como un grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida necesaria. Mírame, mira tus párpados, tus labios, levanta los rizos de tus cabellos sobre las sienes: ya empiezas a alejarte de tu vida; no lo olvides. ¡Hay que envejecer !”
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De Lo puro y lo impuro

“¿Por qué suspender el curso de mi mano sobre este papel que recoge, desde hace tantos años, lo que sé de mí, lo que trato de ocultar, lo que invento y lo que adivino?”
(...)
“Pero del seno de ese mismo silencio nació imperceptiblemente un sonido en una garganta de mujer, un sonido que se insinuó ronco, se aclaró, adquirió firmeza y amplitud al renovarse, como las notas plenas que el ruiseñor repite y acumula hasta hacer que se desgranen en un gorjeo... Una mujer, allá arriba, luchaba contra su placer invasor, lo apresuraba hasta su término y su destrucción, primero en un ritmo calmo, tan armoniosamente, tan regularmente precipitado que yo me sorprendí siguiendo, con un cabeceo, su cadencia tan perfecta como su melodía.”

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char