viernes, 7 de noviembre de 2014

Escribir para seguir leyendo

FABIO MORÁBITO
(Alejandría, Egipto. Reside en México, 1956-)

“Y el que da explicaciones, está perdido.”

“Al escritor se le pide que sea el rumiante de la tribu, que mastique a fondo ese alimento que hemos comido y que los demás no han tenido tiempo de analizar. El sacrificio es dejar de vivir un poco para escribir, y ahí hay una traición a la vida. Dar un paso atrás mientras los demás están en la trinchera, para poder ver. En uno de mis poemas el hermano mayor abre camino y el menor se vale de la labor del otro para hacerse artista. Esa es mi visión de un artista y de un escritor: el que se repliega un poco para iluminar las cosas. Y ahí hay también una pequeña traición a los demás.”
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De El idioma materno

Scrittore tradittore

A los siete años me enamoré de un compañero del colegio. Me habría podido enamorar de una niña, pero en mi escuela los niños y las niñas estaban separados, así que me enamoré de la única niña que estaba a mi alcance, y ésa era Massimo P., un niño tímido de facciones delicadísimas que no hablaba con nadie. Era el primer día de colegio, estábamos en el recreo y Massimo se acercó a pedirme que le amarrara los cordones de los zapatos. Se veía desvalido entre tantos niños que gritaban correteando en el patio y quedé prendado de su hermosura y su  fragilidad. «Pareces una niña», le dije, y él, quizá acostumbrado a oír eso, se limitó a sonreír. Acabó el recreo y regresamos al salón de clase. Su lugar estaba separado del mío por dos hileras, ni una sola vez volteó a verme y pensé que se había olvidado de mí. Llegó la hora de la lectura. Cada uno debía leer en voz alta algunos trozos de un cuento que venía en el libro. Leyeron unos cuantos niños antes de que el maestro señalara a Massimo. Él puso su dedo sobre el inicio del párrafo y pronunció la primera palabra; mejor dicho, la balbuceó; en la segunda palabra volvió a atorarse, y también en la siguiente. Leía tan mal, que no pudo concluir la frase, el maestro perdió la paciencia y le dijo a otro que siguiera leyendo. Acepté la triste verdad: Massimo P., a pesar de su apariencia angelical, era un burro redomado. Entonces llegó mi turno. Tomé una decisión repentina: leer peor que Massimo. Pienso que, de haberlo hecho, ahora sería un hombre mejor del que soy. Si hay episodios decisivos en la infancia, ése fue uno de ellos, porque después de equivocarme adrede en la primera línea me di cuenta de que no podría seguir  estropeando una palabra más y me solté a leer con una fluidez que el maestro aprobó con un gesto de admiración. «Esto es leer bien», dijo, y creo que fue entonces que vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos vocaciones estrechamente unidas. 
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LOS DEMASIADOS LIBROS

Hay árboles en los que se apoya un bosque. Puede que no

sean los árboles más viejos, ni los más grandes ni los más
altos; puede que no se distingan de la mayoría de los otros
árboles, pero por algún motivo son las plantas que dieron
un paso decisivo en el subsuelo, que inclinaron el tronco
en la dirección debida en el momento debido y abrieron el
camino a sus congéneres para transformar en bosque una
simple arboleda. Lo mismo ocurre con los libros. En unos
cuantos de ellos se apoya nuestra biblioteca. Puede que no
sean los más viejos, ni los que más amemos, ni los que hayamos
leído más veces, pero por algún motivo han determinado
la dirección y el carácter del conjunto. En mi caso,
uno de estos libros es El extranjero, de Albert Camus, un
libro que me ha marcado en mi adolescencia y que, cada
vez que lo releo, me gusta menos. Sin embargo, reconozco
en él un ascendente sobre los otros libros de mi biblioteca, y
ésta me parece impensable sin su presencia. Otro puntal de
mi estantería es Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Al
revés de El extranjero, cada vez que lo releo, me gusta más.
Sobre estas dos columnas de Hércules se sostiene mi biblioteca.
Pero el símil es exagerado, pues mi biblioteca no tiene
nada de hercúleo, siendo harto modesta, tanto en cantidad
de libros como en rarezas. Cuando ha caído en mis manos
algún libro raro, de esos que hacen la delicia de los coleccionistas,
lo he regalado en seguida. Carezco del menor orgullo
bibliófilo y me aterran esas grandes bibliotecas que a
la muerte de su dueño son adquiridas por alguna fundación
o universidad. Un escritor de narrativa o de poesía que posea
más de mil libros empieza a ser sospechoso. Para qué
escribe, me pregunto. Sólo debería escribirse para paliar alguna
carencia de lectura. Ahí donde advertimos un hueco
en nuestra biblioteca, la falta de cierto libro en particular,
se justifica que tomemos la pluma para, de la manera más
decorosa posible, escribirlo nosotros. Escribir, pues, como
un correctivo. Escribir para seguir leyendo.

(Fabio Morábito, El idioma materno, gog y magog, 2014)

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char