RAINER MARIA RILKE
(Actual República Checa, 1875-Suiza, 1926)
Es ridículo. Estoy sentado en mi pequeña habitación, yo, Brigge, de veintiocho años y no conocido de nadie. Estoy aquí sentado y no soy nada. Y sin embargo, esta nada se pone a pensar y en su quinto piso, en esta gris tarde parisiense, piensa esto:
¿Es posible, piensa, que no se haya aún visto, reconocido ni dicho nada verdadero e importante? ¿Es posible que haya habido milenios para observar, reflexionar y escribir, y que se haya dejado transcurrir esos milenios como un recreo escolar, durante el cual se come una rebanada de pan y una manzana?
Sí, es posible.
¿Es posible que a pesar de las invenciones y progresos, a pesar de la cultura, la religión y el conocimiento del universo, se haya permanecido en la superficie de la vida? ¿Es posible que se haya, incluso, recubierto dicha superficie -que, después de todo aún habría sido algo-; que se la haya recubierto de un tejido increíblemente aburrido, que la hace parecerse a muebles de salón en vacaciones de verano?
Sí, es posible.
¿Es posible que toda la historia del universo haya sido mal comprendida? ¿Es posible que la imagen del pasado sea falsa, porque siempre se ha hablado de sus muchedumbres, como si no fuesen más que reuniones de muchos hombres, en lugar de hablar de aquel alrededor del cual se congregaban, porque era extraño y moribundo?
Sí, es posible.
¿Es posible que nos creamos obligados a recuperar lo que sucedió antes de que naciésemos? ¿Es posible que sea necesario recordar a cada uno que ha habido antepasados y que, por consiguiente, lleva en sí este pasado, y que no tiene nada que aprender de otros hombres que pretenden poseer un conocimiento mejor o diferente?
Sí, es posible.
¿Es posible que todas estas gentes conozcan con todo rigor un pasado que jamás existió? ¿Es posible que todas las realidades sean nada para ellos; que su vida se deslice sin estar anudada a ninguna cosa, como un reloj en un cuarto vacío?
Sí, es posible.
¿Es posible que no se sepa nada de todas las muchachitas que, sin embargo, viven? ¿Es posible que se diga: "las mujeres", "los niños", "los muchachos" y no se sospeche (no se sospeche a pesar de toda su cultura) que estas palabras, desde hace mucho tiempo, no tienen plural, sino solamente singular?
Sí, es posible.
(...)
Pero si todo esto es posible, y por otra parte sólo tiene una apariencia de posibilidad, entonces sería necesario, por todo lo que en el mundo existe, que suceda algo. El primer llegado que ha tenido este inquietante pensamiento debe comenzar a hacer alguna cosa de las que han sido desatendidas, quienquiera que sea él, aunque no sea el más apto, puesto que no hay otro. Este Brigge, este extranjero, este joven insignificante, deberá sentarse y, en su quinto piso, deberá escribir, escribir día y noche. Sí, deberá escribir, y así acabará esa situación.
(Fragmentos extraídos de LOS CUADERNOS DE MALTE LAURIDS BRIGGE.
Traducción: Francisco Ayala. Editorial Losada)
Cortesía de Paseante Libros
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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