Georges Simenon
(Bélgica, 1903-1989)
“Yo no tengo de verdad ninguna nacionalidad: mi madre era mitad holandesa mitad alemana, mi padre mitad francés mitad valón. Me casé con una canadiense y muchos de mis hijos nacieron en EE.UU.”
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“Según las últimas estadísticas que manejo, a los 20 años un campesino francés emplea más o menos 600 palabras; los burócratas de las pequeñas ciudades usan entre 800 y 1200; la pequeña burguesía, 1500 y los intelectuales de 2000 a 2500. Cuantas más palabras uses, menos posibilidades tenés de ser comprendido; las resonancias de cada palabra difieren en cada lector y hay que usar pocas palabras abstractas; más palabras como ‘mesa’, ‘nube’ y ‘cama’, y menos palabras como ‘sublime’ o ‘exteriorización’. Es por eso, seguramente, que mis libros se traducen a un centenar de lenguas.”
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Simenon contaba que por capítulo escrito bajaba 800 gramos y por novela 5 kilos que los recuperaba en menos de un mes.
“Cuando uno escribe así, dejás de pensar en expresar ideas, uno piensa en mantener el estado de gracia, un estado completo de vacío de sí mismo para ser el otro. Desde los 15 o 16 años, tuve curiosidad por el hombre y por la diferencia entre el hombre vestido y el hombre desnudo; el hombre tal como es y el hombre tal como se muestra en público, e incluso tal como se mira al espejo. Todas mis novelas, toda mi vida no han sido más que una búsqueda del hombre desnudo.”
Le aconseja Colette: «Nada de literatura, y usted escribirá mejor».
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En 1919 Georges Simenon se preguntó ¿escribir? ¿para qué sirve? Tenía casi 16 años. Fue entonces cuando Henriette, su madre, le propuso, le instó, a que buscara un trabajo fijo, en “los ferrocarriles, por ejemplo”, él se rebeló. Las relaciones entre Georges y Henriette no eran buenas. Cuando el niño tenía “doce o trece años”, se produjo “una escena que nunca –nos dice en Carta a mi madre, el testimonio más dramático en la literatura simenoniana- he podido borrar de mi memoria” y que “dejó marcada mi juventud”: un día “tuviste uno de esos ataques de nervios que te daban con frecuencia antes del paseo de los domingos por la tarde. Te precipitaste hacia mí, incapaz de controlarte. Yo no comprendía las palabras que decías, pues, por instinto, hablabas flamenco o alemán. Me arrojaste al suelo y te pusiste a darme patadas sin dejar de gritar”. Así que, su recomendación, más los malos tratos sufridos de joven, hicieron lo posible para que la posterioridad agradeciera a Henriette Brüll que Georges Simenon no prestara atención a sus recomendaciones.
(Tomado de liberty-bienzobas.es)
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En diciembre de 1970, durante ocho días, mientras su madre agonizaba, Georges Simenon permaneció a su lado en el hospital. Poco más de medio siglo le separaba de la época en que ayudaba a misa en la capilla de ese mismo hospital.
Durante esos ocho días estos dos seres, que jamás pudieron amarse, tal vez porque jamás pudieron hablarse, intercambian pocas palabras pero se miran intensamente, con perplejidad y desconfianza. De hecho, al ver entrar al hijo mayor en la habitación, la madre le pregunta: «¿Por qué has venido, hijo?»
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De Carta a mi madre
"No tengo ninguna foto de vuestra boda, ni de aquel período de vuestra vida en común. Como yo no conocía a mi padre, supongo que los domingos por la mañana te llevaría a la cocina de la Rue Puits-en-Sock donde todos los Simenon se reunían en torno al padre y la madre. ¿ Te dirigirían la palabra? ¿ Te atreverías a tomarla tú misma? Lo dudo. Los Simenon formaban un clan tan cerrado que debías sentirte tan lejos allí como en tierra extranjera.
Durante poco más de un año vivisteis en la Rue Leopold, en el centro de la ciudad, donde yo nací. Después os instalasteis en Outremeuse, a dos pasos de la Rue Puits-en-Sock y ya no abandonasteis nunca más el barrio.
Ahora, en el hospital, tú tienes noventiún años. Yo voy a superar los setenta. Y entre nosotros ha transcurrido todo este tiempo. ¿ Te ha marcado?, ¿has conservado el recuerdo de las horas y los días?
Por tu expresión, pareces más bien liberada de ver acercarse el fin.
He hablado del ratoncito que se deslizaba de noche por los patios de Lakeville para ir a buscar su corsé. Toda tu vida has caminado con el trotecillo del ratoncito. Raras veces te he visto sentada. Y, mira por dónde, ahora te veo, por primera vez, me atrevería a decir, acostada.
Al observar tu rostro, que ha cambiado tan poco, tus ojos claros, de un azul grisáceo, que han conservado su viveza, me pregunto si tu último suspiro no será un suspiro de alivio... "
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De Carta a mi juez
Mi madre empezaba a hacerse vieja y, negándose a admitirlo, se consumía en las faenas de la mañana a la noche.
Bien. Le seré absolutamente sincero. Si no, mi juez, no vale la pena escribirle. Le voy a resumir en dos palabras mi estado de ánimo de entonces.
Primero: cobardía.
Segundo: vanidad.
Cobardía, porque yo no tenía el valor de decir no. Todo el mundo estaba contra mí. Todo el mundo, por una especie de acuerdo tácito, me empujaba a aquel matrimonio.
Ahora bien, yo no deseaba a aquella mujer tan sorprendente. Tampoco deseaba especialmente a Jeanne, mi primera mujer, pero, en aquella época, yo era joven, y me casé por casarme.
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El 13 de febrero de 1973, con setenta años empezó a grabar reflexiones inspiradas en la vida cotidiana o sus recuerdos. Se dedicó a ello hasta el 19 de octubre de 1979, de forma intermitente, pero ya no escribía, sino que hablaba. Estas observaciones, recogidas en veintiún volúmenes, se publicaron bajo el título genérico de Mis dictados. A menudo la crítica ha enjuiciado con dureza estos textos repetitivos y escritos sin gran preocupación estética. En realidad, es preciso tomarlos por lo que son: un documento humano en el que un hombre desea mostrarse como es. En ellos se ve a Simenon alzarse contra el nacionalismo, el patriotismo, el capitalismo, la burocracia, la autoridad, las instituciones, el papado, el matrimonio, la tecnología o la industrialización. En definitiva, la lectura de estos volúmenes revela la existencia de un Simenon anarquista no violento.
A partir de 1987 debió conformarse con desplazarse en silla de ruedas. Fue el principio del fin. Su vida turbulenta concluyó con un repliegue en sí misma. El 4 de septiembre murmuró: "Por fin voy a dormir".
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
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