(Francia, 1839-1907)
Un sueño
Me había muerto, y entraba en la tumba,
donde sueñan todos mis antepasados.
Dijeron: «La pesada noche parece estremecerse.
¿Será que se aproxima una antorcha,
señal de la nueva era que espera nuestro eterno hastío?»
«No dijo mi padre, es el niño; ya os había hablado de él.
«Aún estaba en la cuna. Ignora si llega a nosotros
joven o cargado de años.
Mis cabellos son rubios todavía.
Tal vez los tuyos estén ya blancos, hijo mío.»
«No, padre. Caí pronto vencido, en el camino de la vida,
sin que mi alma se hubiera saciado aún.
Muero, y todavía no he vivido.»
«Esperaba tener a tu madre a mi lado.
¡La estoy oyendo gemir allá arriba!
Ha llorado tanto sobre mi losa
que sus lágrimas han llegado a mis labios.
«Tras muy largos amores, nuestra unión fue muy corta;
todas sus gracias están ya marchitas...
La reconoceré siempre.
«Mi hija conoció mi rostro. ¿Se acuerda de él?
Ella ha cambiado. Háblame de su matrimonio y de mis nietos.»
«Tan solo tienes uno.» «Pero ¿y tú?,
¿no tienes familia también? Cuando se muere joven
es porque se ama. ¿Qué echarás de menos aquí?
«He dejado a mi madre y a mi hermana
y los hermosos libros que leí. No tienes nuera, padre.
Una vez lastimaron mi corazón y ya no he vuelto a amar.»
Cuenta el número de tus antepasados,
besa sus frentes desconocidas y ven a hacer tu lecho aquí,
en la sombra, junto a los últimos que llegaron.
«No llores; duerme en la arcilla,
en espera del despertar supremo.»
«¡Oh, padre mío! ¡Es tan difícil no acordarse del sol!»**
Si yo pudiese ir a decirle:
Es tuya; no me inspira ni siquiera amistad;
ya no quiero a esa ingrata,
pero está pálida y delicada:
cuida de ella, por compasión.
Escúchame sin celos,
pues el ala de su fantasía
no ha hecho más que rozarme.
Sé cómo su mano rechaza,
pero sabe ser dulce para los que ama.
No la hagas nunca llorar.
***
Una cita
En este nido furtivo
en que nos encontramos los dos solos,
¡oh alma querida, cuán agradable es olvidarse
de los hombres estando tan cerca de ellos!
Para que la hora que huye
vaya más lentamente, para gozar de ella
no es necesaria una alegría ruidosa. Hablemos quedo.
Temamos acelerarla con un gesto,
con una palabra, incluso con un soplo.
Es tan celeste, que hemos de procurar
no perder uno solo de sus momentos.
Para sentirla bien nuestra,
para que no se gaste, estrechémonos
el uno contra el otro sin movernos.
Sin levantar siquiera los párpados, imitemos
el casto reposo de esos viejos castellanos de piedra,
de ojos cerrados, cuyos cuerpos inmóviles
y vestidos de pies a cabeza se han callado en el mausoleo,
lejos de sus almas, que emprendieron el vuelo.
Dormitemos gravemente como ellos,
en una alianza más sublime que las uniones terrenales.
Porque para nosotros pasaron ya los ardores
del amor joven que puede terminar.
Nuestros corazones ya no necesitan labios para unirse,
ni palabras solemnes para transformar el culto en deber,
ni espejismo de las pupilas para verse.
No me obligues a jurar de nuevo que te amo,
no me obligues a decirte cuánto otra vez.
Gocemos de la felicidad, aunque sea sin juramentos.
Saboreemos la ternura que diviniza los dolores
en lo que nuestras lágrimas nos dicen silenciosamente.
Amada, en este inefable remanso
se adormece hechizado el deseo
y se sueña en el amor como se sueña en la muerte.
Parece que se siente el fin del mundo.
El universo parece zozobrar o hundirse
en una caída suave y profunda.
El alma se aligera de sus cargas
por la inmensa huida de todo lo existente,
y la memoria se funde como si fuera de nieve.
En torno nuestro parece aniquilada
toda la vida ardiente y triste. Para nosotros
ya no existe nada; nada mas que el amor.
Amemos en paz. La noche es lóbrega
y el pálido fulgor de la antorcha se va extinguiendo.
Pudiéramos creemos en la tumba.
Dejémonos sumergir en los fúnebres mares
y adormecer por sus tinieblas
como después del último suspiro...
¿No es cierto que hace mucho tiempo
estamos juntos bajo tierra? Escucha cómo los pasos
estremecen el suelo encima de nosotros.
Mira desaparecer a lo lejos
las innúmeras noches del pasado como una sombría
bandada de cuervos que huyen hacia el Norte,
y disminuir a lo lejos la blancura de los viejos días,
como una inmensa nube de cigüeñas ¡que nunca han de volver!
¡Qué extraña y dulce es la velada de nuestros corazones
lejos de la esfera llena de sol cuyos rigores hemos soportado!
Ya no sé qué aventura apagó antaño nuestros ojos,
ni desde cuándo ni en qué cielo transcurre nuestro éxtasis.
Las cosas de la antigua vida
han huido por completo de mi memoria; pero,
en todo lo que alcanzan mis recuerdos, siempre te he amado.
¿Qué ser bienhechor hizo erigir este lecho?
¿Qué himeneo dejó para siempre tu mano en mi mano?
Pero no importa, amada mía.
Durmamos bajo nuestros ligeros sudarios,
solos al fin por toda la feliz eternidad.
Versión de Max Grillo
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