domingo, 7 de septiembre de 2014

“Un viejo que no sabe morir es un golfo”

HENRI MICHAUX 

(Namur, Bélgica, 1899-París, Francia, 1984)

LOS INACABADOS

Rostro que no dice, que no ríe
que no dice ni sí ni no
Monstruo.
Sombra.
Rostro que tiende
que va
que pasa,
que lentamente hacia nosotros brota
rostro perdido.
*
LES INACHEVÉS

Visage qui ne dit qui ne rit / qui ne dit ni oui ni non. / Monstre. / Ombre. / Visage qui tend, / qui va, / qui passe, / qui lentement vers nous bourgeonne... / Visage perdu
**
ENTREVISTA
Por Vincenzo Caballero 

Me lo encontré una agradable tarde otoñal en un puesto de los bouquinistes de la Rive Gauche, ya casi al final de los quioscos, llegando a la convergencia del boulevard Saint Germain. Había oído decir que él había estropeado su salud con el uso de alucinógenos. Sin embargo, salvo por cierta mirada algo desorbitada, como de miope, y su nervioso fumar, nada parecía delatar ese pasado. Rostro de rasgos acusados, un tanto germánico (había nacido en Bélgica), sin duda irradiaba una fuerte personalidad dentro de un físico un poco frágil.

¿Le hablo, o no le hablo…? Mi eterna inseguridad me hacía oscilar entre la emoción del encuentro y el deseo de entablar conversación, y el temor a resultarle molesto, a ser desairado. Pero es curioso cómo el estar en tierras ajenas lo libera a uno de inhibiciones. Se hace con naturalidad lo que en casa propia se haría de un modo más elaborado: desde piropear a una mujer, hasta interpelar a un desconocido o protestar en público por un servicio mal prestado. Decidí intentar la conversación, así que lo saludé con el infaltable “bonjour, Monsieur”. (Esto era muy importante: dirigirse a un desconocido en París, y olvidar la ritual cortesía del saludo, habría sido una gaffe imperdonable). ¿Es Usted quizá Henri Michaux…?, arriesgué, sintiéndome un poco como Stanley encontrando a Livingstone en el corazón del África. Asintió, mirándome de hito en hito, intrigado sin duda por mi mal francés, y con esa expresión de evaluación distante que ponen los parisienses cuando son interpelados por un desconocido. Le dije que había leído sus obras. Mentira de cortesía, a la que respondió con un ¿Ah, sí…?, como adivinando mi exageración. Decidí llevar la conversación hacia el terreno más seguro del único libro suyo que había leído. ¿Usted estuvo en China, no…? Esas experiencias me interesan mucho, ¿sabe?…Es que soy muy aficionado a las chinerías, como decía el poeta Rubén Darío, y encontrar a alguien que haya estado en la China premaoísta, y que tenga la lucidez suya para relatarlo, no es frecuente…
–Bueno, si lo que le interesa es China, tenga en cuenta que la revolución comunista ha barrido costumbres, maneras de ser, de obrar, y de sentir establecidas por los siglos. No pocas de las observaciones mías que usted ha leído ya no son válidas. ¡Qué iba yo a presentir lo que se estaba gestando allí! Lo que parecía permanente, se ha dislocado. Yo estuve allí a principios de los años treinta…en el siglo pasado. Fíjese si pasó agua bajo estos puentes del Sena… La China que yo conocí era una nación postrada. Esa década fue la peor de la desintegración nacional. Era la época de los “señores de la guerra”: cualquier sargento de milicias, con el apoyo de bandidos y contrabandistas se constelaba el pecho de medallas de latón, se ponía unos entorchados, adoptaba una expresión feroz (indispensable en la iconografía militar china), y se convertía en dueño y señor de vidas y haciendas, en una suerte de territorio feudal. La gente vivía con miedo, con un miedo muy real. La vida humana (que nunca significó gran cosa en un país en perpetua inflación demográfica), valía menos que nada. Por eso, quizá, yo a los chinos los veía esquivos… Si pedía un informe en la calle, mi interlocutor salía disparado, como si pensase “Es más prudente no mezclarse en asuntos ajenos; se empieza por informes, y se acaba a golpes”. Además, era un país presa del más abyecto desorden: prácticamente no se podía salir de una ciudad de la China, porque a unos veinte minutos de viaje ya lo habían asaltado.

–No importa, Maestro, si precisamente lo que yo quiero es sentir el sabor renovado de aquellos recuerdos suyos, como cuando uno hojea las antiguas fotografías color sepia de los recortes de diario que juntaba el abuelo…¡Allons! ¡Cuénteme algo de aquello, aunque más no sea como una gentileza para quien no ha tenido la oportunidad de viajar tanto como Usted. Dígame, los chinos…, ¿cómo eran los chinos?
–¿Usted se refiere al hombre de la calle, el chino corriente y moliente?

–Ni más ni menos.
–Bueno, pues modesto… más bien agazapado, acolchado, se diría flemático, con ojos de detective y pantuflas de fieltro, caminando en puntas de pies, las manos entre las mangas, jesuítico, con una inocencia cosida con hilo blanco, pero dispuesto a todo. Cara de gelatina, escurridizo como un ratón, con algo de borracho y de blando, con una especie de corteza entre el mundo y él…

–¿No le dije?…¡Si hasta me parece estar viendo una de esas viejas fotografías tomadas en las calles del viejo Shanghai, con los chinos caminando a pasitos rápidos, como bamboleándose, inescrutables.
–Sí, el chino se agazapa lejos, detrás de sus ojos , en los que su ser no llega a proyectarse nunca en su totalidad…El chino tiene el alma cóncava.

–¿Y físicamente, cómo los veía Ud en su conjunto, como pueblo?
–Son un pueblo viejo, pero sano. Ningún tipo deformado o de retrasado mental. Hasta los mendigos, bastante raros, conservan ese aire espiritual y de buena sociedad tal como si fueran retoños de una vieja familia aristocrática, debilitada por enlaces cosanguíneos…

–Y las mujeres? ¿Cómo eran las mujeres?
–Ah, las mujeres chinas tienen cuerpos admirables, con el trazo de una planta, y nunca el aire de ramera que la europea adquiere con facilidad. Cuando una mujer china se ha introducido en el lecho, se necesitan muchos días para desasirse… La china se ocupa de uno, siempre abrazada a uno, como la hierba que no sabe aislarse… Se ocupa de uno, como si estuviese haciendo una cura. ¡Es tan afectuosa! Se pone al servicio de uno, sin bajeza, con tacto e inteligencia. Es como una hormiga siempre en busca de trabajo, atendiéndonos, arreglando nuestras cosas, y haciéndolo tan bien que parece que lo que ella arregla ya no se puede desacomodar. Mire, hasta durmiendo de a dos, la china es admirable. Tiene una especie de sentido de la armonía que subsiste hasta en el sueño, y que la impulsa, con movimientos apropiados, a no apartarse nunca, a subordinarse siempre a lo que sería tan hermoso, a ser dos armoniosamente…

–Me pregunté para mis adentros si esta experiencia habría surgido de algún exótico romance, o más prosaicamente entre las linternas rojas de los barrios de placer. Pero hubiera sido muy descortés preguntarlo, así que cambié de tema.
¿Y la religión de los chinos? ¿Le parecieron creyentes?
–El chino no tiene, precisamente espíritu religioso. Es demasiado modesto. Además, es hombre práctico: si se ocupa de alguien del más allá, es de los demonios, sólo de los malos, y eso cuando hacen mal. Si no, ¿para qué? Fíjese que el mismo Confucio decía que no tenía interés en indagar los principios de cosas que escapan a la inteligencia humana, ni ejecutar acciones extraordinarias que pareciesen ajenas a la naturaleza del hombre.

–Me recuerda a Protágoras, cuando decía que “el hombre es la medida de todas las cosas”…
–Tal cual. Si usted va a un templo chino, verá que el chino está perfectamente cómodo. Fuma, habla, se ríe, y consulta a los adivinos que hacen rodar palitos en una caja; retira uno, y el adivino lee la suerte en un libro de oráculos impresos.

–¿El I-Ching, tal vez?
–No, en realidad alguno de los muchos sistemas oraculares tradicionales, aptos para el consumo vulgar, más bien parecido a una lotería de vaticinios.

–Entonces, ¿cómo enfrenta el chino el inquietante misterio de la muerte?
–El chino no mira la Muerte como algo trágico. Un filósofo chino declara muy simplemente: “Un viejo que no sabe morir es un golfo”. Así lo entienden.

–Cómo piensa Usted que fundamentan los chinos su moral, esa moral que las primeras misiones cristianas destacaban?
–Los primeros misioneros cristianos se esforzaban en pintar a sus potenciales prosélitos con color de rosa; no había otra manera de conseguir que se abriera la exigua bolsa de sus benefactores europeos primero, y norteamericanos después.

–Bueno, lo hicieron también los frailes con los indios americanos, para protegerlos de la codicia conquistadora.
–En lo que hace a los chinos, la verdad es que son un pueblo con moralidad de anémicos, que necesita, como los niños, de reglas de civismo y de buena conducta, de muchos rituales. El ritual chino es una institución singular, única. Para el que tiene que convivir con muchos otros, en un hormiguero humano como aquél, los ritos no pueden ser pasados por alto. Desde el último cooli hasta el primer mandarín, tratan de no perder la cara, su cara de palo, que a ellos les gusta, y en efecto, no teniendo principios, la cara es lo que vale. Porque, dicho sea de paso, los chinos son muy sensibles: una nada los hiere. Como los niños, tienen horror a las humillaciones. El miedo a sentirse humillados es lo que los hace ser tan corteses. Para no humillar a los demás. Se humillan antes, para no ser humillados. Sonríen. “Perder la cara”, quedar en situación de ridículo, es un temor enfermizo en ellos. ¡Jamás ser el hazmerreír!  Por eso mismo , los chinos saben ofenderse como nadie, y su literatura contiene, como puede esperarse de hombres corteses y susceptibles, las insolencias más crueles e infernales.

–Pero, sin embargo, tengo entendido que, antes de la llegada del europeo, la honestidad del chino, sobre todo en el comercio, era célebre en toda Asia…
–Sin duda. Pero, por honesto que sea, al chino no le choca la deshonestidad. ¿Es deshonesta la oruga que extrae una tajada de parénquima en una hoja de cerezo? El chino no es honesto ni deshonesto. Si las circunstancias están dadas para ser honesto, adoptará la honestidad como se adopta un idioma: lo hablará con absoluta fidelidad a las reglas establecidas, incluso más que un nativo, que se daría el lujo de corromperlo con su “slang”.

–Usted es un escritor, y un sensible artista: ¿qué es lo que más le impresionó en ese campo?
–Quizá sea su música, aunque hay que acostumbrarse a esos acordes que a nosotros nos parecen un poco barulleros. Pero eso es lo netamente chino, como su afición a celebrarlo todo con petardos y detonaciones. A pesar de ese barullo, la música china es la más pacífica del mundo; ni dormida ni lenta, pero sí pacífica, exenta del deseo de guerra, de mando, exenta hasta de sufrimientos, afectuosa. Es humana, bonachona, infantil y popular, y muy “familiera”.
Después, está su teatro. Sólo los chinos saben lo que es una representación teatral. Poseen una extraordinaria capacidad de simbolización  y, como los niños que arman un escenario con una tablita aquí, un baldecito allá, un palo de escoba acullá, ellos son capaces de armar con la imaginación un escenario nuevo cada tres minutos, que es lo que suele durar cada escena. Y sus asombrosas convenciones… Cada actor llega a escena con un traje y una cara pintada que dice en seguida lo que es. No hay trampa posible. Puede decir todo lo que quiera, que sabemos a qué atenernos. Tiene el carácter pintado en la cara. Rojo, es valiente; blanco con una raya negra atravesándole verticalmente el rostro, es traidor, y se sabe hasta qué punto; si no tiene más que un poco de blanco bajo la nariz, es un personaje cómico, etcétera. ¡Y la mímica! Es algo extraordinario. Cuando se ve servir, con el mayor cuidado, de un cántaro inexistente, agua inexistente sobre un lienzo inexistente, y frotarse el rostro y retorcer el lienzo inexistente , la existencia de esa agua invisible, y sin embargo evidente, se vuelve de algún modo alucinatoria; y si la actriz deja caer el cántaro (inexistente) y uno está en primera fila, se siente salpicado junto con ella.
Hay piezas de un movimiento continuo, incesante, donde se escalan muros inexistentes, para robar cofres inexistentes…

–Ahá… ¿Y de la literatura clásica que aún circulaba abundantemente por aquellos tiempos?
–Inconmensurablemente refinada. Los ayuda esa cosa tan peculiar que es el ideograma, que hace que cada palabra sea un paisaje, un conjunto de signos cuyos elementos, hasta en el poema más breve, promueven un sin fin de alusiones. Así la poesía china, casi telegráfica como es en su concisión gramatical, despierta un mundo de evocaciones. Son tantos sus sentidos implícitos, que se nos vuelve intraducible…
(Atardecía ya, y de pronto, al irse el sol, había ido cayendo ese frío precoz y brusco de los otoños en París. El librero se impacientaba, viendo que con mi charla le estaba distrayendo a su distinguido cliente, cerca de la hora de cierre. No quise abusar más de la atención que me había dispensado mi interlocutor, y consideré oportuno despedirme, agradeciéndole su cortesía.)
–“Salúdeme a sus compatriotas, allá en Buenos Aires”, me dijo con su formal sonrisa.
–Lo haré con todo gusto… (¡claro!, recordé de pronto…¡Si su libro fue traducido y editado por SUR, poco después de su viaje al Oriente, y él estuvo allá un buen tiempo!).

Tomada de sinaruspica.wordpress.com

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char